Por
Eduardo Febbro
Desde París
Debe
haber pocos países europeos tan ricos en movimientos sociales,
huelgas, piquetes, ocupaciones de fábricas y manifestaciones como
Francia. No hay un solo día en que en algún lugar del territorio
alguna categoría social no esté en pie de huelga. A través
de una serie de acuerdos sociales pactados entre los sindicatos, el sector
empresarial y el Estado, el derecho a hacer huelga es uno de los pilares
de lo que se conoce como el modelo social francés.
Ese derecho excluye desde luego los actos de violencia, los piquetes,
la ocupación forzada de los lugares de trabajo y la interrupción
violenta de los sectores clave de la economía. Sin embargo, cada
vez que el país se vio enfrentado a uno de estos extremos, los
gobiernos optaron por la negociación, incluso extensa, antes que
por la represión.
Aunque no están excluidos actos represivos salvajes por parte de
la policía, tal como ocurrió con el movimiento estudiantil
de 1988, las consecuencias son tales que entre el palito de abollar
ideologías y el diálogo, el gobierno termina siempre
optando por hablar. En 1988, la muerte de un estudiante y las escandalosas
imágenes de la violencia policial en las calles de París
le costaron al actual presidente conservador Jacques Chirac la elección
presidencial. En 1995, una vez presidente, confrontado con una huelga
nacional de transportes y otros sectores que paralizó al país
durante un mes entero, a raíz de un plan de reestructuración
del seguro social y de la compañía ferroviaria, el gobierno
apostó por el cansancio y terminó negociando.
El estilo francés consiste en esperar que la ola se agote, negociar
con los sindicatos, que siempre se dividen, y luego nombrar un mediador
especial encargado de alinear las exigencias y las concesiones. No obstante,
el precio político de los movimientos sociales extensos es alto.
La ceguera social del gobierno durante aquella gran huelga le costó
a Chirac la mayoría parlamentaria, perdida en las elecciones legislativas
anticipadas de 1997. Pero no es todo: la derecha dejó en la memoria
la feroz represión policial ordenada contra un importante grupo
de inmigrantes sin papeles que había ocupado la iglesia Saint Bernard.
La guardia de infantería entró por la fuerza, destruyendo
prácticamente la iglesia. Apoyados por numerosas asociaciones que
esperaban adentro con los inmigrantes y filmaron la escena, los sin papeles
obtuvieron luego una regularización masiva. Las imágenes
de la violencia, que dieron la vuelta al mundo, obligaron al gobierno
a ceder.
El sociólogo Pierre Poncet explica que en un contexto como
el actual, donde el poder se ejerce de manera horizontal, la violencia
contra determinadas categorías sociales es una operación
riesgosa para cualquier gobierno, tanto más cuanto que, por un
efecto de ósmosis, de solidaridad y de rechazo al modelo mundial
actual, el resto de la sociedad se solidariza con los protagonistas de
las protestas, incluso si sus motivaciones están muy alejadas de
sus intereses. Al primer ministro socialista Lionel Jospin no le
faltaron terremotos semejantes. Apenas llegó al poder en 1997 un
vasto movimiento social protagonizado desempleados ocupó muchos
locales de la agencia nacional de empleo exigiendo el pago de una prima
de fin de año. Una vez más, hubo que negociar.
El espejo de un sector social hambriento, despojado de todo, suscitó
una suerte de comprensión nacional que no permitió
la represión. Castigar a los desempleados hubiese sido como pegarle
al país. Hubo desalojos forzados en ocasiones pero en un contexto
de afirmación de la autoridad en medio de una negociación.
En Francia se suele reprimir fuerte sólo cuando la acción
viola abiertamente el pacto republicano. Hace un año, Jospin tuvo
que hacerle frente a un movimiento social mucho más crítico.
Camioneros, agricultores, taxistas y conductores de ambulancia bloquearon
refinerías, ciudades y rutas de Francia reclamando un revisión
de los impuestos sobre los combustibles Francia detenta el record
europeo en materia de esos gravámenes. Los piquetes llegaron
incluso a bloquear los accesos de París. Francia estuvo al borde
de la asfixia por falta de combustible: se anularon decenas de trenes
y las compañías aéreas tuvieron que mandar a sus
aviones a abastecerse en otros países. El clima se volvió
tan tenso que el gobierno hizo saber que en adelante el recurso
a las fuerzas del orden para liberar los accesos no está más
excluido. Sin embargo, cedió ante las principales demandas
de los huelguistas de la ruta.
