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LITA BOITANO, MADRE DE DESAPARECIDOS CONDECORADA POR EL GOBIERNO ITALIANO
La signora commendatrice

Cuando secuestraron a sus dos hijos durante la dictadura, Lita Boitano se incorporó a Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y en 1979 debió dejar el país. Fue una incansable promotora del juicio que condenó en Italia a Guillermo Suárez Mason y el gobierno italiano la condecoró con la orden de commendatore.

Por Luis Bruschtein

–¿Por qué le dieron esta condecoración tan importante?
–Mi familia es de origen italiano y yo viví cinco años en Italia, del ‘79 al ‘83. En enero del ‘83, un grupito que estábamos en Roma pedimos una entrevista con el ministro de Justicia para pedirle que se iniciara un proceso contra los dictadores por los desaparecidos italianos y así empezó. Finalmente el juicio se realizó y los militares argentinos resultaron condenados en ausencia.
–Pero ese juicio no se hizo de un día para el otro. ¿Cómo supo la opinión pública de Italia lo que había ocurrido en la Argentina?
–La publicación en el Corriere della Sera fue un poco el destape, se hizo en parte por el embajador Sergio Cociancik y en parte por Gian Giácomo Foa, que había sido corresponsal en la Argentina. Cociancik llegó a la Argentina a fines del ‘82. Antes de que viajara fuimos a verlo con Dora Salas y le pedimos que presionara desde allí al gobierno italiano para que investigara la situación de los desaparecidos italianos. El 30 de octubre de 1982 salió en la primera página del Corriere... una lista con más de 250 desaparecidos italianos con doble ciudadanía y, en un recuadro, 45 desaparecidos nacidos en Italia. Que era por los que Italia podía abrir el juicio. Que no lo había hecho a pesar de que se sabía. Las denuncias sobre desaparecidos se recibían en el Consulado. Enrico Calamai, que era el cónsul, escondió a gente, militantes, en el mismo Consulado, pero el embajador de esa época, Carrara, era cómplice de los militares.
–¿El juicio empezó en ese momento, en 1983?
–La etapa indagatoria comenzó en el ‘83. Hubo gente que testimonió, entre ellos León Ferrari. Aquí iba gente a la embajada, más todas las denuncias que ellos tenían. Pero se anunciaban las elecciones en la Argentina y nosotros estábamos todos pensando en regresar. Respondimos los llamados, ya fuera del fiscal o del abogado Guido Calvi, pero nuestra idea fija era regresar. Cuando llegamos aquí, en el ‘84, el juicio en Italia estaba parado por el juicio a los ex comandantes. Pero después, con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y los Indultos, en el ‘89/’90, la Liga por el Derecho y la Liberación de los Pueblos, una No Gubernamental de Roma y Milán, y casi sin consultarnos, a iniciativa de ellos, pensaron en reflotar el juicio que había quedado de alguna manera encajonado.
–¿El juicio había quedado parado porque ustedes habían vuelto a la Argentina?
–En parte lo habían encajonado porque allá iba muy lento, y en parte porque nosotros no habíamos movido nada ya que para nosotros siempre fue más importante lograr que los represores fueran juzgados acá. Entonces la lucha se dio a partir del ‘90 con los compañeros de la Liga de los Pueblos, con los abogados Maniga y Gentilli, con Jorge Iturburu, que era el argentino que trabajaba con ellos y nosotros acá. Nuestros abogados habían seleccionado 117 casos de italianos desaparecidos, con pruebas suficientes y más de cincuenta militares acusados. En un momento, el fiscal Antonio Marini se desentendió del juicio y pidió que la causa se archivara. Pero después la tomó otro fiscal y pensó que las causas que tenían más probabilidad eran ocho casos de víctimas, de los que en su mayoría se habían recuperado los cuerpos. Y siete militares acusados: Suárez Mason, Riveros, el capitán Gerardi, de Prefectura y cuatro suboficiales. Y fue muy importante que en el ‘98, el presidente Prodi aceptara que el Estado italiano se declarara parte civil en el juicio.
–¿Cuál fue su función para sacar adelante el juicio?
–Yo era la que estaba acá más libre, y era de los que lo habíamos empezado con Juana Bettanin, Dora Salas, Marta Fragale, que habíamos ido a esa entrevista famosa en el ‘83 y fui la que más o menos seguí la relación con todos los grupos y con el conocimiento que tenía con políticos, con centrales sindicales y con legisladores que siempre estuvieron con nosotros... De alguna manera era la que representaba a los familiaresitalianos en la Argentina y en Italia. El juicio terminó con la condena el 6 de diciembre del año pasado. Fue una gran alegría para nosotros.
