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“LA NONA”, EN VERSION MUSICAL
La debacle cantada

La obra de Roberto Cossa, con
una abuela que no deja de comer
en una casa de la clase media en
decadencia, tiene una vigencia muy
llamativa, pese a que su contexto
era el país de los años de plomo.

La obra de Tito Cossa se
convirtió en mítica durante la dictadura.
En la versión 2001 todos cantan menos la vieja, que no para de comer.

Por Hilda Cabrera

Ni la boca ni el estómago de la Nona ideada por el dramaturgo Roberto Cossa resultan normales. La señora puede “engullir” a toda una familia, incluido el novio que le busca y encuentra su nieto Chicho, el haragán que se dice artista y urde disparates de toda especie tratando de extraer partido de esta “nonita” centenaria y equilibrar así los gastos alimentarios. Vestida invariablemente de negro, a la usanza de las campesinas mediterráneas de otro tiempo, la anciana que protagoniza con sorprendente sobriedad el excelente Hugo Arana está entre esos personajes que posibilitan gran número de lecturas, todas diferentes. La variedad de significados metafóricos que se le atribuyeron desde su primera aparición en escena (La Nona fue estrenada el 12 de agosto de 1977, en el Teatro Lasalle) y los que fue acumulando luego con las versiones de la obra montadas en varios países europeos, en Estados Unidos e Israel, entre otros sitios, y los estrenos en casi toda América latina y algunas ciudades africanas, resultan abrumadores si se contrasta este fenómeno con el carácter doméstico de la historia que cuenta: la ruina de una anónima familia ítalo-porteña de clase media.
En esta versión, con agregados y cortes a cargo del dramaturgo Eduardo Rovner (Volvió una noche, Compañía, Cuarteto, Tinieblas de un escritor enamorado, La mosca blanca y otras piezas), la Nona sigue imperturbable, ajena a los conflictos que desata, ocupada únicamente de proveerse comida. Obsesión que agrava aún más la estrecha situación económica que padece la familia de Carmelo Spadone. Reescrita de modo de no quebrar la energía narrativa del texto original, su humor negro y grotesco, esta versión muestra a un elenco bien dispuesto, creativo en cada uno de sus roles y con un trabajo destacado de Claudia Lapacó (María, en la ficción) en lo vocal y actoral. La puesta de Claudio Hochman (el mismo de las elogiadas versiones de Cyrano y La Tempestad, de Las alegres comadres de Windsor, Hazme un sitio, El collar de Perlita y El señor Puntila y su criado Matti, todavía en cartel) apunta sin embargo a aligerar la anécdota a través de algunas canciones de tono festivo o intimista. El contrapunto a esta opción es el toque surreal, casi fantasmagórico, que le imprime al espectáculo a través de la monumental escenografía diseñada por Alberto Negrín. Fuera de éstos y otros detalles, el personaje en torno del cual gira la historia es el mismo. La Nona no varía su comportamiento. Se mantiene indiferente ante los descalabros que ocasiona, pero expeditiva cuando se trata de volcar una situación a su favor.
Su peculiar despotismo toma aquí la forma de una intromisión perturbadora, pero sugiere además que aquello que empuja a los otros personajes a la decadencia parte de ellos mismos. Un ejemplo de disolución es la negación sistemática de aquéllos respecto de sus fracasos. Asunto por otra parte colocado en primer plano a través de canciones que mezclanlamentos y confesiones. Otro punto a advertir es la premura con que atienden los reclamos de la abuela: anulados en su capacidad de reacción, preparan sin saberlo el terreno para su disolución, permitiendo que esa Nona, que abandona y retorna a su habitación sólo para comer, a la manera de un animal de madriguera, socave los pilares sobre los que se asienta la clase social a la que pertenecen. Como han observado algunos estudiosos de esta obra, éstos son esencialmente los de la unidad familiar y el trabajo, simbolizados aquí por María y su esposo Carmelo, el esforzado puestero, verdulero y después florista, que compone Juan Carlos Puppo.
El sonido que produce la Nona cuando masca es ya presagio de derrumbe. La casa se irá vaciando con cada tragedia, prenunciada por el batir de unas enormes alas. Esto no implica que no haya un tiempo para la comicidad, potenciada en el primer acto, en el que se enlazan con deliberada ingenuidad torpezas, astucias y anhelos malogrados. En este montaje, unos pocos apuntes psicológicos contrarrestan la fuerza de lo trágico. Un resultado similar se obtiene con las canciones. Estos híbridos musicales de tono popular-tradicional o cercanos al pop difuminan los contenidos dramáticos y patéticos. A esto apunta quizá la marcación revisteril que se le impone en algunos tramos al quiosquero Don Francisco, y muy especialmente en la escena del encuentro de éste con Martita, quien asume por momentos actitudes de vedette. La arriesgada iniciativa del compositor, instrumentista, arreglador y humorista Ernesto Acher (ex integrante de la recordada jazzband La Banda Elástica) de convertir a La Nona en musical no implica –según los resultados– reinventar un universo demasiado diferente del creado por Cossa. Sí en cambio imprimirle a este montaje, cuya dirección musical está a cargo de Gerardo Gardelín (tarea que desempeñó en Broadway Follies, Arráncame la vida y otros), una sobrecarga de estilos musicales, entre los cuales el toque pop y las vaguedades de algunas letras suenan incompatibles con la singularidad de esta obra, un registro de vidas tragicómicas, de las cuales la indestructible Nona es una extensión inevitable.

 

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