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ESTRENOS DE LA SEMANA
“GRACIAS POR EL CHOCOLATE”, DE CLAUDE CHABROL
La burguesía bajo el bisturí

El director de �La ceremonia�
vuelve a practicar una autopsia sobre el cuerpo estéril de la burguesía y lo hace con una fría precisión, no exenta de humor. Por su parte, �En compañía de los hombres� permite descubrir la feroz ópera prima de Neil LaBute, un film concebido para la provocación.

Isabelle Huppert y Jacques Dutronc, un matrimonio ahogado por el orden y las buenas maneras.

Por Luciano Monteagudo

No parece precisamente una casualidad que el nuevo film de Claude Chabrol –el más prolífico de los padres fundadores de la legendaria nouvelle vague– se inicie en una boda. En sus más de cincuenta largometrajes, Chabrol siempre les ha prestado una particular atención a los grandes y pequeños rituales de la burguesía, como si hubiera dedicado toda su obra a poner esos usos y costumbres bajo la lupa del microscopio para luego –con una asepsia no exenta de humor– practicar sobre el objeto de estudio una autopsia, una incisión fría y profunda. Algo de eso hay en Gracias por el chocolate, que comienza con el plano detalle de una libreta de matrimonio y con los chismes que –copa de champagne en mano– los invitados van dejando caer maliciosamente sobre la pareja de recién casados.
Así, entre sonrisas y canapés, se van conociendo detalles de la relación de Mika (Isabelle Huppert) y André (Jacques Dutronc), casados en segundas nupcias. Ella es la rica heredera de una de las más tradicionales fábricas de chocolate de Suiza. El, viudo, padre de un hijo adolescente, está considerado un concertista virtuoso, un pianista que vive sólo para la música. La gélida elegancia de Mika contrasta un poco con el aspecto de sonámbulo de André, pero a ambos se los ve cómodos, distendidos, como si fueran hermanos, o parientes cercanos. De hecho, ella era la mejor amiga de la mujer de André, que murió en un extraño accidente de auto diez años atrás. Ese episodio del pasado oscurecerá el presente de la nueva pareja con la irrupción de Jeanne (la debutante Anna Mouglalis), una estudiante de piano que coquetea con la idea de ser la verdadera hija de André.
De la misma manera, Chabrol juega con las posibilidades que le abre su material a una cierta trama policial, pero siempre atendiendo más a las apariencias que a las reglas del género, sistemáticamente boicoteadas, como si quisiera jugar también con las expectativas del espectador. Hay una suerte de investigación que lleva adelante Jeanne, cuando gana la confianza del matrimonio y se instala en su casa para ensayar con André antes de su presentación en un difícil concurso de piano. El hecho de que esta pequeña pesquisa naïve se desarrolle bajo el ritmo ominoso de “Los funerales” de Liszt, ejecutada una y otra vez en la sala mientras Mika teje primorosamente una mantilla con forma de tela de araña, le va dando al asunto ese tono entre irónico y distanciado que es una de las marcas de fábrica del cine de Chabrol.
En Gracias por el chocolate, el director de El carnicero vuelve a demostrar también esa capacidad de síntesis que caracteriza sobre todo a sus últimos films, esa visión clínica, ese poder de la mirada sobre la materia humana que le valió a Chabrol un apodo tomado del título de una de sus primeras películas: “El ojo del mal”. Da la impresión de que Chabrol se despoja cada vez más de todo aquello que pudiera ser accesorio, para concentrarse en desnudar las relaciones entre sus personajes, como sucedía en La ceremonia, uno de los mejores films de toda su obra. “Concentracióny trabajo, uno imagina un sonido y lo produce”, le dice el maestro André a su pupila Jeanne. Las palabras, sin embargo, parecen reflejar el modo de trabajo del propio Chabrol, que pone en práctica una puesta en escena de una lógica y un pragmatismo inapelables, como si hubiera querido seguir el ejemplo de los últimos, austeros films de Lang y de Hitchcock, dos cineastas que siempre fueron determinantes en su obra.
Como es habitual, Chabrol vuelve a encontrar en Isabelle Huppert –a quien viene recurriendo desde los tiempos de Violette Noziére (1978)– una actriz ideal, una máscara que es puro enigma. ¿Cómo saber qué se esconde realmente detrás de esos ojos glaucos, indescifrables? ¿Con qué es capaz de aderezar las exquisitas tazas de chocolate que sirve a su familia y a sus invitados? Siempre pareciera ocultarse algo más detrás de cada una de sus actos, de su modo tan suave como perverso. A su lado, Jacques Dutronc aporta una suerte de cansancio existencial que le va muy bien a ese matrimonio tan chabroliano, ahogado por el orden y las buenas maneras, aun a la hora de matar.

