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ALBERTO MANGUEL, ENSAYISTA Y NOVELISTA
“Acá no se puede decir que alguien es honrado sin parecer irónico”

Lector voraz, es autor de un inesperado bestseller en 28 idiomas, �Una historia de la lectura�. Manguel dejó Argentina en 1968, después de una adolescencia de librero y de una amistad con Borges, que lo eligió para leerle. Erudito, lleno de opiniones, deprimido por la decadencia de Argentina, acaba de publicar en castellano una novela sobre un oficial francés que entrena torturadores argentinos.

Por Andrew Graham-Yooll

–Su novela Noticias del exterior deambuló bastante desde la versión inglesa de 1991 hasta la edición en castellano de hace un año. La novela no fue difundida...
–No hace mucho, un periodista francés dijo que había vuelto a leer mi novela y que “es extraordinario como anticipa los testimonios del general (Paul) Aussaresses,” en Francia. El general confesó detalladamente, con orgullo, en un libro publicado en mayo y en una entrevista en Le Monde, lo que les había pasado a los revolucionarios que fueron torturados durante la guerra en Argel. Esto salió a la luz ahora y el general enfrenta un juicio por apología de la violencia. Fue jubilado en junio, ya que permanecía como oficial de reserva. Aussaresses está protegido por una amnistía de 1968, pero una fiscalía parisina investiga si lo pueden procesar bajo una ley de 1951, por apología del ataque a la vida y a la dignidad. Lo interesante de Aussaresses es que fue entrenado por los británicos en “combate especial” durante la Segunda Guerra y aplicó las técnicas de tormento que aprendió contra los revolucionarios argelinos. El mismo aprendizaje se lo impartió Francia a los funcionarios argentinos del Plan Conintes en 1960 y también a los oficiales de la dictadura en los años setenta. Mi novela es tangencial, pero central al interrogante ¿por qué lo hacemos? El personaje, Berence, es un francés veterano de Argelia, amante de la literatura y la plástica, que llega a la Buenos Aires de la dictadura como asesor en torturas. Eso se publicó una década antes de las confesiones de Aussaresses. Es decir, se sabía pero nadie quería verlo como hecho público. Está inspirado en un profesor que tuve en el Colegio Nacional, un maestro que yo admiraba, que me enteré luego de que había delatado a alumnos durante la dictadura. Yo me sentí muy mal cuando leí El vuelo (1995), de Horacio Verbitsky, con las declaraciones del capitán Scilingo, que contó cómo se arrojaba a la gente al mar. El pueblo sabía que esto había pasado. Solamente era un secreto porque la gente no quería hablar de ello, o no quería saber, que es lo mismo. Ahora tenemos confirmación documentada de los crímenes. Por una parte se trata de un mea culpa retrasado. De otro modo, confirma el valor de la ficción que se aventura a abrir puertas que la historia de los hechos mantiene cerradas hasta su maduración.
–¿Tuvo usted que tomar distancia, en tiempo y lugar, para escribir el libro?
–No tanta distancia, como tiempo para leer y reflexionar. Yo me fui de la Argentina en 1968. Aunque volví en 1974 no se trató de un retorno, fue para recibir un premio de La Nación y para la confirmación de que éste no era mi lugar. Aunque nacido en la Argentina, fue como un “extraño” que oí hablar de lo que sucedía en el país, un extraño con fuertes lazos de amigos, parientes y recuerdos. Escribir la novela fue una forma de contar lo que parecía una pesadilla ajena. La novela era algo que les había sucedido a los demás, que no me pasó a mí, y a mí me quedaba la sensación culposa de ser un sobreviviente indigno.
–La novela trata de amor, de ternura, de un afecto que coexiste con el horror.
–El personaje es un militar, un oficial que cree en la cultura, pero en una cultura completamente desprendida de un compromiso humano pleno. Siente que la cultura es importante para él, pero no lo ilumina del todo. Es un extraño descubrimiento, que el arte que sentimos puede redimirnos pero no siempre lo hace, y produce en él un cambio radical de actitud en su carácter y conducta. La iluminación es una posibilidad. Pero es igualmente posible que la cultura no nos haga mejores ni más juiciosos. Lo sabemos, pero seguimos esperando que suceda. –Una historia de la lectura es un libro muy personal. ¿Cómo anduvo en sus traducciones?
–Hubo dos ediciones en español. No me gustó la primera, así que se volvió a traducir. El libro se tradujo a 28 idiomas. Es “Una” historia y no “La” historia, porque es mía. El aspecto personal llegó después de haber completado la investigación y compilación. Cuando lo escribí, traté de descubrir por qué etapas pasa un lector y si sus características son las que reconocía en mí mismo: un sentido de posesión, privacidad, traducción a un lenguaje personal, y una forma de leer y catalogar los libros a medida que leemos. Cuando terminé de escribir, le pedí a un amigo que lo leyera. Me dijo que faltaba mi presencia, que no estaban las historias sobre mis lecturas, sobre la aventura de leer. Repasé el libro, introduciendo distintos aspectos de la lectura en mi relación con ella. No quería ser autobiográfico. Detesto leer relatos confesionales que no le interesan a nadie fuera de la familia del autor... y aun a ellos no demasiado. Conocí a un editor canadiense que decía que uno necesita preguntarse si el lector no tendrá derecho a preguntar: “¿Por qué me cuenta todo esto a mí, un extraño?”. Teniendo eso como guía de cautela volví a escribir Una historia de la lectura.
