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La metáfora de la casa tomada
Por José Pablo Feinmann

Toda la historia de nuestro, con frecuencia, incomprensible país puede pensarse por medio de la metáfora de la casa tomada. Los sectores de poder de la Argentina siempre se asumieron como lo Uno. Lo Uno fue (y es) lo esencial, lo primero, lo indivisible y lo bueno. Lo Uno se propuso y se propone el control, el dominio, la exclusión o, sin más, el exterminio de lo Otro. Nunca su inclusión. Lo Uno fue siempre lo Uno: el Poder. Lo Otro tuvo diversas encarnaciones: fueron los gauchos, los negros, los indios, los “insolentes” inmigrantes, la “chusma” yrigoyenista, los “cabecitas negras”, los “subversivos” y (hoy) la “delincuencia” y los nuevos inmigrantes: los bolivianos, chilenos, peruanos y paraguayos. Que parecieran ser los más recientes en eso de tomar la casa.
Al achicarse –con el capitalismo de mercado– el margen de controlable “inclusión” dentro del trabajo, dentro del aparato productivo, al desaparecer, digamos, ese aparato productivo y generar lo que generó (desempleo masivo, miseria, hambre), la violencia de la exclusión se ha instalado entre los excluidos. Los Otros (los que jamás pertenecerán a lo Uno) se aterran ante la posibilidad de perder el espacio mínimo que hoy el Poder les concede. Aquí, la metáfora de la casa tomada se traslada a la del tren tomado. Quienes siempre temieron que les tomaran la casa fueron los poseedores de la casa: los sectores de poder, la perenne burguesía agraria y financiera de la Argentina. No temen que les tomen el tren porque no viajan en tren. Viajan en automóviles o en aviones privados. Los que viajan en tren son los que “aún” tienen trabajo y toman el tren para ir hacia él. Son argentinos, tienen documentos, ganan poco, pero ganan algo y tienen miedo. Temen que los otros (los nuevos otros) se les suban al tren. Los nuevos otros son los nuevos inmigrantes. Esta situación generó un hecho criminal, un asesinato aberrante, en enero del año que corre.
El Movimiento Boliviano por los Derechos Humanos ha distribuido –con fecha 11 de julio– un Manifiesto. En él puede leerse: “La muerte de nuestra compatriota Marcelina Meneses y su hijo Josua Torres, el 10 de enero, al ser lanzados del tren cuando viajaban a una localidad de Buenos Aires, luego de ser agredida verbalmente con insultos xenófobos y racistas por su condición de boliviana y el haber salido a la luz pública recién el 23 de mayo de 2001, fue la gota que rebasó el vaso”. ¿A qué otras gotas se añadió ésta que desbordó el vaso? Dice el Manifiesto Boliviano: “Agresiones de diferente tipo y gravedad empezaron en el período de gobierno del doctor Carlos Menem, que dio un marco oficial a la discriminación del extranjero haciéndolo chivo expiatorio de la escasez de trabajo y actos delictivos. Dicha campaña estigmatizante fue apoyada por medios de comunicación de neto corte xenófobo, como Radio 10, revista La Primera, etc.”. La militante que me ha entregado el Manifiesto dice: “Y a esa radio, además, le dieron un Martín Fierro”. No sé qué decirle. Más aún cuando añade: “Y tiene publicidad oficial”. Otros fragmentos del Manifiesto señalan situaciones canallescas: “Indagaciones policiales injustificadas. Coacción o intimidación (detención por la policía por ‘portación de cara’/ demonización de nuestros rasgos indígenas relacionándolos con ‘delincuencia’”. Este texto revela una realidad abyecta: “demonización de nuestros rasgos indígenas, relacionándolos con ‘delincuencia’”. Sabemos que ningún rasgo debiera ser demonizado, que ningún rasgo, per se, debiera relacionarse con la delincuencia. Pero si algo así ocurriera en este país, esos rasgos se parecerían más a los de los sucesivos equipos económicos desde 1976 en adelante, momento en que se dispara la deuda externa argentina, causa fundamental del sofocamiento del país. Ningún boliviano o peruano o chileno contrajo esa deuda. Son otros entonces los rasgos que debieran demonizarse. Acaso las grandes orejas deMartínez de Hoz. Los modales aterciopelados de los gentlemen del Grupo Perriaux. La papada de Emir Yoma. La negritud pulida, sofisticada, como de tostado Caribe de Erman González. Las piernas de la