Por María
Moreno
Che, ¿cuánto
te costó sacar ese bíceps para la foto de solapa?,
fue lo primero que le dijeron a Juan Forn cuando vieron un ejemplar de
Puras mentiras. Pero el bíceps, jura él, lo tenía
de antes, incluso cuando escribía una novela tan poco asociable
a bíceps como Frivolidad. Se creen que nado por eso,
dice, pero enseguida se pone serio, o será que Puras mentiras lo
dejó agotado. Me pasa siempre cuando termino un libro: nunca
hago algo que todo el mundo recomienda, que es ya tener algo empezado.
Después de Frivolidad mi vida era un caos y en medio de ese caos
empecé un cuento sobre un tipo que escapa de la ciudad y termina
en un pueblo en medio de la nada, de esos donde la calle principal es
la ruta. Se baja del auto, está parado ahí ¿te
acordás de los semáforos que colgaban de cables?,
oye el clac-clac de cuando la luz cambia de color, no hay un alma por
la calle y él no tiene idea para dónde ir. Yo no tenía
idea de quién era ese tipo, lo único que sabía era
que la ciudad lo expulsaba y que ni el camino sabía contenerlo.
Puras mentiras desde el viernes pasado en las librerías,
primer paso previo a las reediciones que Alfaguara hará de sus
anteriores novelas a partir de octubre nació como una sucesión
de cuentos hasta que el hilván mostró que era una novela
en pedazos: la historia de Z, o Zabalita, o Zabala, un tipo que pierde
a su mujer mejor dicho a su ex mujer, enciende el motor de
su auto y se fuga. No hacia otra vida sino a Pampa del Mar, un lugar que
parece hecho de relatos. El del hotelero Alcides, un ex luchador de catch
que se acostó con una hermana que creía perdida; el de Nieves,
una nena de 13 años que se inventa una madre; el de Alexis Méndez,
un caribeño, ex guionista de telenovelas y amante de un cura; el
de BamBam Hernández Howard, que abandonó su matrimonio en
un aeropuerto.
Traté de escribir lo que le pasa a un tipo fisurado porque
la mujer que lo dejó se muere. Empecé usando cosas autobiográficas,
pero cuando leí lo que tenía dije: Esto es una melaza,
no tiene nada que ver con lo que yo quiero literariamente. El libro
se me empezó a estructurar cuando vi que la historia de ese tipo
con su hermana era la historia de Alcides. Cuando entendí eso,
también entendí que en esos pueblos de playa pasa algo similar
a cuando los europeos llegaron a América y trajeron la gripe. El
porteño que se quiere ir, lleva a Buenos Aires a cuestas. Arrastra
el bardo de la ciudad, la roña de la ciudad, la neura de la ciudad,
al pueblo chico. Me gustó la idea de inventar un pueblo donde todos
llegan de otro lugar, huyendo del pasado o del futuro, arrastrando su
karma. Estaba, reconozco, en un momento de crisis existencial donde sentía
que el uso que le estaba dando a la ironía en mi literatura era
facilismo, una manera de esquivar el bulto a las cosas. Porque me parece
que la ironía de mi generación, en lugar de conservar filo,
terminó convirtiéndose en un almohadón muy fácil
para recostarse en plan pasota. Con la vuelta de la democracia, la ironía
se empezó a usar como un arma de salón, una seña
de identidad para separar a los psicobolches de los posmodernos...
¿Nunca funcionó de manera crítica?
Creo que durante la dictadura era una forma de resistencia. Al menos
a mí me hizo abrir los ojos mucho más que cualquier otra
cosa. A los veinte años, cuando me fui a Europa en un avión
de carga y desemboqué en una comuna de exiliados en Sitges, el
discurso que ellos tenían en privado podía ser de un humor
negrísimo pero en público había como una impostación
sufriente. La ironía crítica aparecía casi clandestinamente.
Era la misma que aparecía en la revista Humor, que a mí
me pegó mucho más que Teatro Abierto, por ejemplo. Como
todo lo que pasaba en el Parakultural.
En el mito de la generación del 83 se dice que se utilizaba
la parodia.
Para mí, la ironía es más lineal. La parodia
es una ostentación de tu saber y, al mismo tiempo, una manera de
cubrirte el culo porque no te animás a hacer una cosa en serio:
a los que hacen parodia yo los veo medio como cobardes. La ironía
es algo mucho más serio, desde los epigramas de Oscar Wilde para
acá. Lo que no me animaba a ver en el libro era si la mina que
había dejado a Z había muerto o no. Me guardé ese
interrogante hasta el final. Un día me di cuenta de que estaba
muerta y que este monólogo que había escrito yo tratando
de escaparme de la ironía era la base sobre la cual empezaba a
construir un relato: la historia de la mina de Z y de Z, cuando todavía
eran jóvenes y creían que iban a tener suerte toda la vida.