–¿Su familia era muy católica, tenían militancia política?
–Como todo el mundo. Pero yo metí a mis hijos en una escuela italiana bilingüe, quizá por mis raíces italianas. Cuando fueron más grandes me criticaban por haberlos mandado allí. Mi esposo era empleado, mi clase social no tenía nada que ver con los que mandaban allí a sus hijos. Adriana, mi hija, tuvo de compañeros a la hija del embajador, del director de la Pirelli, Luigi Visignani y demás. Cuando se estaba investigando la P-2 en Italia apareció en una revista Licio Gelli con su delfín, y era el Luisito Visignani. Teníamos la escuela enfrente y allí enseñaban religión. Y no obstante, en esa escuela también hubo movimiento. El director de Garage Olimpo, Marco Vecchi, también fue alumno. Hacían las misas en el Lasalle, públicas, misas y confesiones comunitarias. Yo lo vivía contado por ellos y después lo viví con estos curas que iban a parar a Roma. Nosotros éramos peronistas pero no de ir a manifestaciones. Mi primera manifestación en la calle, con mucho miedo, fue con la asunción de Cámpora, así que imagínese todo lo que no hice. Yo crecí con la militancia de mis hijos que eran de la Juventud Universitaria Peronista (JUP).
–¿Usted dice que la embajada italiana simpatizó con los militares durante la dictadura?
–Habría que investigar más el comportamiento de la embajada italiana durante la dictadura, cuántos intereses había. La escuela italiana donde estudiaron mis hijos se resiste todavía a poner una placa en memoria de los desaparecidos. Mis hijos fueron los únicos desaparecidos de esa escuela, pero hubo otros que estuvieron secuestrados, entre ellos Alessandro Ferrara, que está en Italia. El papá de Marco Vecchi fue testigo en el juicio porque conocía a gente de la FIAT, de la Pirelli, y por esos contactos pudo llegar hasta Suárez Mason para que su hijo fuera blanqueado. Cuando vino el presidente Carlo Ciampi, una de las cosas que le pedimos fue que se pusiera esa placa por los desaparecidos del colegio, así como se están poniendo en colegios y hospitales. Todos aceptaron, incluso el embajador mandó una carta. Pero en el colegio no quieren. Mi hijo Miguel Angel tenía 20 años y tenía una noviecita, María Rosa, y mi hija Adriana, que tenía 24, estaba en Brasil y viajaba a Buenos Aires para rendir sus exámenes. Yo sufría. Conocí siempre la militancia de ellos y traté de ayudarlos en lo que podía.
–¿Antes de que secuestraran a sus hijos, ya conocía la existencia de los organismos de derechos humanos?
–La verdad que no. Cuando secuestraron a Miguel Angel, el 29 de mayo del ‘76, todavía no conocía la existencia de los organismos. Sabía lo que se decía. Una prima de mi marido es la consuegra de Marta Vázquez, o sea la mamá de César Lugones que ya había caído con un grupo de chicos y chicas y me habían llamado para que le hablara a mi primo político, que era teniente coronel, o a mi primo el marino y lo había hecho. Mi hijo trabajaba en Techint y estudiaba arquitectura. Mi primo era almirante, pero dejó el arma poco después, era comandante de la base Espora en Punta Alta, en la aviación naval. Se vino de allá para buscarlo, pero nunca supo nada de Migue... En ese momento se decía que no había que mover mucho para no perjudicar a los detenidos. Por mucho tiempo esperé que mi primo tuviera noticias. Era un ida y vuelta con la novia de mi hijo. A ella no la querían porque decían que era la que había metido a Miguel en la militancia. Los padres de María Rosa nos pagaron los pasajes a Brasil.
–¿Y cuándo secuestraron a Adriana?
–Volví de Brasil con ella y María Rosa y nos alquilamos un departamento en Villa Devoto. Adriana se operó y se puso a trabajar como secretaria bilingüe, María Rosa en un estudio y yo en un consultorio médico. Y allí recibí un día el llamado de Katy Neuhaus, de Madres, para decirme que había una reunión muy importante en Callao y Corrientes, era 1976. Allí estaba la Liga por los Derechos del Hombre y había empezado a funcionarFamiliares. Era impresionante la gente que había. Allí se habló de los hábeas corpus y al día siguiente esta chica Julia Sarmiento y otra compañera, Silvia Gurrea, me hicieron el hábeas corpus de mi hijo. Eso fue en enero del ‘77. En abril se llevaron a Adriana. Yo ya estaba funcionando dentro de Familiares y yendo a la Plaza.
