A nivel
internacional, deporte y política nunca estuvieron demasiado
lejos, aunque más no fuera por la emoción competitiva
que comparten, por la publicidad que necesitan, alimentan y permiten,
y por los miles de millones de dólares que mueven. Las Olimpíadas
de Munich en 1936, que ayudaron a la propaganda del régimen
nazi; las Olimpíadas de Munich en 1971, que terminaron en
la masacre de los atletas israelíes por terroristas palestinos;
la guerra de 1968 entre Honduras y El Salvador, donde un partido
de fútbol prendió fuego a un conflicto latente; el
Mundial de Fútbol de 1978 en Argentina, que reforzó
el apoyo interno a la dictadura; el veto de Estados Unidos a la
celebración de las Olimpíadas en Moscú en 1980,
como represalia por la invasión de Afganistán; la
realización dual de las Olimpíadas de 1988 en Seúl
y en Tokio, como forma de compensar salomónicamente las vindicaciones
rivales de Corea del Sur y de Japón, son todos ejemplos relevantes.
Jean Monnet, arquitecto de la unidad europea, dijo que su afán
era reconstruir el Imperio Romano, pero ahora bajo la forma de una
selección de fútbol internacional; la idea subyacente
además de la racionalidad económica era
que el deporte podía sublimar los impulsos agresivos y competitivos
de la humanidad, pero George Orwell ya le había contestado
en un ensayo de 1945, mostrando cómo las competencias deportivas
fogonean y no disminuyen las tensiones entre las naciones.
Hoy deporte y política acaban de mezclarse de nuevo, por
la decisión del Comité Olímpico Internacional
de convertir a Pekín en capital de los Juegos de 2008. La
decisión no es llamativa por sí misma: China, aunque
notoria violadora a los derechos humanos, ha comprado largamente
en el sentido literal de la palabra su derecho a ser
la sede del acontecimiento. La curiosidad es la escrupulosa prescindencia
de EE.UU., que este año decidió que China era su competidora
estratégica y mantuvo con ella una tensa pulseada por
el destino del avión espía y de sus tripulantes
que China obligó a aterrizar en Hainan en abril. Con la decisión
del COI queda claro que la aquiescencia norteamericana a Pekín
2008 fue el precio por la devolución del avión y de
su tripulación; también queda claro sobre todo
si se leen las inverosímiles loas a Pekín que publica
la última edición de Newsweek, o las que salen de
la Brookings Institution, financiada por China que el Big
Business corporativo tiene de China una idea distinta a la de Donald
Rumsfeld.
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