Por Alejandra Dandan
Son casi las dos de la mañana.
Juan H. está despierto y conectado a Internet. Como lo está
cada noche desde hace un año, cuando un reproche ahogado durante
larguísimo tiempo lo expulsó de la cama: Mi mujer
me miró: me dijo que no la erotizaba porque era gordo. Llevaban
doce años de casados. Juan se levantó y dejó la cama.
Ahora habla desde la red, en ese territorio donde la gordura desaparece
entre murmullos de palabras. La invisibilidad les garantiza un salvoconducto:
hace un año muchos se encuentran en una de las comunidades de la
web desde donde se definen como gordos. Desde ahí hablan de sexo,
de seducción y habilitan el amor entre las miles de peleas que
llevan adelante todos los días, en un territorio urbano que los
expulsa de una cama o que no les permite pasar por el molinete de un tren.
Página/12 recorrió ese territorio gordo, las puertas y sillas
de un café; con ellos descubrió miradas o la fatigosa búsqueda
de talles en una ciudad con diseños dispuestos para flacos en un
mundo cada vez estadísticamente más gordo, y más
pesado de cargar. De acuerdo con estudios de investigadores locales, uno
de cada tres argentinos es gordo. Para el Inadi la obesidad es la segunda
causa de discriminación laboral.
Son ahora las seis de la tarde. Sobre Corrientes, Andrés Talgam
ha montado su oficina como bunker. Pegado a su escritorio, monitorea la
web como lo haría en un combate. En su guerra hay explosiones como
los mensajes de Icq que no paran de estallarle en la pantalla. Pero, entre
mensaje y mensaje, el Fatmaster Andrés suelta otro tipo de granada:
Nunca dejé de tener la etiqueta de gordo. La tuve siempre:
está grabada. Como el número en un campo de concentración,
tengo grabado Gordo en la frente.
Como él, todos aquí recuerdan cuando alguien cambió
por primera vez sus nombres. El Gordo, esa identidad extraña, ajena,
se les empezó a pegotear, de a poco, en cada pliegue del cuerpo.
Fueron gordos de cara, después de panza, al final vieron sus piernas
convertidas en panes de jamón. Un gordo ve un jamón
y no una pierna en el espejo, y yo veo jamones. Y al menos quiero ver
jamoncitos, aunque no sean piernas.
Andrés empezó su carrera para bajar de peso hace varios
años. Cuando se separó tenía veinte kilos menos de
los cincuenta previstos para adelgazar.
Elegí una mujer socialmente apta: era divina, flaca, rubia,
de ojos verdes. Reunía el esquema social perfecto para que yo,
como gordo, no pareciera gordo. Cerraba todo lo exterior: yo era un profesional
exitoso con hijos hermosos y así evitaba que todo el día
me estuviesen diciendo cosas. A costa de mi felicidad.
De chico, despreciaba la idea del Gordo. Se hizo DJ para no quedar planchando
en las fiestas del secundario. En esos años, tenía un problema:
también le gustaba el fútbol. Quería patear la pelota
y jugar. Pesaba demasiado para que lo convocasen: se presentó como
delegado del equipo de su escuela y logró la mejor representación.
Daniel Delembert está en un bar cerca de ahí. Es altísimo
y repite su peso y estatura como lo haría con su número
de documento: Mido uno noventa, peso ciento cincuenta: treinta y
cuatro de más, dice al final. Después se interrumpe,
se detiene de golpe. Quiere hablar.
Escúcheme se le oye: ¿a quién va
a gustarle un gordo? ¿A quién?
La pregunta queda flotando sin respuesta en el bar.
Prohibido mirar
La luz de la casa de Mariana Naya está prendida. No hay sol, ni
ventanas con cielo. Es una casa de paso, casi sin luces como lo está
su cuarto, algunos días, cuando se mete en la cama. Son actitudes
no demasiado conscientes, explica: Por ahí, al principio
me tapaba, trataba de tener la luz apagada... La pieza toda oscura o la
mínima luz, y que no se vea nada. No quería que él
me viera: era ridículo porque te toca, pero que vea un rollo, o
la cola grande, te da cosa.