PUNTOS

 


 

“TODO SOBRE ADAM”, FILM MENOR DE GERARD STEMBRIDGE
Un hombre demasiado bello

Por Horacio Bernades

Desde Chejov en adelante, parecería que el modelo “tres hermanas” sigue resultando útil a la hora de representar una variada tipología femenina, con la idea subyacente de que esa tríada podría no ser otra cosa que los diversos rostros posibles para una única mujer. En Interiores y Hannah y sus hermanas, Woody Allen le dio a ese universo características arquetípicas: la hermana mayor es la aburguesada; la menor, la linda, frívola y enamoradiza, y la del medio, la más conflictuada e intelectual. En Todo sobre Adam, el irlandés Gerard Stembridge copia sin rubores el modelo alleniano. Y le añade lo que podría llamarse el elemento Belle Epoque (por el film de Fernando Trueba), en tanto las tres se enamorarán del mismo hombre o fantasía masculina. Claro que la fantasía está contada aquí no desde el punto de vista del hombre–objeto sexual sino desde el de ellas.
Apelando a separadores que introducen la historia de cada una con el desconocido de simbólico nombre, Todo sobre Adam cuenta, en tres episodios sucesivos, la fascinación de Lucy, Laura y Alice, las hermanas Owens, y le agrega otro capítulo para darle lugar a Davey, el cuarto hermano, quien también trastabillará ante el irresistible extraño. Por si esto fuera poco, la señora Owens parece todo el tiempo a punto de caer bajo su influjo. Si no lo hace, tal vez sea por timidez del realizador. O por imposición de la parte productora estadounidense, que seguramente se habrá ocupado de no ofender la sensibilidad del público propio, más pacato que el europeo. Resumiendo, Todo sobre Adam resulta ser algo así como Hannah y sus hermanas más Belle Epoque al revés... más Teorema en clave light. Si a esto se le suman las insistentes citas a las hermanas Brönte, se obtendrá un espeso caldo de referencias, todas ellas demasiado grandes para un film decididamente menor.
Si es menor Todo sobre Adam, no es sólo porque no pretende ser otra cosa que una ligera comedia sexual sino porque se queda siempre a medio camino. Empezando por el objeto de fascinación, que resulta ser un vivillo o un psicopatón, según el grado de simpatía o severidad con que se lo mire. El tipo empieza mostrándose como un tímido, bien a la medida de los deseos de Lucy, la primera en caer (Kate Hudson, la ricura rubia de Casi famosos) y pronto se convierte en melancólico oscuro a los ojos de Laura, estudiosa del romanticismo victoriano (Frances O’Connor). Para finalmente presentarse ante Alice, la casada insatisfecha (Charlotte Bradley) como el amante con cama adentro que ella está esperando. En el medio, se las arreglará para poner en duda la elección sexual del hermano varón.
La cosa está servida para una corrosiva vuelta de tuerca sobre la idea del príncipe azul. Pero Stembridge prefiere no complicarse demasiado con psicologías o proyecciones, y se conforma con usar el esquema apenas para una comedia pícara y más o menos amoral, sin profundizar tampoco en ese sentido. Como la agudeza y el timing son también limitados, Todo sobre Adam termina resultando apenas un pasatiempo amable, que no molesta, pero tampoco entusiasma en exceso.

