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LA NUEVA CLASE DE PROFESIONALES SUBOCUPADOS QUE CREO LA RECESION
Cazadores del trabajo perdido

Arquitectos, psicólogos, ingenieros y otros profesionales en estado de emergencia. Pierden todo, menos las ganas de trabajar en lo suyo.

Buscar trabajo ya puede ser más una forma de pasar el tiempo que la posibilidad de conseguirlo.

Por Marta Dillon

Sandra se ríe del cálculo que define la subdesocupación: es la manera que encuentra de defenderse de una realidad que hizo estallar la pompa de aquel sueño que decía que tener un título universitario era un capital asegurado de por vida. “¿Si trabajo menos de 35 horas semanales? Si llego a pasar las diez sentiría que está empezando la reactivación”, ironiza. Un subocupado es justamente eso, alguien que quisiera trabajar más de 35 horas semanales y no tiene la oportunidad. Es el caso de Sandra, una psicóloga que hace 15 años que ejerce su profesión. Y el de Eduardo, arquitecto, especialista en grandes obras. Y el de Facundo, ingeniero civil, especializado más tarde en sistemas de computación. Profesionales que cuando eligieron sus carreras no sabían que serían de las más golpeadas por esta prolongada recesión que está borrando los límites de lo que alguna vez se consideró también un invento argentino: la clase media.
“Problemas de empleo” es la frase que se utiliza para definir lo que padece el 31 por ciento de la población activa. Más de la mitad de ese porcentaje no tiene trabajo, el resto tiene poco, inestable, con largos períodos en blanco en los que la imaginación se fuerza por buscar algo más. Muchos son profesionales que alguna vez soñaron con un progreso acorde a la experiencia que da el tiempo y que hoy se encuentran diseñando alguna estrategia que convenza a potenciales clientes o pacientes que a pesar de la crisis todavía es posible contratar sus servicios.

Hiperactividad y oferta cultural

Según las últimas estadísticas del INdEC, arquitectos y psicólogos son las profesiones más deprimidas. Eduardo Baró, arquitecto, maneja estas cifras, sabe de qué se trata eso de tener en la semana más tiempo libre del que quisiera. A los 49 años y tras haber dirigido obras de gran envergadura -hoteles internacionales, varios de los principales shoppings de la Capital Federal– le cuesta entender el trabajo sin la hiperactividad que lo definió a largo de su carrera. “No sólo me siento incluido en las cifras, me dan vértigo. Porque soy consciente que detrás de ellas están también los nombres de mis clientes, de mis amigos, y así se imprime con más fuerza el mío. La paradoja es que los servicios no dejan de necesitarse, se necesita construir viviendas, pero los arquitectos y constructores estamos desocupados. Esa es la paradoja.”
Después de 22 años de constancia, Baró se desvinculó del estudio en el que estaba asociado. Llegaron a un arreglo debido a la falta de trabajo que redujo al grupo a un fantasma de lo que fue. Desde hace poco más de un año su vida cotidiana está atada a los vaivenes de la economía. “Todo lo relacionado con la construcción es muy sensible a cierto clima general, la inseguridad sobre lo que puede pasar hace que nadie se anime a meter plata en ladrillos.” Pedalear en el aire, es la imagen que elige para describir las infinitas dilaciones de obras que se proyectan pero no se concretan y que lo llevan, de tarde en tarde, a recorrer centros culturales en busca de alguna actividad que aunque no sea remunerativa tampoco le implique gastos y sobre todo diluya esa sensación de tiempo inútil. “Elijo seguir formándome, hago distintos cursos de actualización y aprovecho una oferta cultural que antes desconocía”. En el último año Eduardo perdió el auto y no lo volvió a comprar, olvidó de qué se trataban las vacaciones, recortó su vida social al mínimo y sus dos hijos adolescentes colgaron sus uniformes de colegios o universidades privadas.

El título en el ropero

Cómoda en su cocina, Mabel Pérez apenas recuerda dónde está su diploma de psicóloga. Es una de las profesionales que debió resignar sus aspiraciones en busca de una manera efectiva de sostener a su familia de dos hijos, una de catorce y otro de cuatro. Durante algún tiempo siguió el camino de las pasantías, trabajos meritorios, prácticas, o la atención en instituciones con aranceles ínfimos. Se trataba para ella de “pagar el derecho de piso”.Pero tanta siembra no dio cosecha. La habitación de su amplia casa en La Boca que había destinado a la atención de pacientes ahora está alquilada, no tenía sentido un consultorio para pacientes que no podían pagar porque iban ingresando en ese agujero negro que significa la desocupación.
Desde que enviudó, hace tres años, se dedica a la gastronomía, fue una elección empujada por las circunstancias que ahora le permite cierto equilibrio que excede lo económico. Cocina en su casa y sale a distribuir los pedidos en bicicleta. Ya son dos las habitaciones que alquila y a esta altura, su nostalgia por ejercitar eso que aprendió en la facultad se traduce en una moderada expectativa por el trabajo social. Ya no sueña con vivir de su profesión, el sustento diario surge de los alquileres y la comida aunque enfermarse es un riesgo que no puede correr. Ahora está buscando el lugar adecuado para ejercer ad honorem y trabajar con mujeres víctimas de violencia.

