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Perfumes
El lujo del buen olor

Desde el 1600, cuando comenzaron a tapar el tufo de la corte, son una debilidad femenina, aunque los hombres ya se han sumado a la fascinación que despiertan no sólo sus fragancias sino también sus frascos.

Por María Moreno

Cuando le preguntaron a Marilyn Monroe qué llevaba puesto el día en que la fotografiaron para ilustrar un célebre almanaque, ella respondió con ingenio: “Chanel nº 5 y la radio”. Marilyn no se equivocaba: un buen perfume “viste” tanto como un traje de noche. Quizá por eso los grandes modistos del siglo XX –Patou, Chanel, Balenciaga, Rochas y tantos otros– son también empresarios perfumeros. Pero el interés por la estética de los aromas no es contemporáneo y no hay pueblo que la desconozca.
El siglo XVll es el culpable de que el perfume fuera cambiando su función de ofrenda a los dioses, conservación de los muertos y aderezo erótico a la de “tapaolores” desagradables. Las crónicas muestran cómo en Versalles, entre pesadas arañas de cristal, espejos biselados y ricos tapices, flotaba toda clase de olores non sanctos. Y bajo la peluca de cortesanos y cortesanas una fauna diminuta pero irritante exigía la frecuente tarea de un rascador. Los perfumes servían para desviar la atención de esos efluvios demasiado humanos. La primera agua de colonia elaborada en Francia había aparecido en 1390 y se llamaba Agua Húngara, una mezcla de trementina, romero, cedro y aloe. En el siglo XVlll Jean Marie Farinas inventó el agua colonia y Jean François Houbigant instaló un local en el Fauburg Saint Honoré por donde pasaba el tout Paris aunque llevara, como dice una opereta, “peluca rubia y cuello negro”.
Hoy el perfume todavía es sinónimo de París, aunque sus principales productores sean ciudades como Grasse o Montpellier. Grasse es el lugar que eligió el novelista Patrick Suskind para situar los crímenes de un perfumero del siglo XVlll llamado Grenouille, que fabricó una esencia con los fluidos de 24 vírgenes asesinadas, obteniendo un aroma irresistible (Su novela El perfume continúa siendo un best seller mundial).
Aunque Italia y los EE.UU. le dedican gran interés a la industria perfumera, es en Francia donde conserva mayor importancia: es la tercera exportación, luego de Renault y la industria nuclear.
Dicen que la fantasía de quien se hace perfumero es la creación de un producto que, más allá de su valor estético, sea causa de una inevitable atracción sexual. Calvin Klein se animó a realizarla creando Obssesion, que contiene estrógenos. Otros productos encubren con su refinamiento un origen vagamente inquietante. El almizcle, por ejemplo, se extrae de las glándulas abdominales de una cabra tibetana, la algálea de una región cercana a los órganos sexuales del gato de Algálea y el ámbar gris, directamente del intestino de los cachalotes.
Antes de la industrialización de la porcelana y del vidrio, los envases de perfume eran de piedras amorosamente talladas: alabastro, ópalo, diorita. El estilo rococó impuso los arlequines de porcelana cuya cabeza era un tapón. Los alemanes hacían perfumeros de lapislázuli en forma de pera y en Francia se impuso envolver el frasco en olorosas cajitas hechas con cáscara de bergamota. Pero en 1880 fue la intervención del vidriero Lalique, quien recibió un pedido del perfumista François Coty, la que decidió el envase moderno. Luego las cristalerías de Baccarat y Saint Louis les Bitche enfrascarían los aromas que años tras año lanzarían los artistas perfumeros. En tiempos de la segunda guerra la gente olvidó muchas cosas pero no el Chanel nº 5; ese perfume sintético que se hizo símbolo de París. Durante la ocupación alemana, decenas de gigantes de uniforme mejoraban sus modales para ir a comprar un frasquito a lo de Chanel. “Allí se apretujaba una multitud de compradores de uniforme –cuenta Edmonde de Roux, biógrafa de Coco–. Cuando el Chanel nº 5 faltaba, los extraños turistas se conformaban con robar de los estantes frascos ficticios con la marca de las dos C entrelazadas. Siempre lo mismo. Algo para llevarse. Un recuerdo de la ocupación, como quien dice, un artículo de París. Cuando Chanel murió y se hicieron cuentas se llegó a la conclusión que con solo su nº 5 había facturado quince millones de dólares.
Seguramente a la muerte de Jean Patou, otro gran modisto precursor, persuadido como Marilyn de que el perfume forma parte del vestuario, las cifras fueron semejantes. El suceso de Patou, Joy, es carísimo por más de un motivo. Pero sin duda el más importante es que hoy se fabrica al igual que durante su nacimiento, en la década del treinta, como si cada frasquito fuera una pieza única. Su base es esencia rosa de Bulgaria y jazmín. Cada frasco es pulido, pintado con líneas de oro fino y rellenado mediante un cuentagotas, todo rigurosamente hecho a mano. El cuello y el tapón se lijan hasta que ensamblen a la perfección, se cubren con una membrana húmeda y se aseguran con varias vueltas de hilo de oro.
Hay costumbres que atraviesan los siglos y que se conservan contra viento y marea. Por ejemplo, la de colocar perfume en el dobladillo de los vestidos y en el forro de los tapados de piel. Respecto de dónde es aconsejable ponerse perfume hay un eterno debate: si en todos los huecos del cuerpo o sólo una gota tras el lóbulo de la oreja. Chanel fue mucho más precisa: uno debe ponerse el perfume en las partes donde quiere ser besado.