Z, el personaje que huye, tiene un vínculo muy fuerte con
Nieves, la adolescente. ¿Cómo evitó transformarla
en una historia erótica?
Después de Lolita, ¿qué iba a hacer? A mí
siempre me fascinó la nena en El perfecto asesino. Pero me pareció
que era muy gentil. Después, en una novela del japonés Haruki
Murakami, me topé con un personaje muy lateral, que aparece 50
páginas en una novela de 400, donde un cuarentón tiene que
cuidar a una chica de trece que no habla nunca, hasta que empieza a hablar
y es escalofriante. Entonces pensé que, si me iba a meter con una
historia así, tenía que hacer un anti-Lolita. Ahí
se me ocurrió la idea de que este tipo, que desde que murió
la mujer no cogió nunca, tenga un garche tremendo en una escalera
con una desconocida. Es como si cogiera con Nieves por interpósita
persona. Porque después, cuando él vuelve al cuarto del
hotel donde están, o cuando se ven en la playa, basta que ella
lo roce para que Z y el lector sientan que algo grosso pasó
entre ellos.
El libro está hecho como una polifonía: de fugas y
de voces.
Eso tiene que ver con la manera con que construyen su vida todos
esos tipos que han desembocado en el pueblo playero éste. La fuga
es sencillamente la puesta en acto de esa fantasía de vida paralela
que se hacen ellos: es más fácil fabular sobre el propio
pasado sin testigos de ese pasado. Cuando se van a otro lugar lo hacen
menos para dejar atrás el lugar de donde venían que para
buscar un auditorio nuevo.
¿El periodismo fue algo de eso?
No lo había pensado... Pero sí: salí huyendo
del mundo editorial.
Esta novela se gesta en el espacio periodístico, donde existe
el mito de lo real.
Eso es lo que se dice, ¿no? Pero hacer periodismo cultural,
en la práctica, es otra cosa. Me acuerdo que, cuando empezó
a salir Radar, una de las primeras críticas que le hicieron era
que en pleno cholulismo menemista se hiciera un cultural que era como
un Caras de las artes. Y yo decía: sí, es un suplemento
de personajes, pero qué lástima que lo vean como un defecto.
Para mí, hacer un cultural es entrar todo el tiempo en el terreno
de los mitos: construir un relato a partir de una persona o un hecho.
La fuga tal vez fue salir de trabajar aislado a la promiscuidad que es
el trabajo periodístico, que te obliga a estar con todas las pantallas
de la cabeza prendidas, como cuando vas abriendo ventanas en tu computadora
hasta que la máquina se tilda si no cerrás algunas. Pero
siempre me gustó meterme en camisas de once varas: en mis laburos
y en mis libros. Armarme una jaula y descular la manera de salir.
Un tipo fornido
En los tiempos en que la gestalt de Juan Forn parecía producto
de un diseñador barcelonés ese saco de franela mostaza
comprado en Londres, ese corte quirúrgico de pelo tan alejado del
de la izquierda exquisita guevarista, ese acentito de nene bien
era más fácil imaginarlo leyendo a Bret Easton Ellis que
a Norman Mailer. Para colmo, como editor de la Biblioteca del Sur de Planeta,
acercaba a la literatura los procedimientos del marketing antes de que
eso se volviera moneda corriente, un efecto escandaloso en el mismo momento
en que proliferaba el discurso de los derechos humanos y los libros de
investigación. Detrás de la mitología ostentada por
o adjudicada a Forn había otras: la de un vigor narrativo
a la norteamericana de la década del cincuenta campera negra,
bourbon y road-movie que, sin llegar a recomendar poner una escuela
de toreo o cazar tigres en Nairobi, promovía el gusto por las historias
sólidas narradas con rigor artesanal y un culto por el cuerpo material
de la prosa muy poco posmoderno.
Su gusto por el oficio no es de la generación de la ironía.
¿Cuánto hace que no hay libros contados en voces rotativas?
Están todos en primera o en tercera persona. Cada vez se usan menos
las voces en la construcción de una novela, y ni hablar de la construcción
de personajes a partir de su voz, que es un recurso completamente setentista.
Pampa del Mar es una especie de Santa María playero, el mundo onettiano
visto con los ojos de Díaz Grey. El otro día leía
el texto de García Márquez contando los años en que
hizo Cien años de soledad y la verdad es que a mí me gusta
escribir con esa clase de prosa: tan pulida que no se note el laburo.
Me han dicho que eso es un defecto, que sobrecorrijo. Y, de hecho, en
un momento empecé a corregir para ensuciar, para hacer pelocontrapelo.