–¿Por qué se fue en el ‘79?
–Fui por Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas a Puebla, en México, cuando fue el Papa, que fueron Madres, Familiares, Abuelas y otros organismos. Yo no viajé con el grupo de Madres y de Familiares, sino que fui sola con un chico, un militante. Lo estaba acompañando como si mis hijos hubieran necesitado que alguien viajara con ellos para salir del país. Cuando llegué a Puebla, estuve con todos los familiares. Estuve en una casa con Marta Bettini, con Thelma Jara, ya el Papa se había retirado, no se había podido tener una entrevista con él, sólo pudimos tirarle una carta, pero empezaba el seminario en Puebla y ahí me enteré de que este chico que había viajado conmigo estaba chupado por la marina, que lo habían hecho viajar conmigo, todo muy organizado por la otra chica, Julia, la que me había hecho el hábeas corpus por mi hijo. Este chico era el responsable político de ella. Fue muy espantoso. Era la primera vez que salía del país, el viaje más largo que había hecho había sido a Colonia. Me quedé la semana del seminario con las Madres. Tuvimos las entrevistas con todos los obispos, entre ellos Pio Laghi, que nos dijo: “Tres años es mucho tiempo y si están muy torturados no los van a dejar en libertad”. Y después tenía que decidir qué hacía con mi vida. Estaba sola. Había quedado viuda en el ‘68 y mis dos hijos secuestrados. Surgió la oportunidad de ir a hacer denuncias a Europa con una plata que daban los benedictinos y fue también una forma de protección.
–Thelma Jara volvió y la secuestraron...
–Thelma estaba conmigo allá y dijo que se volvía. Acá en Buenos Aires paró en la casa de mi mamá. Su ex marido estaba enfermo de cáncer y la llamaron para que lo fuera a cuidar y cuando salía del Hospital Español la secuestraron. Vio cómo Julia, que estaba colaborando, presenciaba las torturas que le hicieron. Fue muy horroroso. En México me conocían Jorge Adur y Rafael Iacuzzi, que estaban como sacerdotes. Adur había ido a París a ver a su hermana. Cuando llegué a París me fue a buscar con Adriana Lesgart. Empecé una gira por distintos países hasta llegar a Ginebra. Ahí nos encontramos con delegaciones de la Argentina y después fuimos a Italia. Pensaba sacar la ciudadanía italiana y volver inmediatamente. Pero la ciudadanía tardó un año y medio. Allí conocí a parte de mi familia que vivía en Génova y en el Veneto. Todo el trabajo que hicimos partió de ahí, con los demás exiliados que estaban en Roma.
–¿Y de qué vivía allí?
–Bueno, hice de todo, pero más que nada trabajé de cocinera. Antes que eso, en Ginebra, hicimos un ayuno porque la URSS impedía que fueran discutidos los derechos humanos en la ONU. Lo hicimos con uruguayos, argentinos y chilenos en un templo metodista que no se usaba. A partir de ese ayuno, el tema se empezó a tratar. Hacíamos mucho lobby. Nos dijeron que el Papa era el único que podía hacer algo y que teníamos que tratar de verlo. Nos fuimos para Roma. Con Marta Bettini y Juana Bettanin nos presentamos en la Plaza San Pedro, un miércoles cuando el Papa hacía su vueltita y ahí pedimos una entrevista a viva voz, el Papa estaba a dos metros. Nos dijeron que la tramitáramos por la secretaría. Fuimos y nos contestaron que no podía hacerse porque tenía que viajar a Irlanda en esa famosa visita. Marta Bettini era muy religiosa, su marido desaparecido era presidente de la asociación católica, su yerno desaparecido era oficial de marina y también estaba desaparecida su madre de 80 años, además de una nuera y un hijo muerto en el ‘74 por la Tres A. Todos de la Acción Católica de La Plata. Cuando nos dijeron que el Papa no nos iba a recibir, la Marta Bettini se puso las manos en la cintura y le dijo al cura:”entonces, padre, el día que a ustedes los maten a todos, nosotros nos quedaremos mirando cómo los matan”.
–¿Y entonces qué hicieron?
