Por Daniel Guiñazú
Lo había anticipado
Marcelo Domínguez en la previa de la pelea. Si pierdo, me
retiro. Prisionero de sus palabras, no le quedó más
remedio que cumplir con su promesa. El inglés Johnny Nelson le
ganó ampliamente por puntos en fallo unánime (119-108 marcó
una de las tarjetas, 117-110 las dos restantes) y lo frustró en
su intento por conseguir el título de los cruceros de la Organización
Mundial de Boxeo. Por eso, después de la derrota, anunció,
conteniendo el llanto que se le escapaba del rostro, que la de ayer en
Sheffield, Inglaterra, había sido la última vez que subía
a un cuadrilátero como boxeador profesional.
Domínguez (85,050 kg) no traicionó su esencia. Perdió
como lo que siempre fue, un guapo que llegó adonde llegó
con el impulso de su corazón. Y entonces nada puede objetársele
a la hora de analizar la última derrota de su vida. Estaba claro
que Nelson (86,070 kg), alto, flaco, veloz de piernas y con una línea
técnica más que aceptable, era la clase de boxeador que
podía complicarle la existencia. Y pasó exactamente lo que
se suponía que podía pasar. El inglés impuso la medida
larga a partir de su mayor talla, su superior alcance y su jab de izquierda
extendido. Y Domínguez rara vez pudo encontrar la forma de reducir
distancias.
En la primera mitad de la pelea, Domínguez recurrió a la
llamativa flexibilidad de su cintura y a su derecha voleada arriba y en
gancho abajo, para tratar de acercarse a Nelson. Pero pocos fueron los
resultados que obtuvo. Con un planteo de retroceso, conservador pero eficaz,
Nelson lo mantuvo a raya con su 1-2 y lo recibió con impecables
ascendentes cada vez que embestía agazapado buscando llevárselo
por delante.
Arriesgó mucho Domínguez en los seis asaltos iniciales.
Fue permanentemente hacia adelante, lanzó manos ampulosas y eso
pudo haber confundido a algunos respecto de quién de los dos era
el dominador y quién el dominado. Pero no había dudas: era
Nelson el que imponía como y desde donde se peleaba y además,
el que conectaba los mejores impactos.
A partir del sexto round todo cambió para peor. El árbitro
estadounidense William Connors le descontó un punto a Domínguez
por reiterar la aplicación de golpes bajos. Y casi inmediatamente,
Nelson colocó un uppercut de derecha que hizo retroceder y parpadear
al argentino por primera vez en el combate. De ahí en más,
Domínguez renunció al esfuerzo que venía haciendo
hasta allí para achicar a como diera lugar. Y se fue de la pelea
aunque su cuerpo siempre estuvo sobre el ring.
Estático y desdibujado, vacío de recursos técnicos
y físicos para reducir las ventajas que Nelson había acumulado,
sin apostar siquiera a que la guapeza le diera lo que el boxeo no había
podido conseguir, Domínguez aceptó su destino y hasta el
final, recibió mansamente todo lo que el inglés le tiró.
En el último round inclusive, estuvo cerca de irse al piso luego
de recibir una derecha en contra y otra en uppercut. No hubiera sido justo.
Marcelo Domínguez no merecía irse noqueado del boxeo. Debía
terminar como terminó: de pie y con la frente en alto.
Fue, en su mejor momento, entre el 95 y el 98, un campeón de los
bravos, puro coraje. Ayer se dio cuenta de que nada de eso le era suficiente
para volver a ser el campeón del mundo que alguna vez había
sido. Y decidió irse sabiendo que hay un lugar en la historia del
boxeo argentino que es suyo, incuestionablemente suyo.
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