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Un elenco ideal y una puesta de
gran nivel para una obra maestra

Stravinsky completó �The Rake�s Progress� en 1951. No se representaba en Buenos Aires desde 1977. En esta versión, las voces y la dirección colaboran para lograr un acontecimiento.

Samuel Ramey como Shadow y Paul Groves como Tom logran interpretaciones memorables.

Por Diego Fischerman

En una nota incluida en el programa de mano, el régisseur, Alfredo Arias, explica su concepto escénico: “...la fábula de toda su vida, con cada uno de los escalones que Tom desciende hacia la locura, están representados de modo fantasmagórico...” Los recursos con los que construye esta fantasmagoría son, fundamentalmente, dos. Por un lado, toda la historia es, en realidad, la reconstrucción que hace su protagonista, loco e internado en el manicomio. Por el otro, esta reconstrucción aparece duplicada en escena. Todo se ve dos veces, adelante y en una especie de caja dentro del escenario, más atrás, y, claro, las dos versiones suelen no ser iguales. Esta distancia entre el pasado y la memoria es el eje de una puesta brillante. La idea de la escena que se duplica simultáneamente ya había sido utilizada en 1981 por la coreógrafa Renate Shottelius, en la obra Paisaje de gritos y demuestra que sigue siendo un poderosísimo medio para crear desplazamientos, ambigüedades y multiplicidades de significados. Arias se escapa, así, tanto de la trampa de la literalidad naturalista como de las adaptaciones extemporáneas.
The Rake’s Progress, una de las obras más geniales (y en algún sentido incomprendidas) de Igor Stravinsky volvió al escenario del Colón después de 24 años. La puesta de Arias, junto con la brillante dirección de Stefan Lano, un rendimiento orquestal y coral de gran nivel y un elenco ideal, conformaron uno de los puntos más altos en una temporada del Colón que ya contabiliza varios en su haber. Completada en 1951, esta ópera que inventa el posmodernismo y que, desde una perspectiva casi cubista, descoloca permanentemente resabios de lenguajes pasados (una cadencia mozartiana puesta en una función no cadencial, un adorno belcantista colocado donde jamás se esperaría encontrarlo) vuelve a contar, en algún sentido, la historia del soldado, esa composición de 1918 en la que Stravinsky, basado en un cuento popular ruso, narraba la pérdida del alma (el violín) a cambio de riquezas.
Con un esquema similar, aquí Tom Rakewell (buen libertino) deja a su amada Anne Trulove (amor verdadero) para seguir la vida fácil que propone Nick Shadow (sombra). Una máquina que convierte las piedras en pan, con la que intentará redimirse, lo hará perder su fortuna. Shadow querrá cobrar la deuda y reclamará, como no podía ser de otra manera, el alma de Tom. Pero el diablo es el diablo y sus debilidades resultan más fuerte que sus propios intereses: apuesta con Tom y pierde. “No puedo matarte, pero puedo convertir tu vida en un tormento”, dice Shadow, al tiempo que lo maldice con la locura. El manicomio de Bethlehem (Bedlam en la lengua coloquial) resulta un tópico fundamental del folklore londinense y el protagonista de The Rake’s Progress queda convertido en uno de los personajes más populares de la canción inglesa, “Tom de Bedlam”. Deborah York fue una Anne conmovedora y de voz maravillosa, sobre todo en el registro agudo, Victoria Livengood como la mujer barbuda estuvo extraordinaria, al igual que los fantásticos Paul Groves (Tom) y Samuel Ramey (Shadow) que estuvieron bien secundados por Eduardo Ayas, Alejandra Malvino y Ricardo Yost. La iluminación colaboró con la concepción onírica de Arias que se diluyó, tan sólo, en los momentos que incluyeron ballet. Víctimas del horror al vacío, las omnipresentes evoluciones de locos y prostitutas entorpecieron la contundencia musical y escénica.

 

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