En esta crisis se usó la palabra y parcialmente el garrote. La
primera para hacer concesiones en los impuestos al combustible, la segunda
para sacar por la fuerza algunos camiones y tractores que cerraban el
paso en rutas importantes. Un sindicalista de la CGT dijo a Página/12
que reprimir demasiado con la fuerza policial es una inversión
insegura. A la larga, la violencia induce a aceptar más concesiones
para hacer olvidar la mala imagen de la violencia policial. A este
cuadro general que atañe a movimientos sectoriales ligados a la
economía nacional se le agrega uno nuevo, el de la represión
sin límites contra los movimientos que se oponen a la globalización.
En este contexto, según reconocen los miembros de la asociación
Attac, nos dirigimos hacia una nueva forma de represión que
consiste en criminalizar los movimientos sociales opuestos a la globalización.
Por
Alfredo Bravo *
Para
no volver atrás
En la
Argentina, los conflictos sociales se resolvieron casi siempre
con la represión que el aparato estatal desató sobre
los sectores en pugna más desprotegidos. En 1983, con el
restablecimiento de la democracia, los argentinos creíamos
que esas prácticas quedarían superadas.
Sin embargo, no ha sido así. En recientes sucesos originados
en la falta de trabajo y en la injusta distribución de
la riqueza, el aparato represivo del Estado se descargó
sobre quienes realizaban reclamos legítimos y apeló
a recursos al borde de sus facultades legales o que, en ocasiones,
las excedieron. Tal lo ocurrido, por ejemplo, en Corrientes, Chaco
y Salta. En General Mosconi hubo francotiradores de la Gendarmería
Nacional que dispararon sus armas de grueso calibre contra quienes
sólo tenían piedras y pechos descubiertos. El saldo:
dos vecinos muertos, varios heridos y denuncias de privación
ilegítima de la libertad. Por su parte, la Justicia lleva
adelante un amañado proceso contra manifestantes abusivamente
acusados de sedición.
Hoy, estamos ante el anuncio de que en las próximas semanas
el reclamo social se expresará en el corte de 50 rutas.
No se trata de juzgar la modalidad elegida por quienes reclaman.
Sí, de preocuparse por la manera que elija el gobierno
nacional para afrontar esa modalidad.
En los últimos días, y luego de que Eduardo Escasany
un exponente del poder de los mercados presionara
al gobierno nacional para que aplicara mano dura, funcionarios
del Ejecutivo efectuaron declaraciones que encienden señales
de alarma sobre la futura integridad del estado de derecho. Al
mismo tiempo, una campaña psicológica tiende a que
la sociedad avisore como enemigos a los que reclaman y, de ese
modo, avale su represión. Estos antecedentes hacen temer
que la República esté en vísperas de un proceso
en el que los gobernantes, excusándose en la defensa del
orden y de la gobernabilidad, apelen a la violencia y a métodos
ilegales de represión para acallar la protesta y el reclamo
de los que menos tienen.
Hace más de un cuarto de siglo, los militantes de los derechos
humanos tuvimos que enfrentar un régimen basado en el terror.
Urgidos por la perentoria necesidad de defender el derecho a la
vida, fueron postergados los reclamos por los derechos políticos,
económicos y culturales.
Hoy, las condiciones son otras. Rigen las instituciones de la
República y el pueblo, aunque golpeado por las continuas
políticas de ajuste más ajuste, cuenta con variados
recursos para defender sus derechos. Pero también hoy,
para justificar la represión y en aras de esa libertad
de los mercados que se construyó sobre el hambre y la miseria
del pueblo, se pretende anteponer el derecho al libre tránsito
por sobre el derecho al trabajo, el derecho a un salario digno,
el derecho a una vivienda; en definitiva, el derecho a vivir con
dignidad.
Entonces, ante el peligro cierto de que la represión sea
la única respuesta del gobierno nacional a los millones
de argentinos que reclaman pan y trabajo, todas las organizaciones
de la sociedad, en especial los organismos defensores de los derechos
humanos, deben utilizar decididamente esos recursos con los que
cuentan.
Concretamente, ante la posibilidad de que la anunciada represión
a quienes corten rutas se desmandre de la legalidad o adquiera
proporciones desmesuradas, se hace necesario que las organizaciones
que adviertan esta amenaza envíen a sus miembros en calidad
de observadores a los sitios de conflicto con el objeto de que
su presencia se constituya en obstáculo para eventuales
desbordes represivos y de que se deje constancia objetiva de tales
desbordes en caso de que ocurrieran.
* Presidente
de la Comisión de Derechos Humanos y Garantías de
la Cámara de Diputados de la Nación, copresidente
de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.
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