–¿Qué relación establece usted en la lectura de distintas épocas? Un lector del siglo diecinueve difiere de uno contemporáneo en su relación con lo que le rodea.
–Sí y no. Una de las cosas que no quería producir en Una historia de la lectura era un orden cronológico. No quería adoptar categorías dogmáticas, o académicas. En vez, quería contemplar la corriente de cambio que a veces fluye hacia adelante y otras retrocede. Al principio de la vida, leemos en voz alta, luego, como adultos, silenciosamente, y después, con la edad, tenemos que escuchar que otros nos lean fuerte otra vez, porque nos fallan las fuerzas o la vista.
–Ahora tenemos computadoras que leen en voz alta, o silenciosamente (como cuando se escanea el texto).
–Aunque podía ser útil comparar la práctica medieval de los lectores universitarios, que copiaban a mano un texto que no podían comprar, con el hábito moderno de fotocopiar partes de un libro para estudiar, o más recientemente, bajar y copiar lecturas de Internet, yo comparo, no para decir que nada es igual, o al revés, que nada cambia, sino para establecer referencias que nos llevan a comprender que lo que quizás percibimos como extraordinario no lo es en realidad cuando lo vemos a la luz del oficio del lector.
–Déme una descripción práctica de un lector...
–Creo que el atributo más importante de un lector es el inmenso poder que tenemos. Es un poder que no se reconoce lo suficiente. Lo más conveniente es ignorar al lector como una fuerza en el contexto social, porque los lectores son consumidores sin edad, que por lo tanto no se pueden situar en el tiempo. Siempre estarán allí. Pero pensemos en la perpetuidad de su presencia, pensemos en el hombre prehistórico que leía las estrellas para encontrar su rumbo o para saber la época del año.
Luego está el poder de decidir la suerte de un libro o de la literatura. Un escritor no tiene nada, absolutamente nada que ver con el hecho de si un libro sobrevivirá o no. Nada. Cualquier escritor en su sano juicio quiere que su libro sea un clásico. Solamente los lectores pueden decidirlo. Por ejemplo, tengo una gran diferencia con Annie Proulx, la escritora estadounidense que tuvo éxito con la novela The Shipping News y es muy respetada como autora. Causó una controversia cuando alabó un libro que yo encuentro deplorable, que tiraría a la basura, el bestseller American Psycho.
–¿Por qué? –Porque en sus comentarios Annie Proulx inventó un libro que Brett Easton Ellis, autor de American Psycho, no escribió. En el texto ella leyó una sátira sobre la sociedad de Estados Unidos que no está ahí. Me gustaría sentarme con ella y el libro y pedirle que me mostrara dónde ella encuentra la “sátira graciosa”. Así sucede: los lectores hasta pueden decidir eso, y no importa lo que el escritor quiera que lean o crean.
–En la metáfora, el tema de su disertación del Día del Escritor, en Londres... ¿dónde coloca usted la propaganda política?
–No la coloco. Una de las obligaciones del lector es examinar las llamadas metáforas y desarmarlas. En consecuencia, podríamos discernir las metáforas aparentes de la propaganda y la pornografía. Hay una proliferación de textos que solamente son una superficie, de modo que el lector no puede penetrar en ellas y llegar a ninguna profundidad. La sutileza de la metáfora no se encuentra ahí porque no hay elaboración del contexto. Y eso es lo que sucede con la propaganda política y con la pornografía, y con American Psycho de Brett Easton Ellis. La propaganda política corresponde al mismo nivel que la pornografía. La propaganda se crea para que sólo se lea la superficie, y no hay más donde ir. Si uno fuera a desarmar la propaganda, como puede hacer con la pornografía, el contenido no tolera ningún análisis. No hay metáfora. Lo mismo sucede con cualquier clase de propaganda. Si uno analiza “Tome Coca Cola”, no hay nada detrás de esas tres palabras. Uno obedece la orden, puede excitarse con la imposición, o la ignora. Con la propaganda política pasa, al igual que con la pornografía, que la imagen erótica se contamina de un fin que es sólo aparente. La propaganda política toma el idioma y lo contamina con un propósito que queda sólo en la superficie.
–¿De modo que usted ve al norteamericano Brett Easton Ellis como pornografía?
–Pornografía violenta. Lo veo emparentado con las películas snuff, lo mismo que a Dennis Cooper. Las películas que se denominaron snuff en Inglaterra eran pornografía violenta en donde se atormentaba a una víctima hasta el asesinato. Snuff significa apagar: apagan una vida para hacer películas pornográficas. Es interesante que las víctimas elegidas en los libros de Ellis y Cooper sean mujeres y homosexuales. Annie Proulx se equivoca cuando deja de lado los crímenes en el texto. En American Psycho hay sólo homosexuales, hombres y mujeres, que son víctimas. En los libros de Dennis Cooper, las víctimas son gays y escribe como si estuviera bien despedazarlos sin que importe el contexto. Cuando Annie Proulx comparó esos libros con el incesto en Sófocles (escribió 123 dramas, de los cuales sólo sobrevivieron siete, siendo el más famoso Edipo Rey), o en Shakespeare, tiene que darse cuenta de que esos dos autores usaban el incesto en contexto. Hasta en Sade hay un contexto, un concepto filosófico que uno puede aceptar o no. Pero está. Cuando uno mira las escenas de tortura y martirio en la pintura medieval, hay un contexto. Uno puede oponerse al dogma de la Iglesia, pero el contexto está: un contexto en el que la tortura tiene cierto significado que se puede leer o ignorar.
