Por
Diamela Eltit *
En
su obra-grabado-instalación Beatriz Leyton (Punta Arenas, 1950)
plantea un recorrido por las formas en que el sistema construye la figura
oficial de la novia. Así, el trabajo de la artista consiste en
proponer a la novia en tanto clímax de lo femenino
como una entidad o como mera superficie o como industria o como un deseo
social que se materializa sólo en la ceremonia nupcial. Ese es
su escenario veloz. Su nacimiento y su muerte. El matrimonio como signo
de identidad y como destino ineludible para el sujeto femenino es explorado
a partir de la conversión de la mujer en novia.
Pero la novia, para llegar a habitar con propiedad su momento fugaz, requiere
de un proceso ampliamente codificado, un proceso que está inscrito
en una exterioridad: el traje de novia.
Un traje necesariamente recargado que se despliega hacia el afuera para
ensalzar y enfatizar el signo indeleble de su pureza. Una pureza pública
y publicada mediante el blanco que la señala y la confirma como
novia, como pura, como serie.
La serialidad de la novia es trabajada por Beatriz Leyton mediante la
serialidad del grabado. De una manera sorprendentemente sincronizada,
la artista va cercando tanto los signos como los símbolos que enmarcan
uno de los momentos estelares que alcanza lo femenino como validación
social, como imperativo, como destino.
La novia le ofrece al novio (vale decir al sistema) su pureza. Su pureza,
a la vez, está inscrita en su vestido. Como vestido puro
lo que en realidad equivale a puro vestido, el traje nupcial
es especialmente un discurso arbitrario que viste, con su costoso género
inmaculado, un tramo del otro género, me refiero a la marca cultural
con que se recubre de discursos la sexualidad de la mujer: lo femenino
como convención.
El atuendo de la novia: el velo, sus brillos, encajes, deshilados, son
los materiales más propios para indicar un acotado y problemático
protagonismo femenino. La novia se refugia detrás del vestido que
la hace partícipe de un extenso ritual de entrega. El padre de
la novia la entregará al novio. Pero, lo más importante
del ritual es que en esa entrega ella está vestida de novia,
es pura novia. Es pureza.
Betriz Leyton propone mirar detenidamente en el traje de la novia los
signos más contundentes que enmarcan la esencialización
de lo femenino. Su trabajo apunta especialmente a ejercer una analítica
en torno a los arquetipos en los que transcurre y se impone una construcción
cultural. Si observamos detenidamente la novia que nos propone Betriz
Leyton, nos damos cuenta que el atuendo de la novia, más que atemporal,
decididamente pertenece a una época histórica remota. Que
ese traje que hoy la viste es impracticable y, por eso, sólo puede
sostenerse en tanto disfraz y su función consiste en la actualización
de una cita con la historia del cuerpo de la mujer.
La mujer llega al vestido de novia (se viste de novia) para encontrarse
con la intensidad de la historia de su cuerpo: la virginidad como valor
y el matrimonio como espacio de entrega de su virginidad.
Esa es la escena matriz. A pesar que la modernidad ha desdramatizado la
virginidad como condición conyugal, permanece como simulacro y
como una escena ritual que es usada y reactivada por la industria, capitalizada
por la moda, transitada por las convenciones sociales.
Entonces, el vestido de novia sustituye al cuerpo biográfico y
biológico de la novia. Sus ornamentos ocupan la primera plana de
un ritual iniciático de su sexualidad, basado en la repetición.
Por su parte, la repetición es la que sacraliza a la novia y la
inmortaliza en su esplendor nupcial.Beatriz Leyton deconstruye a la novia
cuando imprime sobre tules (que semejan la pronta ruptura del himen metaforizado
en la frágil consistencia del velo) el diagrama de la enagua, el
corpiño, los contornos del vestido. Y en este agudo proceso, se
hace perceptible como la novia no es más ni menos que el resultado
de un gesto de dominación que se esgrime desde una tecnología
monótona que apunta a la sumisión del cuerpo femenino.
Una sumisión que tiene como centro el blanco. Más allá
de la realidad, aunque sea sólo una condición paródica,
se impone la obligación a la pureza, a partir de un escenario de
representación ritual.
El blanco, en esta muestra, se hace depósito del grabado y, por
lo tanto, ocupa el centro ceremonial de la exposición. Se establece
así un doble movimiento: el blanco instrumentalizado por el discurso
occidental y el blanco como soporte del grabado. Un soporte blanco que
está dispuesto, precisamente, para desmontar la representación
de lo femenino mediante un mecanismo complejo. La exposición corona
a la novia, la invisible, la proclama, pero al hacerlo, la devela como
una ficción del sistema. Como una obligación femenina. Como
una ironía.
