Por Marcelo Justo
Desde
Londres
Investigadora de las Américas
de Amnistía Internacional, Virginia Shoppee es categórica
sobre el impacto que tuvo el caso Pinochet para la plena vigencia de los
derechos humanos a nivel mundial. El muro internacional de impunidad
que protegió a los jefes de Estado empezó a derrumbarse
aquella noche de octubre de 1998 con el arresto de Pinochet en Londres,
indicó a Página/12.
¿Es el dictamen de la Corte de Apelaciones de Santiago esta
semana
el final del caso Pinochet?
No. El dictamen se refirió sólo al caso de la Caravana
de la Muerte y además la decisión de la corte es temporaria.
De modo que hay que ver qué pasa con la salud del señor
Pinochet y con los recursos legales que se puedan presentar.
Más allá de lo que suceda en las cortes chilenas,
¿cree que el caso Pinochet marca un antes y un después en
la incorporación de los derechos humanos al derecho internacional?
Creo que hoy es claro para todos los que estuvieron involucrados
en actos de tortura que hay una legislación internacional que puede
ser aplicada para el arresto y castigo de los culpables de actos de lesa
humanidad. Creemos también que hubo un progreso específico
en Chile. La justicia tuvo una oportunidad de demostrar que puede funcionar.
¿En qué aspectos específicos el derecho internacional
toma hoy más en cuenta los derechos humanos que antes del arresto
de Pinochet en octubre de 1998?
Los instrumentos legales para castigar violaciones a los derechos
humanos existían, pero con el arresto de Pinochet cobraron especial
relevancia y se debatieron a nivel mundial. La Convención contra
la Tortura, firmada en 1984 y ratificada por más de 100 países,
fue uno de los ejes del caso en Gran Bretaña. El artículo
6 de la Convención estipula que si hay una persona que ha participado
en actos de tortura y está en un país signatario de esa
convención, dicho país debe iniciar las gestiones correspondientes
para que sea llevado a la justicia, sea en el propio país o extraditándolo
a otro. Lo mismo pasó con la Declaración de la Protección
de todas las personas de Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas
de 1992. El dictamen del juez de primera instancia Roland Bartle acá
en Gran Bretaña fue muy importante porque reconoció que
la desaparición forzada podría ser una tortura para los
familiares, algo que estaba contemplado en el artículo 2 de la
declaración de Naciones Unidas. Esto sienta un precedente muy importante
a nivel internacional.
Es decir que estos instrumentos legales cobraron vida con el arresto
de Pinochet.
Exactamente. Se probó que todas estas convenciones son mecanismos
vitales que pueden ser puestos en marcha para la protección de
los individuos. No son sólo papel firmado: son documentos que tienen
un valor. Este valor tiene una proyección doble. Respecto al pasado
permite que las víctimas y sus familiares tengan acceso a la verdad
y la justicia que reclaman y, de cara al futuro, esperamos que actúe
preventivamente evitando que se cometan violaciones a los derechos humanos
ante la certeza de que tarde o temprano se rendirá cuentas ante
la justicia internacional.
Durante mucho tiempo el jefe de Estado fue una figura intocable
en las relaciones internacionales porque encarnaba la soberanía
de la nación, ¿qué tipo de precedente sienta el caso
Pinochet en este terreno?
Que no tiene inmunidad en casos de crímenes de lesa humanidad.
Esta falta de inmunidad se puso a prueba con Pinochet acá en Gran
Bretaña. La defensa aducía que no se podía extraditar
a Pinochet porque como ex jefede Estado estaba cubierto por la inmunidad
soberana de sus actos. En las dos audiencias de los lores, la máxima
instancia judicial del reino quedó en claro que, según el
derecho nacional e internacional, no había tal inmunidad.
Se ha dicho que la vigencia de los derechos humanos depende del
poder específico del país. Esta justicia internacional se
aplica al tercer mundo, no al primero. A Chile, no a Estados Unidos.