Uno puede tener una erección contemplando una escena de tortura medieval. Depende de cada uno. La cosa es que Brett Easton Ellis no tiene contexto, no es nada. Si uno leyera su libro dentro de diez años, ni siquiera reconocerá los nombres de algunas marcas que él usa y después todo lo que queda es la tediosa descripción de mujeres a quienes matan a golpes.
–En Dennis Cooper sucede lo mismo.
–Hay una notable tendencia en la estética gay a dedicar gran atención a la autodestrucción. Los homosexuales fueron perseguidos, fueron considerados la escoria del mundo, durante tanto tiempo que la destrucción se volvió estéticamente atractiva. No es casual que gran parte de la imaginería gay tenga que ver con oficiales nazis que apaleaban y matabanhomosexuales. Esto está llevando las imágenes a decir que la victimización es buena. Es como decir que a las mujeres les guste que las violen.
–¿Cómo se ve esto en la Argentina, quiero decir, el contexto de la propaganda política?
–Recientemente me preocupó descubrir que en Argentina se ha degradado gran parte del vocabulario. Cosas que antes se apreciaban, se atesoraban se han devaluado en el idioma: honestidad, perseverancia en las creencias, rectitud, cosas así. Son palabras usadas con tono irónico. En Argentina no se puede decir que alguien es honrado sin parecer irónico ni parecer que está disminuyendo a alguien.
–Eso no es reciente.
–Es cierto, pero yo hablo de la degradación del lenguaje ocurrida después de la década del 70. Pienso que antes de esa época el idioma seguía siendo un instrumento de la imaginación que nos permitía usar las palabras en su plenitud. Pienso que debe haber sido más o menos por la década del 50 cuando comenzó la decadencia, durante los primeros años de Perón. Es entonces que el lenguaje comienza a ser maltratado. Cuando yo estaba en el Colegio Nacional, los discursos de los profesores ya les quitaban peso a palabras como democracia. Ahora es peor. No es solamente que la palabra democracia ha sido degradada como afirmación de valor, ahora se usa con tono de burla. En la Argentina, comenzó a darme vueltas una idea para un trabajo futuro. Voy a llevar un diario de los libros que leo. Cuando estuve en Buenos Aires volví a leer La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Me parece la metáfora perfecta de Argentina: un país de muertos. Los únicos que hablan son figuras y voces que ya no están, de modo que su idioma está degradado. Cito a Bioy Casares, pero es difícil no citar a Borges. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no citar a Borges todo el tiempo. Es la única voz que se destaca en la Argentina.
–¿Pero esto sucede sólo en la Argentina..? Seguramente sucede en Francia y en otras partes.
–Sucede en Francia. Comenzó en Alemania con los nazis, probablemente por eso llegó a la Argentina en la década del 50.
–Hay una novela de Günther Grass sobre el siglo dieciséis, donde hombres cultos discuten la reconstrucción del idioma alemán. Por supuesto el autor está reflejando el idioma de los nazis.
–El lenguaje es algo viviente, un producto de la sociedad. Si una sociedad es injusta, si carece de leyes, de moral, el lenguaje se verá afectado. El vocabulario que hemos construido a través de siglos para denotar las cualidades de moralidad, ley y justicia se corromperá, se degradará. Como en Alemania después de los nazis, en la Argentina hoy. No estamos de acuerdo respecto de lo que sucedió en la década del 70. Por eso, nuestro vocabulario moral, legal no se puede usar sino con sentido irónico, para eludir compromisos. Este es un problema serio y prolongado, que tiene (y seguirá teniendo) consecuencias terribles para el país.
–¿Cómo mira usted a un cuadro? Déme una descripción del lector de cuadros (el título de su libro más reciente).
–Leyendo cuadros se originó en una pregunta: ¿podemos leer las imágenes, cualquier imagen, del mismo modo en que leemos un texto? ¿Tenemos un vocabulario compartido que nos permite leer una pintura, una escultura o una fotografía? ¿O son todas esas lecturas arbitrarias, construidas al estar frente a una imagen? Creo que existe un instinto humano básico para “leer”, es decir descifrar (o tratar de descifrar) el mundo que nos rodea, compuesto de imágenes naturales como artificiales. Y creo que es un impulso saludable, que nos permite establecer relaciones privilegiadas con la naturaleza y con el arte. Mi libro intenta ofrecer algunos ejemplos de lecturas de Picasso, de Caravaggio y de artistas menos conocidos. Estas son mis propias lecturas, ya que cada una es personal, nacida de cada experiencia individual.

