Felipe
y la honra
de un torturador
Por Alejandra Matus *
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Cuando recién
llegué de Buenos Aires a Miami hace dos años, con el alma
partida y un libro censurado, conocí en los Estados Unidos al profesor
Felipe Agüero. Felipe, a poco andar, se convirtió en un amigo
de toda la vida, en un hermano en quien contar en los momentos más
difíciles. Académico y escritor, sin embargo sus extraordinarias
cualidades humanas y profesionales no lo protegen de la vulnerabilidad
que provoca la agresión de la fuerza.
Felipe Agüero, como es de conocimiento público, fue apresado
y torturado al iniciarse un régimen que intentó eliminar
físicamente a sus opositores. Hace unos meses, en carta privada
al director del Instituto de Ciencias Políticas, Felipe identificó
a un profesor de la Universidad Católica como uno de sus torturadores.
Es difícil creer que en el Estadio Nacional haya existido una sala
en que los presos eran interrogados de manera aséptica, en sillas
de restaurante y en horario de oficina, pero el hecho es que el mentado
especialista en temas de defensa ha defendido su inocencia con estas y
otras descripciones sobre su papel como reservista de la Armada, con amplia
publicidad, y en los medios más importantes del país.
Nadie podría dudar que el aludido ha satisfecho con creces su derecho
a réplica. No sólo ha tenido la oportunidad de negar las
afirmaciones de Agüero con sus fantásticas descripciones,
sino que se ha dado licencias cada vez mayores para denigrar a su víctima,
para acusarlo de las más rebuscadas operaciones de inteligencia
internacional, para ponerlo de nuevo en la precariedad del disco
negro y aun para desconocer su existencia como persona
(expresión del aludido en entrevistas a El Mostrador y a La Segunda).
Los chilenos han oído. Conocen la versión de Felipe y la
dolorosa descripción de los horrores que vivió en el Estadio
Nacional. Han escuchado también la defensa del interrogador.
Los periodistas, en tanto, han tenido la oportunidad aunque no suficientemente
usada de poner a prueba los dichos de ambos.
Cada ciudadano podría ahora formarse su propio juicio y creer a
quien le parezca que dice la verdad. Como en un país democrático.
Tal vez demasiado democrático para ser cierto.
El interrogador no se contenta con el juicio público. Quiere silenciar
por la fuerza a su denunciante. El necesita, según ha dicho, defender
su honor e imagen. Desgraciadamente, en Chile la expresión
de hechos y opiniones todavía puede ser considerada un delito.
La excusa de la defensa del honor, consiste, por lo general,
en la mera defensa de privilegios que se han ganado a costas del silencio.
Alterar ese orden se convierte, entonces, en crimen que merece cárcel
o, al menos, la amenaza de cárcel.
La aberración de esta particular realidad jurídica se hace
más evidente en este caso que en cualquier otro porque es una víctima
de torturas la que debe revivir la amenaza de la fuerza de manos de su
torturador.
Las leyes que defienden el honor debieran dirigirse hacia la protección
civil en ningún caso criminal del débil, del
ciudadano común que no goza de acceso ilimitado a los grandes medios
de comunicación para rebatir las informaciones u opiniones que
se vierten en su contra con temerario desprecio por la verdad o a sabiendas
de su falsedad. Por ejemplo, un habitante de La Pintana acusado injustamente
de ser un traficante de drogas merece una reparación pecuniaria.
Pero tratándose de asuntos de interés público, en
que el aludido es una figura pública que ha tenido a su disposición
amplia tribuna para defenderse, no hay razón alguna para que lo
ampare la fuerza coercitiva del Estado.
El derecho al honor no es no debiera ser. la muralla contra la que
se enfrentan los derechos a la libertad de expresión y de información.
En la balanza hay que pesar siempre el interés de la sociedad por
conocer hechos que le competen y del derecho de todo ciudadano a poder
expresarsesin temor. Justamente porque ambos derechos constituyen la esencia
de un sistema democrático y el antídoto ciudadano contra
el abuso de poder, hace tiempo que la jurisprudencia internacional considera
la cárcel como una herramienta ilegítima de coerción
de la libre expresión.
Si la voz de Agüero es acallada por la fuerza, también se
inhibirá a los débiles, a los que han sufrido en carne propia
los abusos del Estado, a los que viven en el horror de haber sido torturados
o violadas en los centros de torturas, a los subalternos que conocen de
la corrupción de sus superiores, a los que están demasiado
acostumbrados a que siempre, no importa cuan evidente sean las verdades,
es la víctima la que termina perseguida y el poderoso, ensalzado.
* Autora de El Libro Negro de la Justicia chilena. Debió asilarse
en Miami por la persecución judicial en Chile, donde acaba de regresar
tras el aflojamiento de las
normas de censura.
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