El altímetro marca 13
mil pies (algo más de 4 mil metros) y, después de casi 15
minutos de vuelo en el Queen Air, llegó el momento: el pequeño
avión, que tiene capacidad para doce personas, disminuye la velocidad
y la plancha de plástico que hace de puerta se abre. Abajo, el
campo aparece como una alfombra cuadriculada. Buen salto,
alientan los que todavía están adentro y Fernando de la
Rúa y Domingo Cavallo, con sus paracaídas al hombro, se
aprestan al gran salto al vacío, seguidos de cerca por Página/12,
que no quiere perderse la sensación de caer a 200 kilómetros
por hora acompañado por tan renombrados dirigentes.
Claro, no eran realmente ellos: se trataba apenas de sus máscaras
en las caras de unas singulares personas que tienen como hobby tirarse
desde 4 kilómetros de altura, hacer piruetas en el aire, caer,
comentar el salto y volver a subirse al avión.
La caída libre es a 200 kilómetros por hora, pero increíblemente
no hay sensación de caer. Es casi como nadar en el aire. ¿Cómo
volar tal vez? El viento penetra todos los poros del cuerpo y golpea contra
la cara y la moldea a su antojo, como si fuera de plastilina. El mundo
gira a gran velocidad; la respiración se dificulta y los oídos
crujen. Todo es pura adrenalina. Los ojos se abren hasta doler intentando
captar alguna imagen entre el cúmulo de sensaciones. Casi un minuto
que parecen horas hasta que, finalmente, el paracaídas se abre
y ahí todo es flotar, suspenderse en la altura.
A menos de una hora de Buenos Aires, hay un corredor directo al cielo.
Fly Ranch es un centro de paracaidismo, ubicado a 500 metros de la Ruta
2, en el kilómetro 64. Allí se puede vivir la increíble
experiencia de saltar en paracaídas desde cuatro kilómetros
de altura. Lo puede hacer cualquiera aunque no sepa nada de velámenes,
altímetros ni aerodinámica. La técnica utilizada
para los novatos se llama tándem y no es otra cosa que atarse al
cuerpo de un paracaidistas profesional mediante arneses; el resto es dejarse
llevar.
Los intrépidos surcadores del aire no creen ser tipos distintos:
Muchos nos consideran locos, pero el paracaidismo es muy seguro
apunta uno de ellos. No hay fallas de apertura y los errores
son humanos, por osadía o por exceso de confianza. Brian
Abadia, jefe de instructores de paracaidistas, pone el acento en la seguridad
de los equipos: Hace seis años era masoquista saltar, pero
ahora hay mecanismos que hacen que la apertura del equipo sea infalible.
Entonces lo abre y muestra un pequeño dispositivo llamado cypress:
Esto explica tiene un mecanismo que calcula la velocidad
de caída y la altura y, ante cualquier emergencia, abre el paracaídas
automáticamente. Y aclara: Si tiro el equipo desde
el avión, se abre solo.
El último tiempo ha crecido el número de los que se atreven
y se han incorporado muchas mujeres. Teresa Mardarás tiene 36 años
y hace cuatro que se encontró de casualidad con lo que se convertiría
en la razón de su vida. Un día fue a vender seguros a un
grupo de paracaidistas y terminó dando su salto de bautismo: Me
volvió loca y a la semana empecé el curso. Después
pensé: lo único que puede pasarme ahora parecido es enamorarme.
Cuando se le pregunta qué siente en cada salto, no encuentra las
palabras justas: Es inexplicable, admite, y busca alguna sensación
que pueda pintar sus emociones: Es mejor que un orgasmo, dice,
y se ríe.
Arnaud Cordebar es francés y hace dos años que está
en el país trabajando para una empresa que, obviamente, vende paracaídas.
No puedo hablar de otra cosa, dice.