Mariana apagaba la luz. Bien de a poco, dejando un interruptor a mano.
Así, despacio, se pierden las molestias del cuerpo.
Vestida es distinto. Mariana lo sabe.
Había espejos en mi pieza, en el baño, por todos lados.
Trataba de no pasar adelante, sobre todo desnuda. Vestida puede ser.
¿Te viste desnuda?
Varias veces: ahí caés. Nadie con sobrepeso tiene
su imagen bien formada en la cabeza. Pero se te pasa enseguida, si te
enganchás con la imagen que tenés en el espejo te tirás
en una cama a llorar y comer o te ponés a dieta. Por eso es mejor
olvidarte: seguís tu vida normal.
Pero hay otros espejos esperando, aletargados en la cuidad gobernada por
el pensamiento flaco.
Daniel está ahora en la estación Avenida de Mayo de la línea
A. Acaba de comprar el pasaje que pone en uno de los modernísimos
molinetes electrónicos. La máquina devora el boleto y lo
expulsa habilitándole el paso. Daniel le da un empujón pero
no entra. Y ya sabe de memoria que no entra, que en ese hueco no. Por
eso se pone de perfil, aunque le dé vergüenza, pasa así
aprisionado por la máquina que nunca deja de recordarle sus 34
kilos de más.
Ni en la policía me dejaron entrar dice más
distendido, poco antes de subirse al subte. Apenas me vieron dijeron
que no había uniformes para mí.
Ni siquiera le hicieron revisación médica.
Extra large
El gusto por lo delgado funciona en la calle como pensamiento único.
Mientras la web se llena de denuncias por discriminación, Daniel
logra por fin un traje de su talla en Modart.
Eso sí le aclara el vendedor, esta temporada
sólo hicimos negros, de otros colores no hay.
Daniel compra la ropa en locales de talles especiales pero siempre los
precios resultan más caros de lo normal. Por un bermuda de 40,
le piden 90 pesos y, por eso, cada tanto se da una vuelta por el Mercado
Central. Consigue ahí buenos precios y sobre todo talles decididamente
ausentes en medio de la ciudad. Página/12 recorrió varios
negocios buscando desesperadamente esos talles sesenta de Daniel.
Nada resultó muy simple. El vendedor de Chemea de Once tenía
hasta 54, los fabricantes no quieren allí talles más grandes.
Los de Lee dieron algunas explicaciones recordando las relaciones entre
oferta y demanda. Al final, tampoco allí había nada: de
máxima para Daniel había un jean número 52. Daniel
se entusiasmó en Milenium. Apenas entró el vendedor se asustó:
Sí señor, pero cómo no. Pase bla, bla, bla,
le fue diciendo mientras empezaba a transpirar. Nunca apareció
el pantalón aunque en el local demoraron veinte minutos en admitirlo,
pensando probablemente que Daniel y la cronista eran inspectores disfrazados
de clientes.
En la provincia de Buenos Aires una ley obliga a las casas de ropa a tener
stock de todos los talles. En la Capital esta exigencia aún no
existe. En este momento en la Comisión de Desarrollo Económico
y Políticas de Empleo de la Legislatura duerme un proyecto similar
que fue presentado por Irma Roy el año pasado bajo el número
4156/00.
Y ésta es sólo una situación del estrés. Para
el Fatmaster Andrés existen cien situaciones como éstas
por día que recargan las dificultades de un cuerpo gordo:
Tenés frío, no conseguís campera para ponerte.
Los transportes públicos para un gordo son de terror.
¿Por qué?
No entrás. En un colectivo ocupás asiento y medio.
No pasás por el molinete. En los cines la butaca te aprieta. Un
fast food no tiene sillas o en Callao y Santa Fe, las que hay tienen apoyabrazos:
son tan cerraditas que los chicos no entran.
