Por Diego Fischerman
En una nota incluida en el
programa de mano, el régisseur, Alfredo Arias, explica su concepto
escénico: ...la fábula de toda su vida, con cada uno
de los escalones que Tom desciende hacia la locura, están representados
de modo fantasmagórico... Los recursos con los que construye
esta fantasmagoría son, fundamentalmente, dos. Por un lado, toda
la historia es, en realidad, la reconstrucción que hace su protagonista,
loco e internado en el manicomio. Por el otro, esta reconstrucción
aparece duplicada en escena. Todo se ve dos veces, adelante y en una especie
de caja dentro del escenario, más atrás, y, claro, las dos
versiones suelen no ser iguales. Esta distancia entre el pasado y la memoria
es el eje de una puesta brillante. La idea de la escena que se duplica
simultáneamente ya había sido utilizada en 1981 por la coreógrafa
Renate Shottelius, en la obra Paisaje de gritos y demuestra que sigue
siendo un poderosísimo medio para crear desplazamientos, ambigüedades
y multiplicidades de significados. Arias se escapa, así, tanto
de la trampa de la literalidad naturalista como de las adaptaciones extemporáneas.
The Rakes Progress, una de las obras más geniales (y en algún
sentido incomprendidas) de Igor Stravinsky volvió al escenario
del Colón después de 24 años. La puesta de Arias,
junto con la brillante dirección de Stefan Lano, un rendimiento
orquestal y coral de gran nivel y un elenco ideal, conformaron uno de
los puntos más altos en una temporada del Colón que ya contabiliza
varios en su haber. Completada en 1951, esta ópera que inventa
el posmodernismo y que, desde una perspectiva casi cubista, descoloca
permanentemente resabios de lenguajes pasados (una cadencia mozartiana
puesta en una función no cadencial, un adorno belcantista colocado
donde jamás se esperaría encontrarlo) vuelve a contar, en
algún sentido, la historia del soldado, esa composición
de 1918 en la que Stravinsky, basado en un cuento popular ruso, narraba
la pérdida del alma (el violín) a cambio de riquezas.
Con un esquema similar, aquí Tom Rakewell (buen libertino) deja
a su amada Anne Trulove (amor verdadero) para seguir la vida fácil
que propone Nick Shadow (sombra). Una máquina que convierte las
piedras en pan, con la que intentará redimirse, lo hará
perder su fortuna. Shadow querrá cobrar la deuda y reclamará,
como no podía ser de otra manera, el alma de Tom. Pero el diablo
es el diablo y sus debilidades resultan más fuerte que sus propios
intereses: apuesta con Tom y pierde. No puedo matarte, pero puedo
convertir tu vida en un tormento, dice Shadow, al tiempo que lo
maldice con la locura. El manicomio de Bethlehem (Bedlam en la lengua
coloquial) resulta un tópico fundamental del folklore londinense
y el protagonista de The Rakes Progress queda convertido en uno
de los personajes más populares de la canción inglesa, Tom
de Bedlam. Deborah York fue una Anne conmovedora y de voz maravillosa,
sobre todo en el registro agudo, Victoria Livengood como la mujer barbuda
estuvo extraordinaria, al igual que los fantásticos Paul Groves
(Tom) y Samuel Ramey (Shadow) que estuvieron bien secundados por Eduardo
Ayas, Alejandra Malvino y Ricardo Yost. La iluminación colaboró
con la concepción onírica de Arias que se diluyó,
tan sólo, en los momentos que incluyeron ballet. Víctimas
del horror al vacío, las omnipresentes evoluciones de locos y prostitutas
entorpecieron la contundencia musical y escénica.
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