La vida para ellos se mide en saltos y los fanáticos parecen presos
que cuentan los días que faltan para salir en libertad: la libertad
para ellos es subirse al avión y saltar. Tres, cuatro, cinco veces,
hasta que caiga la noche. Luis tiene un videoclub en San Isidro, pero
cada vez que puede recorre en su auto más de 100 kilómetros
para subirse al avión y tirarse al vacío. Como los demás,
todo el dinero que gana lo gastan en el paracaidismo. La cuenta se engruesa
y no resulta accesible para cualquiera. Un equipo cuesta cerca de 4500
pesos y, para realizar un salto, hay que pagar 25 por el viaje en avión
que los cuelga en las alturas.
Sebastián Echeverría tiene 27 años y hace cuatro
que se enganchó con el deporte. Para él no hay muchos secretos:
Saltar es fácil; el paracaídas se abre solo. Y se
abre, apunta. Si bien es obvio que la experiencia no es para cualquiera,
el dueño de Fly Ranch, Hugo Darman, cuenta que se realizan más
de diez tándem por fin de semana, y que en la Argentina hay
cerca de 500 paracaidistas activos y más de mil que saltan ocasionalmente.
En setiembre van a organizar una exhibición con la presencia de
algunos de los mejores paracaidistas del mundo.
Ser un deportista del velamen hecho y derecho no es fácil ni barato:
es necesario realizar un curso que dura entre 2 y 6 meses según
la frecuencia de saltos y que cuesta alrededor de 1500 pesos. Una
vez que se realizaron 22 saltos, hay que dar un examen ante la Fuerza
Aérea para obtener la licencia oficial. Luego habrá que
pagar por el vuelo entre 20 y 25 pesos por salto.
Muchos se preguntan cómo es posible que haya gente que tenga la
pasión de andar tirándose desde más de 4 kilómetros
de altura. Arnaud responde, sin que se le pregunte: No entiendo
cómo es que hay gente que no la tiene.
Producción: Hernán Fluk.
�Cuando yo digo afuera,
saltamos�
La mezcla de sensaciones embarullan los sentidos y el ensordecedor
ruido del viento hace imposible escuchar al instructor. En una fracción
de segundo se amontonan los consejos previos, las indicaciones,
los miedos, pero ya no hay tiempo para echarse atrás. Un
paso adelante y... Página/12 se tiró de un paracaídas
y sobrevivió para contarlo. Sebastián Echeverría
fue quien hizo volar al enviado de este diario. Después de
enfatizar una y mil veces sobre la infalibilidad del equipo, convenció
al indeciso cuando prometió sensaciones únicas. Una
vez en el avión, alguien preguntó cuántas personas
había allí. Espero que los mismos que dentro
de un rato, dice uno de los debutantes. No vamos a ser
los mismos contestan dos paracaidistas a coro; vos seguro
que vas a ser distinto.
Unos minutos antes del gran salto, llegan las indicaciones de Sebastián
sobre cómo acomodar el cuerpo y explica: Yo voy a decir
adentro y vamos a balancearnos y, cuando digo afuera, saltamos.
El novato se cuelga del torso del instructor, se escuchan las palabras
de rigor y saltan. Caída libre. 200 kilómetros por
hora. Como cualquier cuerpo que se tira al vacío, el tándem
cae. Pero curiosamente no hay sensación de caída,
hasta que el velamen se abre. Después de la sensación
de vértigo y descontrol, por primera vez el novato se da
cuenta de que hay alguien detrás suyo. La voz del instructor
se escucha con claridad. ¿Cómo estás?,
pregunta, y no hay respuesta posible. Ahora disfrutá,
aconseja.
Cuando los pies están en tierra firme, algo ha cambiado.
El cuerpo estalla de sensaciones. El novato se tira boca arriba,
mira el cielo y ya nadie ni nada le harán olvidar que, por
fin, ha volado.
El único requisito para poder realizar un salto es tener
más de 18 años y contar con los 150 pesos que se cobran
para hacerlo. Los instructores coinciden en que las mujeres son
las que mejor lo llevan: No tienen tanto miedo como los hombres
y cumplen mejor las instrucciones. Son más elásticas
y tienen un mayor control de la situación.
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