–Decidimos hacer un ayuno como en Ginebra. Fuimos a los palotinos, pensando que por lo que había pasado acá con los palotinos, nos iban a abrir las puertas. Dijeron que sí, pero que teníamos que hablar con el párroco pero el religioso nos dijo que tenía miedo por los palotinos de la Argentina. Había un senador que era de los católicos de izquierda, de un partido que ya no existe, Izquierda Independiente, que casi todos eran católicos y aliados de los comunistas. Esta gente nos llevó a una parroquia en los alrededores de Roma. Fuimos a verla porque no teníamos otra. No era la mejor porque estaba lejos del centro. Estos curas, no digo que eran progresistas, pero ellos soñaban con los países del Tercer Mundo para cambiar la Iglesia Madre en Roma. Nos dijeron que sí. Eramos siete ayunantes y catorce que nos apoyaban. La gente de ese barrio nos consiguió catres, bolsas de dormir. Dormíamos en la Iglesia y fuera de ella hacíamos toda la parte política. Nos decían: “Vengan, coman, total nadie se va a dar cuenta”, pero nosotras no probamos bocado en tres días. Hubo muchos periodistas. Todo para llegar al Santo Padre y no nos dio bolilla.
–¿No se cansaron de buscar tanto la atención del Papa, tan elusiva, no se sintieron frustradas?
–Era lo único que podíamos hacer. Después del ayuno, el párroco nos invitó a contar nuestros testimonios junto con Juana Bettanin. El de ella es terrible. Fuimos a catorce iglesias de Roma y juntamos las catorce firmas de los curas. El párroco amigo se había comprometido a llevar esa carta al secretario político del Vaticano para que le llegara al Papa en mano. Y el 26 de octubre de 1979, en el Angelus de los domingos, el Papa habló de los desaparecidos en la Argentina. Era la primera vez y, si uno entendía bien sus palabras, en realidad nos daba el pésame por los muertos. Yo creo que el Papa estaba muy bien enterado, porque se le daba toda la información, la de los chicos, todo. A partir de eso nos quedamos a vivir en la parroquia porque no teníamos un peso. La Juana Bettanin consiguió parar en la casa de amigos y yo me quedé como cocinera en la parroquia. Seguíamos haciendo el trabajo político. Una vez me pusieron el candadito en el teléfono para que no hablara tanto. Yo cocinaba, planchaba, iba a hacer las compras y después, con todos los compañeros, iba a hacer las denuncias. Hablaba con diputados, con el presidente Pertini. Fue muy enriquecedor.
–¿Todo el tiempo que vivió en Italia estuvo en la parroquia?
–Primero vivía y dormía ahí. Había tres curas muy piolas y otro más viejo que lo hacía por afecto. Después alquilé una habitación en casa de una señora mayor, cerquita de ahí. Tenía más independencia. La dueña era una maestra anciana y me veía salir y entrar a cualquier hora, no entendía nada, pensaba que yo era terrorista o putana. Fue muy enriquecedor, me sigo escribiendo con esta gente, mando saludos a través del párroco, que en aquel entonces tenía 45 años y era médico. Otro de los curas era sociólogo y otro era obrero. Gente muy piola. Había un exiliado argentino trabajando en el Vaticano. Había militado con los mapuches, estaba medio sordo por las torturas y me conectó con sacerdotes colombianos que simpatizaban con el M-19. Siempre había pensado que mandaban a los curas al Vaticano para premiarlos, ahí aprendí también que en realidad van castigados, mandan a los más rebeldes a hacer cursos de teología.
–Y finalmente el presidente Ciampi le otorgó una de las condecoraciones más importantes de Italia...
–Después del juicio, durante la visita del presidente Ciampi, lo entrevistamos. Fuimos Madres, Familiares y Abuelas. Debo decir que el caso de la hija de Estela Carlotto, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo, fue uno de los más importantes del juicio. Hubo un pedido del embajador Giovanni Ianuzzi y de personas en Italia que siempre han estado muy cerca nuestro, pensaron que Lita Boitano podía recibir esta “onnoreficenza”,como dicen ellos. Me pidieron un currículum. Mi currículum es de mamá, como el de tantas, ama de casa y después luchadora en derechos humanos a partir de mis vueltas en la Plaza y a partir de lo de Italia y un buen día me llega la noticia de que el presidente Ciampi, de “motus proprio” me había dado esta condecoración. Lo dije ese día y lo sigo diciendo, es algo que honra a mis hijos y a los 30 mil desaparecidos, yo soy simplemente una intermediaria. Al principio me daba mucha vergüenza recibir esta distinción, ni decirlo, pero al pensar en la lucha de nuestros hijos y los compañeros, creo que era útil recibirla, era algo que el gobierno italiano les debía a los desaparecidos, a todos los desaparecidos.