El ya legendario zapato de la Cenicienta, reaparece en la muestra de Beatriz
Leyton, esta vez como serie. El zapato de cristal, tan decisivo para el
cuento infantil, aquel que funda el poder del príncipe, el estatuto
social y existencial de la mujer, es trabajado como repetición,
como muchedumbre.
Filas de zapatos de mentira que esperan el reconocimiento principesco,
la llegada de aquel que va a permitir una legítima inserción
social. Sin embargo, estos zapatos industriales, relucientes, sintéticamente
seriados para alimentar los imaginarios populares, mantienen un vacío,
un hueco, una falta.
La falta, el hueco es una interrogante que la exposición se plantea.
Se podría suponer que no hay zapato para el príncipe, que
la Cenicienta ya no es posible. Pero también resulta legítimo
pensar que es el príncipe quien no existe. O bien que ese zapato
no es sino la marca sexualizada de una antesala amorosa que la novia se
encarga de dilatar y dilatar.
Pero, más allá de cualquier conjetura, la novia, como unidad
cultural es el material que Beatriz Leyton escoge para establecer una
estética. Su obra rigurosa y certera, nos obliga a pensar en un
prolongado asedio sobre el cuerpo femenino. La blancura cegadora de la
novia es una atracción tramposa. Una ficción, un velo impuesto
por la cultura oficial. (En el Centro Borges, Viamonte y San Martín,
hasta el 13 de agosto).
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Escritora y ensayista chilena. Su última novela publicada es Los
trabajadores de la muerte.
Siguen
en exposición
- Alejandro
Kuropatwa, fotos, y Ernesto Ballesteros, dibujos, en Ruth Benzacar,
Florida 1000.
- Antología de Antoni Tapies, pinturas, dibujos, grabados
y una escultura, en el Centro Borges (Viamonte y San Martín).
- Oscar Serra, en Filo, San Martín 975.
- Nushi Muntaabski, objetos, en el ICI, Florida 943.
- Blas Vidal, en Lux Solar, Pacheco de Melo 2984.
- Taller de Juan López Taetzel, desde hoy, en la Asociación
Estímulo de Bellas Artes, de Córdoba y Maipú.
Artistas
y consorcistas
Mañana
en el Buenos Aires Design (Edificio Ballena de Pueyrredón
2501) se inaugura la VI Muestra anual del Consorcio de Arte de Buenos
Aires. Los artistas del consorcio son Carlos Gorriarena, Jorge Demirjian,
Luis Benedit, Adolfo Nigro, Ana Eckell, Rómulo Sidañez,
Luis Scafati, Eduardo Stupía, Ariel Mlynarzewicz, Juan Carlos
Diotti, Roberto Cancrini, Juan Alberto Arjona, Genoveva Fernández
y Elena Davicino.
Corriente
electrónica
El domingo
29, a las 18, en el Museo de Arte Moderno San Juan 350,
se inaugura, con el auspicio de la Universidad Nacional Tres de
Febrero y la Alianza Francesa, un ciclo de arte electrónico
curado por Graciela Taquini. El ciclo, que lleva por título
Trampas electrónicas, incluye en su programación
videos de Martín Sastre, Mariano de Rosa, Javier Sobrino
y Dina Roisman.
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Una
antología de Tàpies
Acaba
de inaugurarse en el Centro Borges una muestra antológica del gran
pintor catalán Antoni Tàpies (1923), artista central del
arte español de la segunda mitad del siglo XX, por sus posiciones
estéticas y políticas.
La muestra, que incluye 64 obras, entre pinturas, relieves, dibujos, grabados
y una escultura, funciona como una panorámica del artista. Se inicia
con extraños trabajos de 1951 y recorre algo del período
surrealista inicial, cuando Tàpies integraba el grupo de artistas
e intelectuales Dau al Set (Dado de siete), con el que
hizo algunas exposiciones y colaboraba con la revista del mismo nombre.
Se lo considera un informalista avant la lettre y también un precursor
de lo que en Italia se dio en llamar el Arte Povera.
En su obra de mediados de la década del cincuenta comenzó
a romper los límites entre pintura, relieve, escultura y grabado,
relacionando todas las técnicas. Esa ruptura de la lógica
(anunciada en el improbable dado de 7 caras) marcó
buena parte de las artes plásticas de los 60 y 70.
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