POR QUE ALBERTO MANGUEL

Un apóstol de la lectura

Por A. G.-Y.

Son pocas las oportunidades en que uno se encuentra con un hombre de conocimiento tan fino, tan dedicado a los libros, un apóstol de la lectura como lo es Alberto Manguel. Desde temprana edad se enamoró de los libros. Estuvo casado, es padre de tres hijos, pero su segundo gran amor es la lectura. Nació en Buenos Aires en 1948, hijo de un diplomático, el embajador de Perón en el naciente Estado de Israel. Siente que a partir del regreso al país, en 1955, puso la lectura por encima de toda otra actividad. Su abuela le decía: “Dejá de leer, andá a vivir”.
A los 16 años trabajaba en la librería Pygmalion, en la avenida Corrientes. Ahí lo halló Jorge Luis Borges, casi ciego, y le pidió que fuera a su casa a leerle. Marta Lynch lo alentó a escribir. Willy Schavelzon le dio trabajo en la librería Galerna en 1966. En 1968 se fue de la Argentina. Viajó a Tahití, siguió a Londres y se instaló con mujer inglesa e hijos en Canadá, donde hoy es un respetado ciudadano. En abril de este año participó de la comitiva del jefe de gobierno canadiense en una visita oficial a Buenos Aires y de aquí partió para Londres para dar una conferencia para el Día del Escritor.
Fue en un Londres primaveral donde ocurrió esta entrevista. Manguel hablaba apurado por irse a Francia, donde ahora vive. Acaba de comprar un antiguo presbiterio en Mondion, que está restaurando para instalar sus 50.000 libros, dispersos por domicilios en Toronto, Londres y París.
En Buenos Aires se conocen su novela Noticias del extranjero (Norma), Guía de lugares imaginarios (Alianza), Una historia de la lectura (Norma, 1998), y para fin de año se publicará una colección de ensayos, Hacia el bosque del espejo, ganadora del Premio France Culture. Y también se espera su texto más reciente: Leyendo cuadros: una historia de amor y de odio, como continuación de la historia de la lectura.

 

 

 

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