Hay que tomar en cuenta que el caso Pinochet tomó 25 años
y que no fue el resultado de la acción de una organización
sino de los familiares que se presentaron ante la justicia española.
También que se trata de casos en los que los familiares quisieron
obtener justicia en sus propios países y que al no lograrlo la
buscaron en el derecho internacional, que hasta ese momento proveía
una justicia de papel, que no había sido puesta a prueba. De modo
que lo que decimos es que este caso demuestra que existe un nuevo camino
por donde encontrar justicia. Adónde va a llevar no lo sabemos.
¿Consideran posible entonces que, por ejemplo, el ex secretario
de estado estadounidense Henry Kissinger sea llevado ante la justicia
por su papel en el golpe de estado contra Pinochet?
Depende de cómo sea presentado el caso, ante quiénes,
y de cómo lo traten los diferentes estrados. ¿Quién
hubiera dicho en mayo de 1998, cuando Amnistía Internacional estaba
de visita en Chile, que en octubre de ese mismo año sería
detenido por la justicia internacional?
¿Qué falta entonces para que haya una plena vigencia
de los derechos humanos?
Creo que es muy importante que todos los países que son parte
de los distintos convenios y pactos tengan la voluntad política
de cumplir y hacer cumplir lo que han firmado. El caso Pinochet demostró
que esto se puede hacer y que se debe hacer.
OPINION
Por Claudio Uriarte
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Porvenires de un proceso
Sin un Estado mundial, con sus respectivos poderes Ejecutivo,
Legislativo y Judicial, la idea de la globalización de la
Justicia siempre pareció improbable. La novedad, sin embargo,
es que hoy un remedo de esa globalización está ocurriendo,
aunque de un modo arbitrario y anárquico, que tiene menos
que ver con una idea clásica de la Justicia que con una combinación
del resultado de relaciones de fuerzas, brechas legales, buenas
intenciones y azar.
El sobreseimiento de Pinochet en Chile esta semana estuvo precedido
por cuatro hechos que el arresto del ex dictador en Londres en 1998
de algún modo había prefigurado, y que sugieren que
el genio ha escapado de la botella: la convocatoria de un tribunal
belga al primer ministro israelí Ariel Sharon por las masacres
de Sabra y Chatila en Líbano en 1982, la extradición
del ex presidente yugoslavo Slobodan Milosevic por Serbia al Tribunal
de La Haya por crímenes de guerra en Kosovo en los 90, la
entrega a Perú del ex monje negro Vladimiro Montesinos por
Venezuela y las dos citaciones francesas al ex secretario de Estado
norteamericano Henry Kissinger por las violaciones a los derechos
humanos en el Chile pinochetista. La dirección política
de estas movidas difiere, pero su proximidad en el tiempo sugiere
una tendencia.
La clave es Estados Unidos, que exigió de modo revanchista
la entrega de Milosevic a cambio de un rescate multimillonario en
ayuda económica mientras bajaba el pulgar a Montesinos, se
desentendía de Pinochet mientras amparaba a Kissinger y dejaba
que a Sharon lo protegieran las anchas espaldas israelíes.
Esa ambivalencia es el sello de la ley del más fuerte, que
boicotea un Tribunal Penal Internacional por la simple razón
de que evadiría los límites de su Estado, mientras
instrumenta lo que existe para favorecer con mano dura sus intereses
políticos, y atender con distintos grados de desinterés
los que no le interesan.
A primera vista, nada nuevo hay en este mundo hobbesiano: la fuerza
sigue haciendo el derecho. Esencialmente es así, pero la
inconsistencia legal norteamericana ha abierto una brecha donde,
si un tribunal en Holanda puede juzgar a un ex presidente yugoslavo,
se vuelve teóricamente válido que otro en Bélgica
cite a un Ejecutivo israelí en funciones, o un juez francés
haga lo propio con un ex canciller norteamericano. Nadie toma la
cosa a la ligera: Sharon excluyó Bélgica de su reciente
gira europea, mientras Kissinger dejó París en junio
en una salida con aspecto de fuga.
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