¿Por que Lita Boitano?

Por L.B.

Una distinción merecida

La distinción que acaba de recibir Lita Boitano, con sus 70 años, es una de las más importantes que otorga el gobierno italiano y se concede en muy contadas ocasiones y menos a personas que si bien tienen la doble nacionalidad, como Boitano, de hecho son más argentinas que italianas. Desde el punto de vista de la importancia de la condecoración, esta decisión tuvo más repercusión en Italia, donde fue recogida por los medios más importantes, que en la Argentina. Desde el punto de vista del motivo por el cual se concedió la condecoración, el hecho tiene una connotación directa sobre la Argentina.
El juicio en Italia que terminó en diciembre pasado con la condena por asesinato del ex general Guillermo Suárez Mason puso en evidencia el vacío que dejaron en la justicia argentina las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y los indultos y sumó una nueva condena internacional contra los represores argentinos. Lita Boitano, junto con otras mujeres que la acompañaron y ella nombra, fueron fundamentales para que ese juicio se realizara.
Pero además, su vida a partir del secuestro de sus hijos se convierte en un testimonio de lo que fue la lucha por la defensa de los derechos humanos durante la dictadura, tanto en el país como en el exilio. Muestra los respaldos esperados y los inesperados que encontraba una causa que no tenía demasiada prensa en ese entonces, como sucedía con una Iglesia Católica prisionera de sus conflictos internos e intereses políticos.

 

 

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