Por Sandra Russo
Recorta los pechos, el tórax y el vientre de una mujer en una sola pieza: gobierna toda esa zona a fuerza de presión. El corset no es tal si no aprieta, si no oprime, si no incomoda. Sus lazos o sus ganchos dan a entender que aquella que lo lleva se deja gobernar. Es, en materia de ropa interior femenina, el artificio por excelencia, y a esa calidad puramente artificial le debe su indudable carga erótica. Ya desembarazado de su historia de opresión y asfixia �sobre las costillas y el abdomen femenino� que durante siglos impuso a las mujeres que lo llevaban puesto bajo sus ropas como un implemento de rigor para demostrar que eran frágiles, delicadas y proclives al desmayo, el corset hoy vuelve, pero a reinar bajo otros códigos. A diferencia de los del siglo XIX, los corsets ahora no indican sumisión sino todo lo contrario: indican cierta disposición a la iniciativa, cierto dominio sobre el propio cuerpo.
�Lo erótico es la tela�, decía Georges Bataille, y sabía lo que decía. El cuerpo completamente desnudo remite en el mejor de los casos a un paisaje bucólico, hipernatural, en el que ya no hay o todavía no hay tabúes, y es sabido que para encender la libido algo debe quedar por correr, algo debe quedar por sacar, algo debe seguir oculto a los ojos del que mira. El primer corset del que se tiene registro es el que cubre a una estatuilla cretense de más de 4000 años de antigüedad: modela su cintura y le deja los pechos, levantados y turgentes, al descubierto. Después, esta pieza de ropa interior femenina se llamó a unos cuantos siglos de silencio, para reaparecer con toda su ferocidad en los albores del siglo XIX, ese siglo ambiguo que aborrecía lo que declaraba amar y amaba lo que declaraba aborrecer. Curiosamente, la imposición del corset como prenda obligada para las damas y damitas casaderas de la floreciente pequeña burguesía llegó acompañada de críticas: la británica Asociación Racional del Vestir advertía sobre los peligros del enlazado ceñido, que obstaculizaba la respiración y suprimía en muchas de sus usuarias la menstruación. El sociólogo norteamericano Bryan Turner, en El cuerpo y la sociedad, da cuenta de que �la costumbre de ceñirse el corset para conseguir una cintura estrecha dominó la moda británica de 1830 a 1890. El cuerpo no constreñido llegó a ser observado en ese período como simbólico de la licencia moral�. Dicho de otra manera, los hombres se casaban con las chicas que usaban corset, pero se calentaban con las que bajo enaguas sueltas disponían mejor de sus cuerpos. El corset embellecía a algunas mujeres al mismo tiempo que las inhabilitaba para los movimientos sexuales. Pero como nada significa una sola cosa, el corset también ponía en evidencia, moldeando el cuerpo femenino tan groseramente, subrayando de modo tan admirativo la cintura plana, la ausencia de embarazo: los cuerpos encorsetados eran cuerpos sexuales en potencia.
En 1922, liberada de cualquier pretensión de corrección política, la revista Vogue editorializaba: �Con la ayuda de la corsetería, el culturismo físico y la dieta no etiquetada, ¿desarrollaremos pronto una raza de mujeres más delgadas y esbeltas? Después de todo, cuánto más disfrute puede una sacar de la vida si es delgada y activa. Larga vida a la moda de la delgadez�. La corsetería, en tanto, se acoplaba a lasnecesidades de los tiempos: los corsets ya no eran rígidos como los que hacían desmayar a las abuelas de las mujeres que en los años de la belle epoque empezaban a descubrir algunos de sus derechos. La lycra, el látex y los elásticos permitían obtener siluetas sugerentes sin dejar por ello de respirar. Más tarde, los corpiños los reemplazaron y siguen haciéndolo en la vida cotidiana. Pero el reingreso del corset fue por otra puerta: en 1990, la excéntrica diseñadora británica Vivienne Westwood los lanzó al mercado como parte de una de sus colecciones, y ya con un imparable e innegable status de fetiche, cuya dueña, o sea su portadora, era la que tenía el control de la situación. Desde entonces casi ninguna gran firma del diseño de moda (John Galliano, Jean Paul Gaultier �cuyo nuevo perfume, Classique, se promociona con la rubia encorsetada que ilustra esta nota�, Karl Lagerfeld, Thierry Mugler, entre otros) se ha privado de incluir corsets y de reinventarlos, con sus ballenitas, sus ganchitos, sus lazos, sus transparencias. Las marcas de lencería mundialmente más importantes, como Victoria�s Secret o La Perla, los tienen como centro de sus colecciones. El mundo porno los absorbe y los vuelve a escupir en versiones de látex o goma. Y son pocas las mujeres que, si no los tienen, desaprovecharían la ocasión de verse adentro de uno de ellos: el cuerpo se desdibuja, emerge de él como si fuera de otra, una más audaz, más distraída, más díscola y más específicamente sexual. El círculo de sumisión y dependencia se cerró y volvió a abrirse en un lugar distinto: el corset es hoy un chiche para tener al alcance de la mano, y para dejar sin respiración no a quien lo usa, sino al otro.
