Por Horacio Bernades
Alexander Mackendrick es uno
de esos cineastas cuyo nombre es menos conocido que el de sus películas.
Nacido en Boston de padres escoceses y afincado desde temprano en la madre
patria, Mackendrick pasó a la historia del cine como uno de los
que le dieron forma a la comedia inglesa, con superclásicos como
El quinteto de la muerte, El hombre del traje blanco y Whisky Galore!,
todas de los 50. Sin negar el valor de ninguna de ellas, los exégetas
de Mackendrick coinciden, sin embargo, en que su obra maestra es la mucho
más oscura, en todo sentido, Sweet Smell of Success, que el realizador
filmó, a fines de esa década, en Estados Unidos.
Era una de esas películas cuyo nombre circula casi secretamente
entre un reducido grupo de cinéfilos, y se la conoció en
Argentina como La mentira maldita. Sólo unos pocos la vieron, en
el momento de su estreno y antes de su desaparición de las carteleras.
Ahora, una vez más, es el video el que viene a cubrir esa larga
ausencia, gracias a una reciente edición del sello Epoca, que lleva
el mismo título con que Sweet Smell of Success (literalmente, El
dulce olor del éxito) se estrenó aquí en su momento.
Film de inusitada ferocidad para su lugar y época, La mentira maldita
despliega, de una punta a otra, un mundo casi íntegramente nocturno,
en el que el arribismo, la calumnia, el chantaje y la falta de escrúpulos
son el pan cotidiano.
Filmada en las calles de Manhattan, fotografiada por el formidable James
Wong Howe en una clave que prioriza el negro cerrado sobre blancos y grises,
el mundo en el que Mackendrick hiende el bisturí es el de los periodistas
amarillos, capaces de hundir o inventar carreras con sólo usar
el pulgar, y el de agentes de prensa dispuestos a todo. ¿Hace falta
decir que, en plena era de la televisión-basura, La mentira maldita
es, a cuarenta y cinco años de su estreno, más actual que
nunca? La ferocidad aparece ya en el propio título, ironía
cruel. A lo largo de Sweet Smell of Success, el éxito es algo que
se persigue como el gato a la rata, pero nadie termina por alcanzar. Ni
qué hablar de lo dulce, en una película en la que cada diálogo
(escrito por el prestigioso dramaturgo Clifford Odets, a partir de una
novela corta de Ernest Lehman) destila el más dañino de
los venenos. Si se despejan éxito y dulzura, queda el olor, que
impregna la película entera, no precisamente como un perfume.
En la que se reconoce como su más amarga creación, Tony
Curtis es, un par de años antes de Una Eva y dos Adanes, Sidney
Falco, agente de prensa capaz de sudar sangre, con tal de que le publiquen
una noticia tal como que el bar de uno de sus representados celebra su
vigésimo aniversario. Hay alguien capaz de cobrarse esa sangre.
Se trata de J. J. Hunsecker (Burt Lancaster, dando a su carrera el giro
que lo lleva de cowboys y piratas hidalgos hacia Visconti y Bertolucci).
Con el suficiente poder como para chantajear a senadores con chanchullos
para ocultar, Hunsecker tiene una columna diaria en The New York Globe
y un programa en la televisión pública. La columna se llama
Los ojos de Broadway. El nombre del programa, otra ironía
marca Mackendrick: Its a Wonderful World.
El todopoderoso Hunsecker tiene un único punto débil y se
llama Susan. Es su hermana menor, chica bonita y algo promiscua, que anda
de novia con un músico de jazz. El ambiente de jazz le sirve a
Mackendrick para bañar la película con un score blusero
compuesto por el gran Elmer Bernstein, tan húmedo como las calles
de New York. Y de paso para presentar, en vivo, al combo conducido por
el eminente Chico Hamilton.
Mackendrick, Odets y Lehman reducen al mínimo toda moralina, presentando
a un único personaje intachable, el músico de jazz, cuya
honorabilidad será convenientemente ensuciada por Hunsucker y el
bueno de Sidney. El resto da asco. Incluyendo, por supuesto, a un policía,
que cumple la función de brazo armado de Hunsecker, y que se encargará
de completar la última tramoya de este Maquiavelo con pies de barro.
Al final de la película, Hunsucker pierde lo más preciado,
pero sigue reinando sobre Nueva York. Basta prender la televisión
para comprender que su reinado llegó mucho más lejos.
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