Por
Luis Matías López
Desde Moscú
China
y Rusia apostaron ayer en Moscú por enterrar un pasado reciente
marcado por la rivalidad y la desconfianza e incluso la guerra, y se prometieron
amistad eterna en un tratado de amistad, cooperación y buena vecindad
sin precedentes en el último medio siglo, desde los tiempos de
Stalin y Mao Zedong. Dos líderes que han hecho bandera del pragmatismo,
Vladimir Putin y Jiang Zemin, han buscado lo que une a sus dos países
(el más extenso y el más poblado del planeta) para reforzar
una asociación estratégica que aseguran que no se dirige
contra nadie. Pero que no ocultan que es una respuesta al designio hegemónico
de Estados Unidos. Y a pesar de que el encuentro estaba agendado con mucha
anticipación, resultó potenciado al suceder inmediatamente
al primer test exitoso de un misilantimisil en la guerra de las
galaxias que es una prioridad del Pentágono de la era George
W. Bush.
Los dos presidentes suscribieron una declaración separada en la
que defienden la importancia fundamental de mantener en
su actual forma el tratado ABM antimisiles balísticos de
1972, al que califican de piedra angular de la estabilidad estratégica
y base para la reducción de armas estratégicas ofensivas.
En su opinión, cambiar o ignorar el ABM, minaría el esfuerzo
efectuado durante décadas en este campo.
Aun sin citar expresamente a Estados Unidos, estaba claro, sobre todo
después del rechazo chino y ruso al ensayo antimisil norteamericano,
que Jiang y Putin se referían a las intenciones de la Administración
de George W. Bush de desplegar un escudo antimisiles. Por si quedaba alguna
duda, la deshicieron con una mención expresa a la necesidad de
evitar que la carrera armamentística se extienda al espacio.
En una entrevista concedida al diario italiano Corriere della Sera, el
presidente ruso aseguró que no ve necesidad de que Estados Unidos
se dote de un escudo porque nadie lo amenaza.
Los países que Washington considera peligrosos, añadió,
necesitarían 20, 30 o 40 años para desarrollar un
sistema ofensivo creíble. También mostró el
presidente ruso que su irritación por la expansión de la
OTAN, que llegará pronto a las fronteras de su país, le
cala muy hondo. La Alianza, dijo, debería disolverse, igual que
hizo el Pacto de Varsovia, para dar paso a un nuevo órgano de seguridad
paneuropeo que incluya a Rusia. Sólo así podría acabar
la actual división del continente.
El tratado chino-ruso, de 20 años de vigencia, compromete a ambos
países a resolver sus diferencias por medios pacíficos,
a no utilizar el arma atómica y a incrementar las medidas de confianza,
por ejemplo mediante la reducción de efectivos militares en la
frontera común. Rusia reconoce además la soberanía
china sobre Taiwan.
Las dos partes insisten en que no se trata de una alianza militar, ni
hay cláusulas secretas, sino que supone el reflejo de una aspiración
histórica a normalizar las relaciones entre dos países que
comparten 4.000 kilómetros de frontera y que hasta ahora no han
desarrollado todo el potencial económico que eso supone. El nivel
de intercambios (8.000 millones de dólares en el año 2000)
es ridículo si se compara con los 120.000 millones del comercio
entre China y EE.UU.
El recelo está lejos de desaparecer. Los dos colosos que un día
se disputaron la hegemonía comunista mundial, llegaron a las armas
a finales de los años sesenta y sólo en tiempos de Mijail
Gorbachov comenzaron un proceso de reconciliación al que el tratado
del lunes da carta oficial. La extensa frontera común es tanto
una esperanza de cooperación como una amenaza de conflicto, sobre
todo por la desproporción entre las poblaciones a ambos lados:
15 a 1 a favor de China. La emigración ilegal china al Extremo
Oriente ruso irrita a aquella región, situada demasiado lejos
de Moscú y demasiado cerca de Pekín. En los últimos
años, se ha delimitado casi por completo la frontera común,
y los dos presidentes se mostraron el lunes convencidos de que pronto
se resolverá lo poco que queda pendiente: un 2 por ciento de la
línea de demarcación, según Putin, y problemas
menores heredados, según Jiang. Ese conflicto potencial queda
zanjado por ahora, en línea con el interés general de ambos
países, empeñados en reconstruir y modernizar su economía,
con más éxito por cierto en el caso chino que en el ruso.
A corto y mediano plazo, tanto China como Rusia están abocadas,
incluso a pesar suyo, a dar más importancia a sus relaciones con
Estados Unidos que a las mutuas, pero eso no excluye que ahora estén
ligados por un rechazo común al mapa político del planeta
que se traza desde Washington. Los dos países defienden un mundo
multipolar en el que ambos ganen un importante peso específico.
*
De El País de Madrid. Especial para Página/12.
|