el secreter
Impudicia
�¿Somos impúdicos? Somos totales y libres, más bien, y terrenales a más no poder. Nos han quitado la epidermis y ablandado los huesos, descubierto nuestras vísceras y cartílagos, expuesto a la luz todo lo que, en la misa o en representación amorosa que concelebramos, compareció, creció, sudó y excretó. Nos han dejado sin secretos, mi amor. Esa soy yo, esclavo y amo, tu ofrenda. Abierta en canal como una tórtola por el cuchillo del amor. Rajada y latiendo, yo. Lenta masturbación, yo. Chorro de almíbar, yo. Dédalo y sensación, yo. Ovario mágico, semen, sangre y rocío del amanecer: yo. Esa es mi cara para ti, a la hora de los sentidos. Esa soy yo cuando, por ti, me saco la piel de diario y de días feriados. Esa será mi alma, tal vez. Tuya de ti.�
(Mario Vargas Llosa, en Elogio de la madrastra, Emecé.) |
sobre gustos...
Por Sergio Kiernan
Cosa de cocinadores
La cosa es que te guste tocar los materiales: no existe cocinero con asquito de la carne jugosa �que cuando está cruda no tiene �juguito�, tiene sangre nomás�. El placer táctil se extiende a todo, a dejar correr el arroz entre los dedos, a llorar un poquito con la cebolla, a palpar uno por uno los tomates, a franelear con vigor al pollo bien pelado y eviscerado, untándolo con mostaza. Hay una licencia para sacar afuera la exactitud, el lado fastidioso: la mezcla con la consistencia exacta, el morrón exactamente ablandado (probar despacito con el dedo, sin quemarse), el puré del color debido, la pasta sumergida 37 segundos, reloj en mano.
Cocinar no debe ser nunca un embole. El mundo está lleno de personas que saben hacer moderadamente bien un plato, que juran que aman cocinar, �pero no todos los días, por obligación�. Faltan a la verdad: hacer un guiso no es lo mismo que pintar una acuarela, actividad al pedo que se hace los fines de semana y �nunca por obligación�. Así como uno come todos los días, tiene que cocinar todos los días y disfrutarlo.
Una rutina que, de hecho, impone ciertos deberes y desarrolla sentidos dormidos. De tanto hacerlo, se aprende a ver cuándo la lechuga está durita y vibrante. Se descubre que hay papas acuosas y papas amarillas, carnudas y firmes, y hasta se las acaba distinguiendo de un vistazo. Ni hablar de la carne: un aficionado residente en un lejano barrio ya logró entrever cuál es más tierna por la fibra nomás, con bajo índice de error. Es un asesor preciado.
Ya más despierto, el cocinador �cocineros son los profesionales� suele desarrollar ciertas costumbres. Es común que ponga sobre la mesada todo lo que va a usar, creando un panorama de cosas todavía crudas, de herramientas, platos y bandejas que recuerda a los talleres mecánicos. Después atacará con brío dos o tres cosas a la vez, calentando el agua mientras se rehoga el sofrito, cortando esto finito mientras aquello se macera del todo.
Todos los cocinadores atesoran descubrimientos, con el celo de biólogos dueños de una nueva especie. Unos hacen purés originales �un huevo en vez de manteca, nuez moscada en dosis generosa, pero no exagerada�. Otros fortifican el curry �friéndolo despacio en un receptáculo pequeño antes de pasarlo a la olla�. Los más se enorgullecen de algunas exactitudes, la más común la de encontrar el punto exacto del arroz.
La recompensa es algo que cualquier madre sabe de darles milanesas a los chicos: el placer de que los invitados repitan el plato, que te pase seguido, que te pase hasta con los chicos. Cocinar es el lado maternoinfantil de los hombres, sólo que lo disimulamos vendiendo que es complicadísimo. |
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