Por Silvina Friera
Transmitir la intensidad de
la obra dramática y poética de Federico García Lorca
(1898-1936) es una empresa artística de alto riesgo estético,
que el director Orlando Acosta y el elenco del Colegio Nacional Buenos
Aires exorcizaron con un vigoroso trabajo de investigación. Sin
caer en la mera declamación, El duende representa un doble desafío
por la complejidad que requiere la traducción escénica de
la poesía lorquiana. Sin embargo, el grupo logra eludir el peligro
de los estereotipos sentimentales y la retórica hueca, gracias
a la construcción de una potente dramaturgia, que propone una simbiosis
entre el poeta pasional y el hombre comprometido políticamente.
Unas melodías andaluzas, sutilmente ejecutadas por Gonzalo Tobal
y Marcelo Blanco, en guitarras, anticipan la proximidad de una tragedia
inexorable. Los actores se ubican frente a un par de sillas, como único
elemento escenográfico de la puesta, y de cara al público.
Con un sobrio vestuario a cargo de Marcela Bea, que remite a la España
de los años 20 y principios del 30, Juan Coulasso, Luis Berenblum,
Constanza Peterlini, Francisco Prim, Alejandra Marimón, Mariano
Saba y las sopranos Vanessa y Eugenia Aguado Benítez muestran un
sólido trabajo actoral en la interpretación de los versos
del irresistible escritor español, artista que consiguió
aglutinar diversas influencias (modernistas, clásicas, románticas)
y tendencias como poeta, dramaturgo, músico, pintor, actor y director
de escena.
En la obra poética y dramática de Lorca aparece una constante:
una Andalucía de carácter mítico, abordada a través
de metáforas y símbolos como la luna, los colores, los caballos,
el agua, o los peces, ese mundo que él veía cargado de angustia
y de tragedia, debido a la honda raíz hispánica de su lírica.
Resulta acertado que El duende comience con la conferencia-recital de
Poeta en Nueva York, porque ese período de la vida de Lorca fue
crucial en su cambio estético. Viajó a Nueva York con el
objetivo de encontrar una nueva expresión poética con la
que definir su personalidad. Durante esa estadía, a modo de declaración
de principios, Lorca confiesa que la poesía es comunicación
vehemente con el público.
En el montaje dirigido por Acosta, el acompañamiento de las guitarras
y las sopranos, que interpretan canciones de Manuel de Falla, van enlazando
poemas como Amantes asesinados por una perdiz, Gacela
del amor desesperado, Romance sonámbulo, La
casada infiel, entre otros, con fragmentos de obras de teatro como
El maleficio de la mariposa (una tierna fábula estrenada en 1920
que fue un rotundo fracaso), Bodas de sangre y Amor de don Perlimplín
con Belisa en su jardín.
El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace
humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita
que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía
y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre, decía
Lorca. Y el elenco del Nacional Buenos Aires logra desplegar esa magia
que el poeta consideraba indispensable, recreando climas que van de la
ingenuidad a la pasión, pasando por el drama y la muerte. El gran
acierto de la dirección de Acosta consiste en ratificar que el
teatro de Lorca se desarrolla en forma paralela a su poesía, que
surge de la prolongación de temas, personajes, y asuntos poéticos,
aunque el propio poeta consideraba irrepresentables a sus
primeras comedias. A pesar del buen ritmo y la agilidad de la puesta,
hay momentos donde el manejo de la tensión y la entrega actoral
alcanzan notables matices. Esto sucede con La casada infiel,
(a cargo de Francisco Prim), El maleficio de la mariposa (Mariano Saba
y Constanza Peterlini), Grito hacia Roma (Juan Coulasso) y
Bodas de sangre (todo el grupo). En esta última pieza, que Lorca
escribió en 1933 inspirado en un caso real, la pareja perseguida
(Coulasso y Peterlini) deambula con desesperación, conscientes
de la fatalidad que les depara: la muerte como suprema negación
del ser, una obsesión lorquiana. El resto del elenco los persigue,
zapatean y agitan las palmas, incrementando la sensación de que
la tragedia será inexorable. Después de Bodas..., los textos
que interpretan los actores abordan la faceta del poeta comprometido social
y políticamente. Lorca, que apoya la República Española
en 1931, condena la injusticia, la desigualdad y el sufrimiento: Yo
siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad
de la nada se les niega. En el final, una foto del poeta, proyectada
sobre el fondo de una tela que cubre todo el escenario, Lorca parece interpelar
al público con un duende en la mirada, como recitando uno de sus
últimos versos: Si muero dejad el balcón abierto.
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