Un
día como cualquier otro
Por Susana Viau
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Una mujer con falda larga, de estricta etiqueta y largo tajo al costado,
andaba a la carrerita, con una premura reñida con la elegancia
por el perímetro de la iglesia; otra, con dos niñas rubias
vestidas de terciopelo hasta la media pierna, la igualaba segundos más
tarde en velocidad; una tercera, rubia y acompañada por un hombre
de pelo corto y canoso, contestó en inglés que era extranjera
a los cronistas que la asaltaban, pero había comprendido perfectamente
sus preguntas. Dentro, los novios, atascados. Igual que el padrino, que
la madrina y que todos los invitados que descubrían esa noche que
hay situaciones en las que el anonimato no es una garantía y para
entrar en pánico alcanza con estar. Escaparon como pudieron, embozados
en una capa o en tropel, trastabillando en la oscuridad de los caminos
del cementerio.
El enojo de los de fuera había ido subiendo gradualmente. Y Cavallo
debió haberlo percibido cuando, al cumplirse los diez años
de su invento prodigioso, la convertibilidad, cientos y cientos de pobres
rodearon la torre de Libertador donde vive para llevarle una torta amarga.
Ellos, desocupados, jubilados, desposeídos de una magnitud asombrosa,
ese día se limitaron a gritar. Si uno hubiera sido habitante de
esa torre habría sentido una honda, secreta sensación de
peligro. Y si, Dios no lo permita, uno fuera Cavallo, le hubiera dicho
a la ansiosa novia: Nena, lo dejamos para mejor oportunidad.
Pero sería pedirle mucho al ministro y, la verdad, tampoco se sabe
si habrá una ocasión más apropiada.
Fue inevitable que esas imágenes del poder económico y político
encerrado en una capillsa produjeran molestia: la del déjà
vu, con su efecto perturbador de no saber si se repite un acontecimiento
vivido o se materializa lo soñado. Sin embargo no se trataba de
un fenómeno psíquico. En todo caso, era un déjà
vu colectivo, generacional. Idéntico a las secuencias finales de
un film de Buñuel, con esos aristócratas impedidos de salir
del comedor, con esos sirvientes impedidos de entrar, con un mayordomo
que era el único capaz de comunicar a los de afuera con los de
adentro y, luego, esa misma gente encerrada en la iglesia por una fuerza
extraña que levantaba un muro invisible. Por el frente de la parroquia
pasaba un rebaño de ovejas, en el film del aragonés. Se
llamaba El ángel exterminador y en los años sesenta parecía
ficción, símbolo, alegoría o como se le diga al recurso
narrativo.
Buñuel la hubiera pasado en grande el sábado a la noche
viendo el espectáculo que se desarrollaba en la iglesia del Pilar.
El incidente no pasó a mayores, fue de un civilizado descontrol:
los de afuera eran de Aerolíneas, clases medias con una exasperación
controlada. Sin embargo, si uno fuera ministro, o banquero, o simplemente
rico, estaría forzado a fantasear qué podría ocurrir
si su coche se topa con un piquete en el Chaco, o en Salta, o en Corrientes,
o en el Camino Negro, los lugares donde la miseria golpea con dureza inaudita
y alimenta el rencor y la furia. Aunque esa no suele ser la lógica
de los dueños del Estado. ¿Acaso, como recordó mi
amiga María Ester, que siempre tiene a mano el detalle justo, Luis
XVI no escribió hoy es un día como cualquier otro
el 14 de julio de 1789?
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