Para que el texto no fuera como un palo enjabonado, que hace que te resbales
por las frases y no tengas de dónde agarrarte.
¿Maestros?
Además de Abelardo Castillo, Salinger fue como una presencia
tutelar durante mis veinte. Hasta pensé en algún momento
peregrinar hasta su guarida y pedirle que me dejara estar ahí aunque
fuera como jardinero o lavándole la ropa, con tal de aprender de
él. Antes, cuando vivía en París, lo seguía
a Cortázar por la calle (nunca me animé a encararlo). Siempre
me acerqué a la gente de la que pudiera aprender algo, como buen
autodidacta. Y con los libros que iba leyendo era lo mismo. Como si fuera
una tabla rasa, y cada libro que leía era una fichita, entones
pensaba: Tristram Shandy ya está, Tolstoi ya está; ahora
me falta todo lo del medio. Muy pronto en mi vida me di cuenta de que,
para aprender el oficio, la mejor manera era leyendo por las mías.
Creo que salí de la campana de cristal cuando hice la colimba.
Me negué a que me dieran acomodo y fui a parar a un lugar de mierda
donde pasaron cosas bastante horribles: se chuparon a un tipo en un regimiento
porque era hermano de un militante del ERP, y a otro le dieron un baile
en el que perdió un ojo, sin embargo no le daban la baja, así
que trató de cortarse las venas pero lo salvaron. Le dieron la
trasfusión y lo dejaron encerrado en un calabozo donde también
me pusieron a mí, que me había forzado un ataque de asma
para zafar, y a este tipo que estaba pirucho no le daban la baja ni aunque
se hubiera intentado suicidar mientras que a mí, por ese ataque
de asma, me la dieron en 48 horas. Ahí se me empezó a abrir
la cabeza. Pensé: hay otro mundo y yo quiero vivir en ese mundo.
¿Hace un culto de la experiencia?
No me interesa la torre de marfil. Será un problema de clase
o de hijo sobreprotegido. Eso de mostrar que soy varoncito, que me la
aguanto. Yo lo que quería era salir de esa burbuja que es la clase
media alta argentina. Me gustaba el rock, pero tocaba la guitarra como
el orto. Quería jugar al fútbol profesional pero no daba
el nivel ni ahí. Después uno reconstruye su historia: en
mi caso parece que siempre quise escribir porque de chico me la pasaba
leyendo revistitas mexicanas.
En el diario de notas de Puras mentiras, Juan Forn anota cosas como ésta:
En el camino, Z debe encontrarse con: Una anoréxica (con
la que aprende a comer), un chico down (con el que aprende a hablar),
un bañero (con el que aprende el cuerpo), alguien con sida, un
científico en un observatorio, un congreso de escritores, una cosecha
de la manzana, un hombre llamado Elderian. O frases que parecen
escapadas de otro cuaderno, el del diario íntimo (Lo que
querés es enamorarte y después no supiste qué hacer
con eso). También una secuela de su período exultante
de editor bajo la forma de una pregunta, luego de la anotación
de la palabra vacío: ¿Será porque
no estoy todavía del todo adentro en el nuevo libro? ¿Será
porque Planeta es, pero todavía no es una etapa terminada, y eso
me tiene entre dos sillas (Gurdjieff)?
¿El trabajo de editor conspiró para la tarea de escritor?
El lado bueno es que cuando un autor entrega el libro es el momento
donde está por un lado más inseguro, y por el otro más
urgido: es ahí donde hace correcciones providenciales que cambian
el texto. Para mí, como editor, laburar en la cocina, ver esa clase
de correcciones, fue el equivalente de un taller literario hiperconcentrado.
Se dice que, como editor, no diferenciaba entre corregir y hacer
lo que haría como autor, ¿fue así?
Mejor no meneemos ese tema, ya tuve suficientes problemas. Yo tiendo
a pensar que sí diferencio pero me dicen que no. Una vez Elvio
Gandolfo me preguntó: ¿Estás escribiendo? Ojalá
estés escribiendo porque así le dejás de romper las
pelotas a todos los demás. Metete en tu propia prosa y dejate de
joder. Elvira Orphé llegó a pedir mi cabeza en Emecé
cuando yo tenía 23 años. Encima, a mí me gusta muchísimo
el ensayo de escritores pero no leo teoría. Por eso durante muchísimo
tiempo me daba vergüenza hablar en público o escribir sobre
literatura. Cuando empecé a trabajar con escritores yo no sabía
qué era una parentética. Hasta el día de hoy no sé
lo que es metonimia ¿Qué es metonimia? Yo hablaba como un
mecánico: Che, esto hace ruido ¿por qué no
tocás acá?
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