PUNTOS

 


 

Dos hombres despiadados y una historia perversa

Por Horacio Bernades

A los 38 años y con tres películas en su haber, las relaciones entre el cineasta neoyorquino Neil LaBute y la distribución cinematográfica argentina parecen hechas de tire y afloje. El affaire empezó un par de años atrás, cuando la compañía dueña de los derechos de su segunda película, Your friends and neighbours, no hizo uso de la opción, por lo cual se lanzó en video. En el preciso momento en que llegaba a videoclubes, la distribuidora se arrepintió y decidió que sí la estrenaría, previa interdicción al lanzamiento en video. Cuando la estrenó, lo hizo tan de mala gana que a Tus amigos y vecinos le fue poco menos que como el traste.
Coherente a más no poder, esa misma distribuidora major acaba de dejar pasar Nurse Betty, tercer opus de LaBute, premiado en Cannes 2000, condenándola, con suerte, al video. Premio consuelo: ahora se estrena -con cuatro años de retraso– In the company of men, la opera prima que colocó en primera línea del cine independiente a este anteojudo regordete y lleno de rulos. Se entiende por qué: mientras el grueso de sus colegas parece tener cada día menos para decir, y saber cada vez menos cómo hacerlo, la opera prima de LaBute es la película de alguien que tiene muy claro qué quiere, tanto en lo temático como en lo formal.
Ateniéndose a las más estrictas unidades de acción, tiempo y lugar, En compañía de los hombres transcurre a lo largo de seis semanas, puntuadas a través de intertítulos, y encuentra su remate varias semanas más tarde. Dos protagonistas y una tercera en discordia: ellos son dos ejecutivos treintañeros, a quienes la compañía envió durante ese período a una ciudad del interior, para llevar adelante un determinado proyecto. Esa es toda la información que interesa, y LaBute la mantiene dentro de esos límites. Queda claro que ellos vienen de una gran ciudad y van a otra más pequeña, lo cual les permitirá comportarse como los dueños del mundo que creen ser. De dominación va la cosa, y también de perversa manipulación. Temas que reaparecerán, ampliados, en Tus amigos y vecinos.
Chad (el extraordinario Aaron Eckhart) y Howard (Matt Maloy, algo así como un Woody Allen nada gracioso) son compañeros de trabajo. Howard está por encima de Chad en la jerarquía empresarial, pero en los hechos la personalidad de cada uno tiende a invertir la relación: Howard se siente despreciado por las mujeres; Chad las desprecia. Está claro que ninguno de ambos ama al sexo opuesto. Resulta lógico que, en apenas un par de escenas, Chad convenza al otro de tomar venganza de esos “seres que sangran una semana entera y sin embargo no se mueren”. La venganza consistirá en elegir una víctima propiciatoria y “hacerles el novio”, los dos a la vez, para, a la sexta semana, desaparecer y dejarla con el corazón destrozado. La víctima aparece pronto, y reúne las condiciones de inferioridad requeridas: es una chica sorda, que habla con dificultad. “Parece el delfín Flipper”, se ríe Chad de sus esfuerzos para vocalizar. “¿No te das cuenta de que sos una inválida?” le gritará más tarde el otro, fuera de sí.
Lo que al comienzo parece una broma de pésimo gusto, hacia la mitad de la película comienza a virar a cuento moral, quedando para el final una vuelta de tuerca, que remachará un último y amargo clavo en esta pared dedura piedra. Para contar esta historia de despiadados, LaBute muestra poca o ninguna piedad, con diálogos que cortan como el más frío diamante. Pero el realizador apunta su virulencia no sobre las víctimas sino sobre los victimarios, esos que necesitan demostrar todo el tiempo quién la tiene más larga. Evitando toda moralina, adopta una mirada deliberadamente distanciada, que se materializa en una puesta en escena íntegramente compuesta de planos fijos y lejanos, fríamente iluminados, reproduciendo así la asepsia y la manía de control que rigen ese mundo de oficinas, paranoias y sordas guerras de poder.
Astutísimo, LaBute se mimetiza con los predadores hasta el último plano de la película. Recién allí invierte el sentido, adoptando, en el último segundo de película, el punto de vista de la presa. En compañía de los hombres no es una película hecha para agradar, sino para movilizar. LaBute no necesita sacudir a nadie en su butaca: le basta con meter al espectador, durante una hora y media escueta y tensa, en medio del infierno más gélido y cruel, el de las grandes corporaciones. ¿Será por ello que, en Argentina, las grandes compañías cinematográficas no lo pueden ni ver?

