Por Cecilia Hopkins
Pretencioso, tiránico
e insoportable, se autodefine el escritor que protagoniza Variacio-
nes enigmáticas, obra del francés Schmitt que encarnaron
Alain Delon y Donald Sutherland en las puestas estrenadas en París
y Nueva York. En verdad, el personaje aquí Oscar Martínez
es todo eso y más, a juzgar por el modo con que recibe a las visitas
que se animan a interrumpir su autoimpuesta soledad. El receptor de los
maltratos es el improbable periodista (Fernán Mirás) que
llega a la mansión con la excusa de una entrevista. Pero la verdadera
intención que lo guía es conocer al escritor, acicateado
por el recuerdo de un amor que sólo él sabe que durante
años tuvieron en común. La relación se plantea difícil
ya desde un comienzo, con balazos incluidos, así que los personajes
pasan buena parte del tiempo levantándose y sentándose,
con sus ánimos picados y sin acertar a dar por terminada la entrevista
o brindar una oportunidad más a la paciencia de uno y a la resignación
del otro.
Aunque Abel Znorko ya obtuvo el Nobel y su obra fue traducida a 30 idiomas,
está convencido de que su status puede reducirse a la categoría
de simple falsario. Vive retirado en una isla más allá de
las costas de Noruega y es junto a los ventanales de su estudio donde
se concreta la entrevista, frente a desoladas playas árticas. De
una impetuosidad casi apocalíptica, el paisaje de nubes borrascosas
hace juego con el ánimo de los personajes, que se acosan en la
búsqueda del vínculo que los unió a la misma mujer.
La historia encierra unos misterios que van despejándose al tiempo
que se plantea un juego de ocultamientos y revelaciones que tiene al escritor
como al más perjudicado, en su repentina toma de conciencia acerca
de cómo sucedieron las cosas. A ese modo engañoso de exponer
los hechos alude el título de la obra, que fue tomado de una de
las más célebres composiciones del inglés Edward
Elgar (1857-1934).
Junto a las intrigas que se van develando, toma fuerza un discurso que
intenta despuntar temas cruciales tales como los estímulos de la
creación artística o los alcances del amor. Así,
las cortantes réplicas del novelista apuntan al ingenio y la agudeza,
aunque no siempre lo consigan. Comprometidos en un ping pong que a veces
no puede menos que languidecer, los actores no logran evitar que muchas
de sus intervenciones suenen sentenciosas o frívolas. Esto es lo
que ocurre, por ejemplo, cuando se afirma que las obras son como hijos
o que la convivencia mata al amor. Contra todos los elogios que esta obra
trae por delante, su texto termina funcionando en escena como la inmensa
imagen crepuscular que ofrece la escenografía de Emilio Basaldúa:
busca producir el impacto del público, pero pasados los primeros
minutos queda expuesta su pretenciosidad.
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