A lo largo de años todo el mundo aprendió trucos que se
ensayaron mil veces para espantar la posibilidad del papelón presente
como fantasma. Andrés aprendió esos trucos. Descubrió
fallas en los autos, en las calles pero también de los aviones
peligrosamente exclusivos para flacos. Por eso los considera una trampa:
otro de los modos donde el cuerpo gordo choca y se dispone, obligado a
un nuevo combate.
Hay tres dificultades básicas durante un viaje de avión,
dice Andrés.
1. No te cierra el cinturón, con lo cual precisás una extensión.
2. Como te da vergüenza pedir la extensión, te apretás
el cinturón hasta ahogarte para no pasar ese papelón.
3. No podés comer porque no te baja la mesita. Se frena sobre la
panza, con lo cual te queda torcida: Si ponés la comida arriba,
se cae.
4. Comés sobre las rodillas, con lo cual preferís dormir
y no comer, pero como tenés hambre y sos gordo, querés comer
y se te produce una disyuntiva muy grande.
La tira cómica de Andrés desaparece como en esas historias
donde el ridículo se vuelve siniestro.
Mamá
Ahora llega Salomé. Se queda sólo un momento. Aunque es
muy tarde está agitada frente a la web. En estos meses perdió
cuarenta kilos. De todos modos sigue bajando, empezó cuando se
separó. Hasta ahí nunca usó polleras, hasta ahí
no salía a bailar. Hasta ahí cada vez que quería
lencería sabía que no encontraría aros o encajes
para usar. Pero en los negocios había ofertas: bolsones de algodón,
siempre muy grandes. Tan grandes que ella mandaba de compras a su hermana
o su mamá.
Andrés sigue todavía en su máquina. Envía
un nuevo mensaje a la red, esta vez avisa que en somosgor dos.com, el
proyecto que formó hace un año, habrá una psicóloga
on line para todas las consultas. Escribe eso y vuelve a chatear. El dice:
En el país hay diez millones de gordos. Y pregunta:
¿Los ves?
No.
No los ves: están encerrados en sus casas.
¿EXISTE
EL GORDO FELIZ? HAY OPINIONES VARIADAS
Reconciliarse con el cuerpo
Por A. D.
Mariana tiene una sonrisa gigante.
Hace unos días volvieron a llamarla de la tele. Esta vez la convocaron
para hacerle una entrevista a Pablo Echarri, fue el regalo de las productoras
de Utilísima por su cumpleaños. Es modelo de
talles grandes, se presenta así, sobre todo después que
la eligieron en el casting convocado por Redonditas, un micro
de televisión conducido por conductoras gorditas. Participar de
aquella convocatoria no fue fácil, pero Mariana no sólo
tenía ganas de hacerlo: esa exposición, la de la tele, cerraba
un ciclo de reconciliación y reconocimiento con ese cuerpo torturado
durante su adolescencia.
¿Modelo yo? Me miraba al espejo y me resultaba contradictorio.
Me vi muy rara haciendo pruebas de ropa y maquillaje. Esto no es para
mí, pensaba, porque uno piensa en una mujer con un cuerpo espectacular.
En la Capital Federal, Buenos Aires, Córdoba, La Pampa y las regiones
del centro del país, más de la mitad de la población
es gorda. Un estudio de campo dirigido por Jorge Braguinsky, fundador
y ex presidente de la Asociación Argentina de Obesidad, demostró
que el índice de preobesidad y obesidad trepa a la incómoda
cifra del 55 por ciento. Para el especialista la gordura no sólo
es una enfermedad, es una epidemia: Esto es imparable asegura
Braguinsky: algunas proyecciones indican que no habrá declinaciones
hasta el 2030. Las causas básicas son dos: alimentación
con más calorías en idéntico volumen de comida y,
especialmente, el sedentarismo: resultado del uso de las nuevas tecnologías
pero también, entre los países más pobres, del desempleo.
El sitio de Talgman sirve de parámetro para medir la incidencia
de la obesidad entre los indicadores de desempleo. De los ocho mil usuarios
registrados en la Capital, la mitad está sin trabajo. Por eso,
aunque Mariana considera que existe la figura del gordito feliz, Talgman
asegura que es un mito. Después de espiar durante miles de horas
el canal de la web, está seguro de varias cosas pero una es, justamente,
la historia de ese mito. El gordito feliz no existe: la obesidad
te mata de a poquito, no hay límite para engordar. Podés
crecer hasta 300 kilos sin parar.