Estimular la imaginación

Como muchos de los consultados, Camila elige un nombre de ficción. Para conseguir trabajo la mejor carta de presentación es tenerlo, y por eso no quiere que sus posibles clientes conozcan sus dificultades. Es arquitecta, tiene 37 años y durante casi 15, desde que egresó de la facultad, trabajó en distintos estudios. Lo paradójico es que la intención inicial cuando dejó su trabajo en relación de dependencia fue crecer. “Pero a poco de independizarme casi tengo que cerrar mi estudio. Paso largos períodos en los que no tengo nada, ahora tomo trabajos que antes creía que no valían la pena, refacciones de 200 pesos o menos. Todo sirve.”
Camila tiene dos hijas de tres y siete años, una deuda con distintos amigos que se lleva el 30 por ciento de sus ingresos y una sensación de que “quejarse porque ya no podés contratar una señora para cuidar a las nenas, porque en lugar de ir al gimnasio tengo que salir a correr, porque tenés que ahorrar en tinta y en papel de planos, es ridículo cuando hay gente que la pasa tanto peor”. Pero el fantasma de seguir descendiendo por la pendiente de la crisis es como un aliento negro sobre la nuca. “Yo no claudico, la opción es irse del país y no quiero. Por eso empecé a hacer cosas, como buscar créditos para mis clientes, convencerlos de que pueden hacer tal o cual obra aunque sea en parte, ir a buscar lotes a los remates, hasta pelearme con esa mafia. Pero si no hago eso no tengo trabajo.” Nunca como este año estuvo tan pendiente de las noticias sobre todo de las económicas. “Pero creo que cada vez entiendo menos lo que leo. Entiendo que todo se mueve un 40 por ciento menos, que el mismo cliente que me pidió proyectar dos estudios de grabación ahora se decide a hacer uno sólo. El que quería reciclar su casa ahora se conforma con el baño.”

Vivir paranoico

Para la mayoría de los psicólogos, la definición de subocupación es insuficiente. Quienes pueden considerar que trabajan mucho lo hacen aproximadamente 35 horas semanales. Los que se consideran subocupados están muy por debajo de esa suma horaria. “Si supiera lo que hay que hacer para vivir de esto lo estaría haciendo, pero te puedo asegurar que de mi camada, quienes nos recibimos entre siete y quince años atrás, la gran mayoría nos la pasamos haciendo prácticas en hospitales, acompañamientos terapéuticos, etc, etc. Vivir del consultorio es la excepción.” Sandra considera que la ecuación de experiencia y reconocimiento en su especialidad –ella no dice su verdadero nombre y prefiere que su especialidad no sea definida más que como relacionada a la maternidad– ameritaría cobrar por una sesión 50 pesos. “Pero ni siquiera me animo a decir esa cifra, mis pacientes o se quedan sin trabajo o viven paranoicos por la posibilidad de perderlo. Yo planteo entre 35 y 40 pesos. Me terminan pagando entre 20 y 25.”
Sandra cree que entrar en una prepaga u otra institución del estilo sería una buena opción, ahora “imposible”. Aun cuando hay ciertaslimitaciones para ejercer en esos ámbitos, es lo que más se parece a un empleo estable, algo que le permitiría tener vacaciones pagas. Algo que nunca conoció. “Si mis pacientes quieren trabajo todo el año, antes con mi marido alquilábamos alguna quinta chica para que los chicos tuvieran algo de verde mientras yo seguía atendiendo.” Este año el recorte de salidas, comidas, celulares y autos, alcanzó también las vacaciones en la quinta.

De superhéroe a bohemio

Eduardo Baró cree que no es trabajo y una situación económica estable lo único que perdió en el último año. Lo que más le duele es haber perdido ese brillo que él detectaba en la mirada de sus hijos cuando los llevaba a recorrer esas obras que él dirigía y después se convertían en mitos urbanos. “Yo me sentía un poco superhéroe llevándolos con el casco puesto hasta un piso 27 para mirar el mundo desde allí y ahora estoy tan deslucido que creo que mi hija eligió Bellas Artes en lugar de arquitectura porque no ve ninguna ventaja en mi carrera y yo no tengo argumentos para contradecirla.”
Algo similar le sucedió a Facundo, ingeniero en computación, expulsado de una oficina en un piso 30 a un cuarto de su casa donde se transformó en cuentapropista con dificultades para cobrar por sus servicios. La falta de trabajo, la presencia sostenida en los ámbitos domésticos por los que antes se pasaba fugazmente, el recorte en esas cosas que definían la pertenencia a determinado grupo social son la constante entre esos profesionales que se reconocen subocupados y que sin embargo siguen sintiéndose privilegiados. Cada vez desarrollan músculos más fuertes para no soltar esa soga que los mantiene colgados del mercado laboral, aun con problemas de empleo.

 

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