Por Hilda Cabrera
Ni la boca ni el estómago
de la Nona ideada por el dramaturgo Roberto Cossa resultan normales. La
señora puede engullir a toda una familia, incluido
el novio que le busca y encuentra su nieto Chicho, el haragán que
se dice artista y urde disparates de toda especie tratando de extraer
partido de esta nonita centenaria y equilibrar así
los gastos alimentarios. Vestida invariablemente de negro, a la usanza
de las campesinas mediterráneas de otro tiempo, la anciana que
protagoniza con sorprendente sobriedad el excelente Hugo Arana está
entre esos personajes que posibilitan gran número de lecturas,
todas diferentes. La variedad de significados metafóricos que se
le atribuyeron desde su primera aparición en escena (La Nona fue
estrenada el 12 de agosto de 1977, en el Teatro Lasalle) y los que fue
acumulando luego con las versiones de la obra montadas en varios países
europeos, en Estados Unidos e Israel, entre otros sitios, y los estrenos
en casi toda América latina y algunas ciudades africanas, resultan
abrumadores si se contrasta este fenómeno con el carácter
doméstico de la historia que cuenta: la ruina de una anónima
familia ítalo-porteña de clase media.
En esta versión, con agregados y cortes a cargo del dramaturgo
Eduardo Rovner (Volvió una noche, Compañía, Cuarteto,
Tinieblas de un escritor enamorado, La mosca blanca y otras piezas), la
Nona sigue imperturbable, ajena a los conflictos que desata, ocupada únicamente
de proveerse comida. Obsesión que agrava aún más
la estrecha situación económica que padece la familia de
Carmelo Spadone. Reescrita de modo de no quebrar la energía narrativa
del texto original, su humor negro y grotesco, esta versión muestra
a un elenco bien dispuesto, creativo en cada uno de sus roles y con un
trabajo destacado de Claudia Lapacó (María, en la ficción)
en lo vocal y actoral. La puesta de Claudio Hochman (el mismo de las elogiadas
versiones de Cyrano y La Tempestad, de Las alegres comadres de Windsor,
Hazme un sitio, El collar de Perlita y El señor Puntila y su criado
Matti, todavía en cartel) apunta sin embargo a aligerar la anécdota
a través de algunas canciones de tono festivo o intimista. El contrapunto
a esta opción es el toque surreal, casi fantasmagórico,
que le imprime al espectáculo a través de la monumental
escenografía diseñada por Alberto Negrín. Fuera de
éstos y otros detalles, el personaje en torno del cual gira la
historia es el mismo. La Nona no varía su comportamiento. Se mantiene
indiferente ante los descalabros que ocasiona, pero expeditiva cuando
se trata de volcar una situación a su favor.
Su peculiar despotismo toma aquí la forma de una intromisión
perturbadora, pero sugiere además que aquello que empuja a los
otros personajes a la decadencia parte de ellos mismos. Un ejemplo de
disolución es la negación sistemática de aquéllos
respecto de sus fracasos. Asunto por otra parte colocado en primer plano
a través de canciones que mezclanlamentos y confesiones. Otro punto
a advertir es la premura con que atienden los reclamos de la abuela: anulados
en su capacidad de reacción, preparan sin saberlo el terreno para
su disolución, permitiendo que esa Nona, que abandona y retorna
a su habitación sólo para comer, a la manera de un animal
de madriguera, socave los pilares sobre los que se asienta la clase social
a la que pertenecen. Como han observado algunos estudiosos de esta obra,
éstos son esencialmente los de la unidad familiar y el trabajo,
simbolizados aquí por María y su esposo Carmelo, el esforzado
puestero, verdulero y después florista, que compone Juan Carlos
Puppo.
El sonido que produce la Nona cuando masca es ya presagio de derrumbe.
La casa se irá vaciando con cada tragedia, prenunciada por el batir
de unas enormes alas. Esto no implica que no haya un tiempo para la comicidad,
potenciada en el primer acto, en el que se enlazan con deliberada ingenuidad
torpezas, astucias y anhelos malogrados. En este montaje, unos pocos apuntes
psicológicos contrarrestan la fuerza de lo trágico. Un resultado
similar se obtiene con las canciones. Estos híbridos musicales
de tono popular-tradicional o cercanos al pop difuminan los contenidos
dramáticos y patéticos. A esto apunta quizá la marcación
revisteril que se le impone en algunos tramos al quiosquero Don Francisco,
y muy especialmente en la escena del encuentro de éste con Martita,
quien asume por momentos actitudes de vedette. La arriesgada iniciativa
del compositor, instrumentista, arreglador y humorista Ernesto Acher (ex
integrante de la recordada jazzband La Banda Elástica) de convertir
a La Nona en musical no implica según los resultados
reinventar un universo demasiado diferente del creado por Cossa. Sí
en cambio imprimirle a este montaje, cuya dirección musical está
a cargo de Gerardo Gardelín (tarea que desempeñó
en Broadway Follies, Arráncame la vida y otros), una sobrecarga
de estilos musicales, entre los cuales el toque pop y las vaguedades de
algunas letras suenan incompatibles con la singularidad de esta obra,
un registro de vidas tragicómicas, de las cuales la indestructible
Nona es una extensión inevitable.
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