Por
Cecilia Hopkins
A
buen fin no hay mal principio o Todo está bien si termina bien,
como llamó Miguel Guerberof a su flamante versión de Alls
well that ends well, de Shakespeare, escrita en 1595, cuando el bardo
tenía 31 años. Apenas unos meses después de haber
dado a conocer Sueño de una noche de verano, el autor describió
minuciosamente en esta comedia la virtual carrera de obstáculos
que Elena necesita sortear a fin de ser aceptada por el hombre que ama.
Porque para merecer casamiento debe desplegar los conocimientos en medicina
que heredó de su padre, salir en peregrinaje por Italia y hasta
disfrazarse de otra mujer para embarazarse y así capturar al hombre
de marras. Pero por obra de su tratamiento literario, lo que podría
parecer un hato de pruebas humillantes que menoscaba el orgullo y la inteligencia
de la protagonista, resulta una alabanza al ingenio y determinación
de una mujer que sabe lo que quiere.
Guerberof que estrenó esta obra en el Teatro Anfitrión
(Venezuela 3340) junto al elenco que lo acompañó en su lograda
Un cuento de invierno, también de Shakespeare piensa que
los personajes femeninos de esta obra son los que tienen más
envergadura, los que conocen bien cuál es su deseo. Es que,
según el director, Shakespeare habrá tenido zonas
de profunda misoginia pero amó plenamente a las mujeres que creó,
con su misterio o con ese empaque, como diríamos en Mendoza, que
nos hace saber que con ellas no se juega. Voluntariosas como amazonas,
estas mujeres están expuestas a hombres presuntuosos o melindrosos,
rasgos éstos que Guerberof se esforzó en acentuar en su
versión: Los hombres, en cambio apunta están
consagrados a la guerra sin demasiado éxito y creo que son fervorosamente
estúpidos. El caso es que la contienda que en la obra preparan
los franceses contra Italia no entusiasma a ninguno: los soldados
mismos sienten que no sirven para la guerra. No quiero ser un capitán
sino comer y vivir como un capitán dice uno de los personajes
analiza el director y creo que fueron estas salidas humorísticas
las que hicieron popular a su teatro porque quienes iban a verlo compartían
con esos personajes la misma forma de solucionar las necesidades básicas:
comer y lograr con ingenio que la comida no resultara demasiado costosa.
Formado por ocho actores, el elenco resuelve todas las situaciones con
unos pocos cubos y una palangana, sin siquiera recurrir a cambios de luz.
Algunos deben interpretar varios personajes, como es el caso de los excelentes
Carlos Lipsic y Horacio Acosta y la vigorosa Verónica Silva. Al
igual que en Un cuento de Invierno, no están previstas ni entradas
ni salidas: todos los personajes siguen presentes en escena creando simultáneamente
diferentes focos de atención. Es precisamente en estas elecciones
donde, según afirma el director, se basa el criterio utilizado
a la hora de apropiarse del texto clásico: ¿Cómo
hacer a Shakespeare un autor contemporáneo? se pregunta
¿con el retruécano y la frase elegante o tomando esas zonas
de profunda vitalidad, ligadas a lo precario, a la falta de escenografía,
al servicio de un teatro neurótico, donde no hay descansos ni pausas?.
No es que Guerberof descarte el preciosismo del lenguaje pero me
inclino hacia lo bestial que hay en estos textos. La expresión
del exceso, por otra parte, también está presente en el
tratamiento de la obsesión que Elena siente por Beltrán,
tiñendo todo el espectáculo. Un impulso sexual desordenado
aflora en todos los personajes que ponen en circulación un sinfín
de pellizcones, caricias y mordiscos que se regalan en todo momento. Pero
esta exhibición libidinosa no tiene que ver, según aclara
el director con la sexualidad que imponen los medios o el establishment,
sino que forma parte de la pulsión humana: en Shakespeare todo
está asentado en la vitalidad.
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