Intelectuales
Por
David Viñas
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“Dormimos
en la misma cama, pero no soñamos lo mismo”.
Ho-Chi-Min
Análogos
a los curas. Porque nada tiene que ver lo que profetizaba Angelelli con
las complicidades de algún tonsurado sumiso ante el terrorismo
de Estado entre 1976 y el ‘83. Aunque ambas vertientes pertenecieran
a la misma corporación. Ni el arcaico verticalismo ni la supuesta
homogeneidad de la Iglesia han podido disimular los antagonismos que se
crispaban entre De Nevares y Novak en relación con Ogñenovich
y otros prelados de su ristra. Es que semejantes querellas, precariamente
disimuladas, aludían a la porosidad histórica de esa estructura
y a la cabal percepción social de sus franjas más lucidas.
–Hace a la historia del cristianismo su polémica interna entre
la escatología revolucionaria y el conservadurismo más ritualizado.
–Los intelectuales, en su sentido fundamental –como productores
y difusores de opiniones e ideologías–, si en los momentos
clásicos de presunto equilibrio trazan un espectro de matices,
en las etapas difíciles se polarizan de manera exasperada: profetas
y clérigos se encaraban bíblicamente cuando predominaban
las pestes, los derrumbes, las conquistas o las humillaciones; Erasmo
vacilaba ante la etapa más heterodoxa del Lutero que denunciaba
las miserias de Roma; y “apocalípticos” e integrados
han sido las categorías que, hace algunos años, se propusieron
para reseñar los núcleos antagónicos que distancian
y diferencian a los intelectuales en las coyunturas más graves.
–Si las crisis devoran lo decorativo, los centrismos y exasperan
lo esencial, en la Argentina –sobre el 1900– no sólo
liquidaron las etiquetas o comanditas entre compadres como Roca y Pellegrini,
sino que prenunciaron el agotamiento del monopolio del poder intelectual
por parte de la élite liberal victoriana.
–En estos días, el diario argentino paradigmáticamente
conservador consultó a “los intelectuales de la casa”
para que opinaran sobre la crisis actual. Fueron ocho los que respondieron:
Valiente Noailles, lúgubre y sentimental, se refiere a “la
morfina del crédito”; Natalio Botana, objetivamente epigramático,
exhorta al “esfuerzo y la disciplina”; el sacerdote Rafael Brun
–económico catedrático entre Puerto Madero y la Catedral–
repite a La Nación que enérgicamente editorializó
“manos a la obra”; María Elena Walsh apela al laconismo
confesando, fatigada, que “esto ya me superó”; Beatriz
Sarlo, aún más abrumada, disuelve su criticismo tan personal
generalizando, lapidariamente, “estoy como todo el mundo”; en
cuanto al filósofo Kovadloff lamenta, suntuoso, la tardanza “en
la franqueza del gobierno”; el epistemólogo Klimovsky, sabiamente
distraído, apela “al New Deal de Theodore Roosevelt”,
y Sebreli, más osado, se apena por el ajuste a “jubilados
y empleados de escasos recursos” advirtiendo, entre comas, que es
“insuficiente”.
–Son ocho voces distintas y un solo Dios verdadero.
–Porque ninguno, bajo la mirada del panóptico paternal, denuncia
la obvia clave maestra de semejante desolación. Del neoliberalismo
agotado y de los mercados angurrientos: ni una palabra. ¿Se trata,
quizá, de intelectuales orgánicos (o in partibus) cuya actividad
crítica se va definiendo por la relación inversamente proporcional
a sus heroicos posicionamientos?
–Mientras tanto la crisis profundiza vertiginosamente las divisorias
de aguas.
–”Ocho”. Todo lo contrario del solitario, sagaz y oportuno
cuestionamiento, publicado en Página/12, por Susana Viau que conjura
las interpretaciones tilingas y se ríe de las bodas a lo Camacho
confeccionadas por el ministro Cavallo y, sobre todo, de su significación
obscena como síntoma de su tribu. Práctica crítica,
irónica, a la que –inesperada y jubilosamente– acaba
de sumarse el Consejo Interuniversitario Nacional, entendido como la agrupación
más visible de los universitarios –eventuales “especialistas”
intelectuales– con declaraciones donde, con talante categórico,
entre otras indignaciones, se enuncia: “El derecho de la Nación
a desarrollarse debe prevalecer sobre el derecho de los acreedores a cobrar
en sus términos una deuda gestada a espaldas de las mayorías
que hoy se pretende sacrificar para honrarla”.
–Como en cualquier corporación más o menos rígida,
hay intelectuales de todo tipo; es un abanico con la movilidad de un Calder
–sugería Ramón Alcalde–; unos apuestan a sus confortables
carreras individuales, otros a la dramaturgia histórica de su comunidad.
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