 

sobre gustos...

Por Sandra Russo

Tejer

Cuando tenía nueve años, mi mamá me llevaba a una lanería de Quilmes en la que ella y otras mujeres se reunían en las tardes de invierno a aprender, profesora con bifocales mediante, a tejer puntos que a mí, que sólo dominaba el Santa Clara y el punto elástico, me parecían tremendamente rebuscados. La profesora me dejaba ovillar, pero no como en casa, que me quedaban los brazos acalambrados de tanto sostener la madeja en una pose digna de la Momia, sino con un aparatito que sostenía por sí mismo la lana y a medida que una iba dando vueltas una sencilla manivela la convertía en un ovillo perfecta, intachablemente redondo. Mientras daba vuelta la manivela y entre los comentarios correctivos de la profesora de tejido, no podía sustraerme al encanto de ese gineceo amistoso, despreocupado y un poco distante entre esas amas de casa que obligaban a sus maridos e hijos a andar todo el invierno cubiertos de pulóveres plenos de ochos y guardas, y a esperar el comentario halagüeño para contestar: “Me lo hizo mi mamá”.
Ahora, cuando cada invierno voy a la Casa Holandesa a comprar las lanas de la temporada, también veo a un grupo de mujeres, probablemente más abuelas que madres, prestando mucha atención a las instrucciones de la profesora, y me pregunto hasta qué punto aquel recuerdo tamizado por el aire ligeramente viciado de la lanería quilmeña no es el que me empuja cada mayo o junio a elegir las texturas, los colores, las mezclas, las combinaciones, el grosor de las agujas.
Acaso deba aclarar que no sé tejer. Cuando era chica sabía y hasta hacía suéters escote en V, pero después me di cuenta de que lo que me alivia, me distiende, me cobija, me divierte, me entusiasma y me ilusiona no es tejer algo y terminarlo, sino tener el tejido entre las manos, conversar mientras tejo, mirar tele tejiendo, observar las hileras de puntos y admirarme de la exacta tensión que hay entre ellas. Tejo siempre bufandas y nunca termino ninguna. Debo tener como siete bufandas inconclusas, todas juntas en un cesto de mimbre, y me gusta mirarlas y hasta me gusta que estén por la mitad. Siento mucho placer si es sábado y hace frío, y yo sé que voy a tejer sin importar lo que teja. Es mi sinsentido personal, mi tara, mi súper programa bomba, algo que me asegura que tengo un hogar.

 

 

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