PUNTOS

 


 

�Shrek�, o el triunfo de los ogros sobre las hadas

El film de Dreamworks
es una verdadera joya,
por su realización y por
un argumento que se ríe ácidamente de los clásicos.

El ogro protagonista utiliza un cuento de hadas como papel higiénico.

Por Martín Pérez

“Había una vez...” Así comienzan los cuentos de hadas, y así es como también comienza un cuento de hadas sobre los cuentos de hadas como Shrek, cuyas primeras imágenes están ocupadas por el pasar de las hojas de lo que parece ser un viejo libro de cuentos mientras una voz en off declama su texto. Claro que, rápidamente, Shrek deja en claro el lugar donde se ubica con respecto a los detalles más clásicos del tema que le ocupa. Y entonces la voz lectora se burla de su lectura, y una de esas hojas es arrancada del volumen por el verdadero protagonista de la historia, que se encuentra haciendo sus necesidades y le hace falta papel para limpiar sus partes pudendas después de tal menester.
Así es como comienza Shrek, la película animada que finalmente le permitió a Dreamworks –el estudio en el que recaló el ex Disney, Jeffrey Katzemberg, un ejecutivo que jugó un gran papel en el revival de la industria de los dibujos animados durante la década del ‘90– mojarle la oreja al líder del mercado de dibujos animados para niños. Primer film de animación en ser presentado en competencia en el Festival de Cannes y con el aval tanto de la crítica como del público en las boleterías, desde su primera escena el ogro protagonista de Shrek deja en claro que se limpia el traste con los cuentos de hadas más clásicos. Que es lo mismo que decir que hace lo mismo con todo lo que le permitió a Disney ser Disney.
Divertido dibujo animado tanto para grandes como para chicos, Shrek cuenta la historia de un ogro que –además de utilizar los cuentos de hadas como papel higiénico– se baña en barro y usa la cera de sus orejas como vela. Pero la tranquila y celebrada soledad a la que lo condenó su fealdad es amenazada cuando el rey de las tierras que habita manda perseguir y capturar a todos los personajes de los cuentos de hadas para hacinarlos en su pantano. Con el lobo de Caperucita en la cama, y el ataúd de Blancanieves junto a sus siete enanos en su mesa, Shrek dejará su ya-no–tan–hogar–dulce–hogar para ir a quejarse ante el rey. Y éste le encomendará una misión: si el ogro rescata a la princesa Fiona, él le devolverá su pantano.
Con las voces –en la versión subtitulada– de Mike Myers en el papel protagónico, Eddie Murphy como el burro que oficia de una suerte de Sancho Panza y Cameron Diaz como la princesa (a no asustarse: la versión doblada también es más que disfrutable), Shrek es una especie de delirante versión disléxica de La Bella y la Bestia. Y, en el camino de llevar a buen puerto el paradojal salvataje de una princesa en manos de un ogro, sus gags se encargarán de hacerle pito catalán a todos los clásicos que se le pongan delante, desde el molesto Robin Hood hasta un Pinocho que es traicionado por Gepetto por un par de monedas. Sin olvidar, claro, de ocuparse del inefable momento–canción de todo dibujo animado, una escena que aquí es literalmente explotada por las dotes vocales de Fiona.
Llena de toda clase de divertidos detalles sutiles –como la música funcional que ambienta el castillo de Lord Farquaad–, pero sin dejar de lado las peores groserías –desde el más burdo chiste de burros y tamaños hasta una hilarante escena de tortura de la galletita mojada en leche–, Shrek es una joya de la animación computada, que pone al equipo deDreamworks a la altura de los logros de Toy Story o Dinosaurios. Y no sólo eso: también hace justicia con la animación más tradicional, presa durante mucho tiempo de las peores genuflexiones dramáticas en pos de una supuesta sensibilidad que por lo general estaba sólo dibujada. Basada en un celebrado cuento del estadounidense William Steig (ilustrador de la clásica revista New Yorker), y dedicándose a dinamitar todo lugar común de la más clásica fábula de hadas, Shrek es –de manera inevitable y al mismo tiempo– una típica historia de hadas. Pero una en la que sus protagonistas terminan viviendo feos y felices para siempre.

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