CONSENTIMIENTOS
El gobierno nacional, y con él la mayor parte del sistema
político-institucional, pasa por graves apuros. No es para
menos, ya que las múltiples crisis (económica, financiera,
política, social y cultural) se han combinado para llegar
a un punto crítico de máximo agobio. Nada parece suficiente
para frenar la decadencia sin rumbo ni avanzan las diversas iniciativas
para salir de la postración porque se marchitan antes de
pasar las pruebas de la práctica. La mayor parte de los responsables
de las decisiones giran sobre sí mismos, igual que el perro
tratando de morderse la cola, en vanos desgastes de energía.
Desde la derecha a la izquierda, los pronósticos están
saturados de presagios alarmistas, cada uno encerrado en las propias
verdades absolutas y únicas que exhibe o improvisa
con la dogmática convicción de profetas iluminados.
La administración central del Estado encabeza el lote de
los augures pesimistas, porque en la búsqueda de aplanar
las opiniones disidentes advierte a todos que si no siguen las huellas
oficiales el país entero se hundirá en el abismo,
repitiendo el misterio de la Atlántida.
La opinión mayoritaria coincide en la conclusión:
así no se puede seguir más. A falta de
otros plebiscitos, la maciza adhesión a la huelga del jueves
pasado sirve de prueba contundente acerca de la insatisfacción
popular por los resultados de las gestiones gubernamentales en la
nación y en las provincias. No es para menos, si las economías
familiares son golpeadas una y otra vez por el desempleo que crece
y la pobreza que se extiende como una mancha de aceite envenenado.
Hasta el sentido común se rebela contra la injusticia generalizada,
exacerbada además por la persistencia de la teoría
del derrame, según la cual si los ricos son más
ricos al final gotearán prosperidad sobre el resto de la
pirámide en la que están sentados. No obstante la
inexistencia de alguna evidencia empírica que respalde esa
especulación, el mensaje oficial a la sociedad es la repetida
demanda de sacrificios, a los que se les cambia el nombre pero que
tienen como destinatarios siempre a los mismos sectores, del medio
de la pirámide para abajo.
Sin hacer caso de la experiencia realizada con el ahorro
diseñado por Ricardo López M., eyectado del gabinete
nacional por el malhumor social antes de poner en práctica
sus teorías, el Gobierno insiste en golpearse la cabeza contra
la pared. En lugar de buscar opciones que se acomoden a los reclamos
sociales, insiste en aislarse cada vez más, generando dudas
incluso acerca de sus energías para completar el mandato
cuando ni siquiera cumplió la mitad del mismo. Descarta,
con necedad incomprensible, la chance de dotar de un subsidio generalizado
al desempleo, en lugar de dispersar los recursos disponibles para
la asistencia social en innumerables programas que son motivo de
reiteradas confrontaciones de todo tipo y que, en general, sirven
apenas de instrumentos transitorios para convertir a los ciudadanos
en clientes de la política o, lo que es peor, para distribuir
favores partidarios. Los piquetes son el resultado directo de esa
incapacidad para hacerse cargo de las necesidades más urgentes
de un tercio de la población total.
¿Qué podía esperar si en lugar de bálsamo
echa sal en las heridas sociales? Fragmentado, débil, sin
confianza popular, en vez de asumir las crisis en su totalidad,
mete la mano sin permiso en las escuálidas economías
caseras de los jubilados, símbolos de la injusticia social
equivalente a las masas de desocupados abandonados a su propia suerte.
Obsesionado por el poder de los mercados, o sea por
los intereses de los sectores financieros que tienen el control
de la economía, piensa que los problemas nacionales pueden
resolverse si garantiza, a rajatablas, el pago de la
deuda pública, mientras acumula deuda social a niveles agraviantes
para la dignidad humana y para el orgullo nacional. Así vuelveuna
y otra vez sobre sus propios pasos, con argumentos del comienzo
de su gestión, pero diecinueve meses más tarde.
Domingo Cavallo, igual que antes lo hicieron José Luis Machinea
y López M., descubrió que el déficit fiscal
es el padre de todos los males y, como si fuera una revelación,
explicó que nadie puede gastar más de lo que gana.
Esa obviedad, que la conocen hasta los chicos de la primaria, la
quiso pasar como si fuera la piedra basal de la arquitectura de
reactivación que terminará con la depresión
económica generalizada. Trata de disuadir al país
con el mismo ímpetu que hace cuatro meses Fernando de la
Rúa y Cavallo anunciaban el próximo final de la recesión
con inminentes saltos de crecimiento para el último semestre,
después trimestre y ahora ni mensual. Más aún:
enarbolan el gallardete del déficit cero pero
tampoco pueden precisar el monto del ahorro necesario. Hablan de
1500 millones o acaso de 2300 y, a lo mejor de más cantidad,
para terminar el año con 6500 millones en rojo, cifra que
en las matemáticas oficiales equivale a cero porque ése
es el límite tolerado por el Fondo Monetario Internacional
(FMI).