Desde su nuevo lugar, ahora elegido, Mariana ocupa espacios, se expande
en escenarios que hasta aquí estaban prohibidos. Sitios y lugares
en los que nunca se pensó. En su caso, la cámara la puso
frente al mundo, a su pasado para mirarlo, al menos, con los lentes prestados
de las luces.
Desde hace años, cuando dejó el secundario aprendió
a defender las formas curvadas de su cuerpo. A mostrarlo, a sacarlo, casi
obligándolo a existir. Por eso, desde hace un tiempo sus amigos
saben que es peligroso gritarle a Mariana o decirle en voz muy fuerte
la palabra gorda: Yo lo puedo arreglar les retruca ella todavía
más fuerte: ¡vos no! La prevención incluye
también a sus novios: Si mi pareja me dice che, gordi, vení,
le pego dos sopapos ¿Cómo gordi?
LA
SEDUCCION, LOS BAILES, EL MATRIMONIO, EL SEXO
Historias de amores gordos
Por A. D.
Vanina estuvo un año
sin salir de su casa. Un día encontró a Homero en Internet
y le preguntó si el canal tenía reglas. El chico respondió
que sí, debía enamorarse de él. Ahora entran de la
mano al bar donde se encuentran con Página/12. Hace unos días
acordaron una dieta pero esta vez va a ser distinta: no habrá más
veinte días de ayuno para Homero y Vanina. Los dos tienen peso
de más y, aunque no lo saben, la decisión de estar juntos
los deja fuera de la media. Uno de los especialistas en estos temas lo
explica: En general los gordos no pueden salir con gordos porque
no se aceptan a sí mismos, tampoco aceptan a otro igual a sí.
El sexo, dice Andrés Talgam, es un sufrimiento para muchos.
Es un sufrimiento el sexo, vuelve a decir Talgam repasando ahora miles
de historias que todos los días se cuelan en su canal de Internet.
Primero es un sufrimiento tenerlo, muchos no pueden porque no tienen
pareja y una chica puede estar un año sin pareja por discriminación.
Habla de su propia historia: El gordo es adictivo: intenta e intenta.
Nunca pude ser objetivo en el amor con mi ex mujer, no aceptaba las pérdidas
porque una vez que el gordo obtiene algo no lo larga.
También Juan conoce ese esquema.
Un gordo dice tiene la maldita costumbre de entregarse
a cualquiera que le dé cariño. Y si lo maltratan no vuelve
más.
Por eso pueden terminar perdiéndolo todo o en un encierro. El
encierro es muy común: una chica de 22 años gorda, ¿va
a bailar? ¿Las ves, dónde están? No están.
Están en las casas o en el cine.
Por eso a Mariana Naya no le gustaban los asaltos. Todo el tiempo sentía
Gorda de acá, gorda de allá y pasar toda la noche
sentada; o ver a todos bailando no me gustaba. No podía ponerme
la ropa que se usaba o veía a mi amiga más linda. Yo me
sentaba en un rincón, no quería que nadie me mirara.
Mariana no está segura pero cree que, por ahí, hasta le
decían gorda con cariño o tal vez ella sola se ponía
en ese rincón. Pero cuando existe un rechazo todo es peor. En casa,
a la vuelta hay un plato de comida que espera.
Es un escudo dice Vanina. La grasa es un escudo que
tenemos, siempre tiene la culpa de todo. Por eso nunca podés llegar
a tu peso normal, te boicoteás y comés de vuelta porque
vas a tener que afrontar todas las cosas que prometiste hacer.
Vanina acaba de cumplir 19 años. Durante un tiempo estuvo flaca,
pero volvió a engordar. En ese programa de dieta eterna tan común
entre sus amigos intenta perder veinte kilos, no más.
¿Cuál es tu peso?
No, no lo digo. No se lo digo a nadie.
Ni siquiera Homero lo sabe.
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