Por Godfrey Hodgson
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Desde Londres
De Katharine Graham, que ayer
murió a los 84 años en Idaho por un accidente, se decía
a menudo que era una de las mujeres más poderosas de Estados Unidos.
Ella odiaba que la caracterizaran así: decía que sonaba
como si fuera una fisicoculturista, una levantadora de pesas. Sin embargo,
el peso que ejerció fue notable, como editora del Washington Post
en sus mejores días y después como presidenta de The Washington
Post Co., la empresa también dueña de la revista Newsweek
y de varias estaciones de televisión y radio.
El éxito de Katharine Harris como una de las primeras mujeres norteamericanas
en liderar una empresa fue tanto más inesperado porque la vocación
le fue impuesta recién a los 46 años y como consecuencia
de un accidente trágico. Hasta entonces, era un ama de casa rica
y sin preocupaciones, madre de cuatro hijos y esposa del editor y dueño
del Washington Post, Phil Graham. Su marido, amigo personal de John F.
Kennedy y Lyndon B. Johnson convenció al primero que aceptara
como vice al segundo, sufría de una depresión que
nunca había sido diagnosticada. Phil Graham empezó un affaire
con una muy joven reportera de Newsweek, con la que hizo un tour al mejor
estilo Lolita por los moteles del país para terminar en la convención
de Associated Press de 1963, en la que tomó el micrófono
y empezó a decir obscenidades mientras se desnudaba. Después
se arrepintió, volvió a casa, y se disparó. Su esposa
encontró el cuerpo.
Todos sus amigos le dijeron a Katharine Graham que dejara que otros dirigieran
la empresa. Ella decidió que tenía que hacerlo, por amor
a sus hijos. Fue la editora del Post durante la exitosa batalla legal
que libró aliada con el New York Times contra la administración
Nixon. La presidencia buscó inútilmente impedir la publicación
de documentos secretos sobre los orígenes de la guerra de Vietnam:
los célebres documentos del Pentágono. Y también
estuvo al frente del Post en el gran momento de triunfo: la serie de escándalos
conocidos como Watergate, sobre el espionaje del cuartel general demócrata
en Washington, que forzaron la renuncia del presidente Nixon y transformaron
para siempre al periodismo norteamericano.
Kay Graham, tal como era llamada, nació en 1917 en la era del ragtime
y en el centro social de unos Estados Unidos en plena expansión
imperial. Ella hubiera querido estudiar en la London School of Economics,
pero su padre, un rico banquero judío, insistió en que asistiera
a la Universidad de Chicago. Allí resistió todos los intentos
de jóvenes compañeros comunistas y de otras afiliaciones
izquierdistas por conquistarla, inconmovible en su fe en el sistema capitalista
que había tratado tan bien a su padre. Fue en 1940 que se casó
con Phil Graham, el futuro suicida. En los 50s el esposo de Graham había
de suceder al padre de Kay como editor del Post: el viejo Eugene Meyer
no confiaba en las mujeres.
Cuando Kay Graham heredó la empresa familiar, inmediatamente antes
del asesinato de Kennedy, era una simple ama de casa, pero ya jugaba al
tenis y cenaba con la élite política de Washington. Era
un miembro incontrovertible del Georgetown set, uno de los
círculos de poder y fortuna de la capital norteamericana. Graham
era la única mujer en las asambleas y demás reuniones de
la empresa, y entonces se dirigían a los presentes como lady
and gentlemen. Pero no le faltaban contactos que la aconsejaran:
Robert McNamara, McGeorge Bundy y las llamadas grandes ballenas
del Congreso. En Nueva York empezó a frecuentar el círculo
del escritor Truman Capote y el de Marella Agnelli, cuyo esposo era el
dueño de Fiat.
Al principio, Graham no simpatizó con la oleada de feminismo que
alcanzó niveles tempestuosos en los 70. Nunca tan tempestuosos
como precisamente en las redacciones de diarios y revistas, donde las
mujeres no sólo eran discriminadas profesionalmente, sino muchas
veces tratadas coninsensibilidad brutal por sus colegas varones. La periodista
feminista Gloria Steinem, fundadora de la revista Ms, procuró,
al principio con muy poco éxito, interesar a Graham en el movimiento.
Una influencia más fuerte resultó la de Meg Greenfield,
editorialista y luego editora de la página de editoriales en el
Post, quien se convirtió en la mayor amiga mujer de Graham. Aunque
me llevó mucho tiempo librarme de mis presuposiciones más
tempranas y más internalizadas, escribió en 1997 en
su franca y exitosa autobiografía con la que ganaría el
premio Pulitzer el año siguiente, llegué a entender
la importancia de los problemas básicos de la igualdad laboral,
de la movilidad ascendente, de la equidad en términos de salarios
y del cuidado de los hijos.
Aunque vivió toda su vida en un medio intensamente político,
generalmente era percibida, en especial por los conservadores, como una
progresista. Ella se proclamaba una típica progre con limusina.
Pero sus lealtades y posicionamientos políticos eran complejos.
Su padre y su madre eran republicanos, y su esposo, antes de transformarse
en escuchado consejero de futuros presidentes demócratas, había
votado por el republicano Dwight Eisenhower en 1952. Al principio, ella
no había sido desfavorable al presidente Nixon. Sólo cuando
su diario fue amenazado por la administración en el caso de los
documentos del Pentágono sobre Vietnam y cuando su compañía
estuvo a punto de perder derechos televisivos durante la batalla de Watergate
fue que se convirtió en la temible antagonista del presidente.
La posición que adoptó Graham no podía sorprender.
El vice de Nixon, Spiro Agnew, había singularizado al Post en el
grupo de los snobs afeminados del Este que dominaban en los
medios nacionales. Y cuando el joven periodista Carl Bernstein, futuro
premio Pulitzer con Bob Woodward por su investigación sobre Watergate,
llamó al ministro de Justicia John Mitchell, para chequear hasta
qué punto estaba involucrado en el escándalo, éste
dijo: A Katie Graham le van retorcer una teta con pinzas si publica
eso.
Durante la crisis de Watergate, Graham forjó una alianza íntima
con Ben Bradlee, un editor con fama de duro y mal hablado, que ella había
traído de Newsweek. Graham estaba totalmente identificada con la
investigación periodística del Post que derribó a
Nixon. Después, sin embargo, decepcionó a muchos formando
grandes amistades con Henry Kissinger y su esposa Nancy, y más
tarde con Ronald Reagan y su esposa Nancy. Como muchos neoconservadores,
Graham se corrió a la derecha como reacción ante las políticas
de confrontación de los 7Os. Las lealtades progres de la era del
New Deal no soportaron el enfrentamiento con los sindicatos, en la cual
los de prensa, en particular, supieron usar tácticas violentas.
En 1977, Graham integró la Comisión Brandt cuyo fin era
mejorar las relaciones mundiales Norte-Sur. Le dio mucho gusto cuando
uno de los tercermundistas que también era miembro de la Comisión
buscó un affair con ella. Graham dijo que su lema era Donde
se trabaja no se...; su admirador le respondió que el suyo
era Nunca digas nunca. Después de retirarse, y dejar
a su hijo Donald al frente del Post, viajó intensamente, y entrevistó
al Shah de Irán, a Mijail Gorbachov, a Mohammed Kadafi. Estaba
orgullosa de que Newsweek hubiera publicado, incluso, la foto que tomó
de Kadafi.
* De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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