Alsogaray y también su cara, que es la de su padre, el héroe de la aeroísla. Los pómulos de Amira Yoma. Ahí, exactamente ahí y no en los rasgos indígenas de los sufridos bolivianos (que vienen para la superexplotación, para acabar como esclavos en algún sótano de la infamia infralaboral), es donde está el identikit del delincuente. Pero no. A los que tiran del tren los deshumanizados y aterrorizados argentinos de la flexibilización, del espacio para pocos, de la sociedad del desempleo, son a Marcelina Meneses y a su bebé Josua Torres. “Fuera de aquí, bolivianos de mierda”, gritan los asesinos. “En este tren viajamos nosotros, los argentinos. Este tren no es para ustedes. No vamos a dejar que se suban. Los vamos a tirar a las vías. Los vamos a matar”.
La furia de los subempleados de hoy continúa una dilatada tradición nacional. Parte esencial del estilo de vida argentino (de esa “esencia nacional” en la que gustaron bucear los ideólogos del liberalismo aristocratizante) radica en la expulsión del diferente. Miguel Cané, que nace en 1851, en Montevideo, como exiliado del rosismo, que fue gentleman del 80, que habría de redactar una ley de residencia “contra los agitadores laborales extranjeros” (esa indeseada expresión de lo Otro que trajo la política inmigratoria), escribió en sus textos de viajes una página transparente sobre el asco de lo Uno por lo Otro, de los dueños de la patria hacia quienes venían con la pretensión imposible de integrarse a ella y compartirla con sus dueños. Ese texto es un clásico ya que David Viñas lo recoge extensamente en Literatura argentina y realidad política. Aquí, Cané, patrón, patricio y patriarca, se alarma por la invasión de los nuevos burgueses. Del inmigrante que se enriquece y pretende entrar en los salones de la oligarquía. Tomar la casa. La visión de Cané se centra en las mujeres de la casa. Porque los bárbaros enriquecidos no sólo habrán de “tomar la casa”, sino que hay otro peligro mayor, acaso más humillante, más intolerable: que “tomen” las mujeres. Así, Cané les pide más “sociabilidad”, traducida como educación, buen gusto, mesura. Y continúa: “Más respeto a las mujeres, más reserva al hablar de ellas”. Porque hay que evitar que “el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su mano de tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles”. Porque “eso” ha permitido la democracia: que los guarangos se enriquezcan. Toscamente, claro, por medio del “comercio de suelas”. No obstante, ya logran entrar en los “salones”. Torpes, rústicos, primitivos, tropiezan con los muebles, ya que desconocen los modales, los rituales patricios. Sin embargo, han entrado. Y, obscenos, se lanzan sobre las mujeres. Dice Cané a su interlocutor epistolar: “No tienes idea de la irritación sórdida que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavados bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia (...) Cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legítimo (...) colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no lleguen las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El delirio sexual de Cané lleva a sus extremos la metáfora de la casa tomada. En el final, el temor máximo es que el Otro se apodere de las vírgenes, que no sólo se apodere de la casa sino que además “posea” a las mujeres. Ahí, entonces, estalla la consigna de guerra: “Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El círculo es el círculo de la pureza, del poder, de la patria y de sus naturales, legítimos poseedores. Siempre, en la Argentina, el círculo se ha cerrado, y siempre que el Otro quiso entrar en él tronóel escarmiento. En el final de “Cabecita negra” (el cuento de Germán Rozenmacher que resignifica “Casa tomada” de Cortázar), el protagonista, el señor Lanari, dice: “Hay que aplastarlos, aplastarlos. La fuerza pública, tenemos toda la fuerza pública y el ejército”. Hasta 1983 hicieron eso: llamar al ejército. La pregunta es: qué harán ahora. Porque la verdadera solución, la democrática, la de incluir al Otro, al diferente, les está vedada. Por convicciones ideológicas y por una avaricia sin fin que los corroe desde el origen de los tiempos.

 



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