Es evidente que los acreedores de la deuda pública quieren
cobrar en término, con la máxima rentabilidad y que,
para lograrlo, están dispuestos a utilizar todos los recursos
que tienen a mano, hasta el chantaje liso y llano. No significa
que, por eso, haya que matar viejos como en La guerra del cerdo
de Bioy Casares o que deban ser satisfechos a cualquier costo. Mucho
menos con el hambre de millones, que hoy representan al 39 por ciento
de la población y en un par de años vaya a saber cuántos
serán necesarios para calmar la voracidad del Moloch financiero.
Entre pagar a ese precio y no pagar, exponiéndose a las represalias,
hay una gama de matices, entre ellas, para responder con otra obviedad,
la reprogramación de las obligaciones como sucede en cualquier
relación de deuda en que una de las partes no puede cumplir
con los términos originales. En el ejemplo doméstico,
el acreedor puede elegir entre no cobrar o negociar nuevas condiciones,
asegurándose de paso que el deudor aumente sus ingresos.
En el caso del país, el ahorro forzado es equivalente,
y tan inútil, a que el deudor del ejemplo dejara de trabajar
para guardarse el gasto diario de transporte. Aun los menos especializados
en economía saben que la verdadera garantía de un
país es la capacidad de mejorar su capacidad productiva y
fortalecer el mercado interno alentando el consumo masivo. Así
lo hicieron Suecia e Irlanda, citados como referencias válidas
en estos días. Con ese propósito, los gobiernos de
ambos países comprometieron el previo respaldo de los partidos
políticos, de los gremios y empresarios y de otras representaciones
sociales. El Gobierno no asegura ni una ni otra condición
con la política y el método elegidos para salvar las
dificultades de la coyuntura. Por un lado, paraliza el frente productivo
y deprime el consumo y, por el otro, recurre al Congreso después
de anunciar sus decisiones. Como era de esperar, el mecanismo de
ordeno y mando, ajeno al consenso democrático, lo obligó
a negociar con propios y adversarios y cualquiera sea el resultado,
mientras no corresponda al proyecto original, podrá percibirse
como otra derrota y los más probable es que sea tan inestable
como los ajustes anteriores. Inestable y también ineficaz
para aliviar a los necesitados, porque en realidad lo que ya no
funciona es la dinámica del ajuste perpetuo.
Por esa vía, la base de apoyo del Gobierno seguirá
desmoronándose, empezando por sus flancos más controvertidos,
como el Frepaso, cuyo bloque de diputados ayer no pudo ponerse de
acuerdo en una posición unánime y sus miembros fueron
autorizados a votar según la conciencia de cada uno. Los
radicales han sido más componedores, a pesar de algunas resistencias
internas contra el ajuste concebido por Cavallo, en parte porque
temen que si retiran el apoyo el Gobierno quede colgado del pincel
y, también, porque no quieren dejar espacio para una nueva
alianza en el PoderEjecutivo formada por De la Rúa, Cavallo
y los gobernadores peronistas. Esta posibilidad sería un
rejuntado de debilidades, porque el ministro de Economía
regresó a ser minoría en la consideración popular
y los mandatarios provinciales están obligados a compartir
la suerte del gobierno nacional debido a sus propias dificultades.
Es el caso de Carlos Ruckauf en la provincia de Buenos Aires, que
necesita el apoyo legislativo de radicales y frepasistas, después
que el Supremo Tribunal bonaerense le cerró el camino al
decretazo, para darle luz verde a su programa de emisión
de bonos, moneda artificial, para pagar salarios y proveedores del
Estado.
Habrá que ver todavía si los tribunales dejan pasar
los recortes salariales, que violan derechos adquiridos, y si los
fondos de inversión, como las AFJP, y los bancos aceptan
poner su contribución a la consigna del déficit
cero, sin más compensaciones que las que recibirán
los jubilados y los salarios recortados, es decir ninguna. En medio
de estos vaivenes que llevan al país a los tumbos, a fin
de trasegar agua a su propio molino, el menemismo ha lanzado una
campaña que propone una tregua de cien días, con suspensión
de los comicios de octubre, al final de los cuales si no hay indicios
firmes de reactivación económica el Gobierno tendría
que convocar a elecciones presidenciales anticipadas. Por su lado,
los otros conservadores siguen explotando el miedo al futuro, que
puede volver fascista a un liberal, con una mano en la caja recaudadora
y un garrote en la otra. Entre la debilidad y la prepotencia de
las cúpulas, el movimiento popular tendrá que extremar
las precauciones para no ser empujado de la sartén al fuego
por los discursos demagógicos que quieren explotar su hartazgo
de tanta injusticia o por los que prometen el abismo si no declinan
la voluntad de resistencia. También la caída de Isabel
Martínez, en su momento, alegró a muchos que ya no
soportaban esa mediocridad reaccionaria, pero que hoy lamentan las
malditas consecuencias por aquel consentimiento que todavía
atormenta a la conciencia nacional.
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