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“Pensé que podía devolver la voz
a las víctimas del Holocausto”

La escritora Juana Salabert
cuenta la gestación de "Velódromo de Invierno", por la que acaba de ganar el XV Premio Biblioteca Breve de Seix Barral. La novela parte de una conmovedora historia real.

Juana Salabert nació en París en 1962, hija de españoles exiliados durante el franquismo.

Por Verónica Abdala

Una mañana de julio de 1942, en que el sol destellaba sobre las aguas del Sena y se anunciaba un día abrumadoramente caluroso, 13 mil personas –con la estrella amarilla que los identificaba como judíos cosida en la solapa- fueron encerradas en el Velódromo de Invierno de París. Habían sido detenidas, en una inmensa razzia, por orden de las autoridades alemanas de ocupación, con el visto bueno del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain. De ellas, 4051 eran niños. El destino de aquellas 13 mil personas fue horroroso: el campo Auschwitz–Birkenau. Sin embargo, cinco de aquellas 13 mil personas se salvarían del exterminio, ejecutado en el marco de la operación cínicamente bautizada “Viento Primaveral”. Fueron cinco niños que, movidos por el instinto de supervivencia y la intuición, lograron fugarse del Velódromo, antes de ser sacados de París. Nunca volverían a verse entre sí.
La escritora Juana Salabert (París, 1962) partió de estos hechos para dar forma a la novela Velódromo de Invierno, por la que acaba de ganar el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral por decisión de un jurado compuesto por Guillermo Cabrera Infante, Pere Gimferrer, Almudena Grandes, Susana Fortes y Adolfo García Ortega. El jurado de la decimoquinta edición del concurso consideró la novela como “una obra conmovedora, y perfectamente estructurada”. Entre los escritores que se alzaron con el premio en ediciones anteriores figuran Juan Marsé, Mario Vargas Llosa, Luis Goytisolo, Guillermo Cabrera Infante y Carlos Fuentes. Salabert, hija de españoles exiliados en París durante los años del franquismo, es licenciada en Filología Francesa y vive en Madrid. Sólo una mujer, Nivaria Tejera, en 1971, había ganado antes el concurso de la editorial española.
Salabert narra en la novela, que acaba de publicarse en la Argentina, la odisea de Ilse Landerman, una niña que consigue escapar de las garras de los nazis, dejando en las graderías del Velódromo a su madre y a su pequeño hermano. Ilse crecerá presa de aquel recuerdo, y con el peso de un doble estigma sobre sus espaldas: el del perseguido y el del sobreviviente. Esa culpa que Primo Levi definió como “la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro”. En los años de la madurez, el personaje central de la novela vivirá en carne propia, además, la dolorosa contradicción entre la necesidad de olvidar lo que le hace tanto daño, y la de recordar, honrando la memoria de los muertos, de sus muertos. Serán su hijo, Herschel Dalmases, y un anciano sefardí amigo de la protagonista, Sebastián Miranda, quienes podrán recomponer, en los años ‘90, las piezas de ese inmenso rompecabezas roto que terminó siendo su vida, a partir de un testamento que Ilse ha dejado a resguardo en una caja fuerte en Puerto Rico, y en el que repasa su historia. La ficción logra, en ese punto, ser mucho más que el retrato de un tiempo histórico. Y confirma que esa suma de “mentiras” que componen una novela pueden ser mucho más significativas que la verdad histórica, al menos esa que los manuales se han empeñado tozudamente en distorsionar.
“He vivido inmersa en el horror hora por hora, durante el tiempo que me llevó escribir este libro. Al punto que hubo momentos en que me sentí casi enferma”, cuenta Salabert durante la entrevista con Página/12, que concede de paso por Buenos Aires. Aquellas imágenes del Velódromo que le mostraban las maestras en la escuela, durante sus años de formación en Francia, marcaron su psiquis definitivamente, dice al ahondar en su memoria emotiva. Fue por aquellos días, y después de llorar largamente leyendo el diario de Ana Frank, a los ocho años (“una de las mayores conmociones de mi vida”), que se juró en la soledad de su cuarto escribir algún día una novela para homenajear a las víctimas del nazismo, intentando "devolverles la voz". De esas imágenes, apunta infantiles, " nació ésta, que intenta ser una novela sobre la orfandad y la filiación". Y simultaneamente "una reivindicación del sentido de la memoria.”
–La denuncia al totalitarismo es uno de los ejes temáticos centrales de la novela. Juana Salabert:
–Es un tema que me obsesiona: cómo es que los seres humanos llegan a vivir en la abyección pura, cómo pueden someter, torturar, asesinar a otros seres humanos. Por supuesto que me interesaba abordarlo desde la mirada de las víctimas. El solo hecho de imaginar lo que unos seres humanos son capaces de hacer con otros es de por sí muy dramático, y hacerlo desde el lugar de la literatura es siempre un desafío. Porque no me interesa contar este tipo de historias de manera edulcorada, al estilo de como me parece que Steven Spielberg se propuso contarlas en La lista de Schindler, y a su vez el repaso de éstas se vuelve muy duro para el lector.
–A usted no le preocupa “proteger” al lector.
J.S.: –En absoluto. La literatura no es sólo para entretenernos, ni los escritores estamos para hacerles el camino fácil a los lectores. Yo creo que el verdadero arte siempre refleja un conflicto, incluso cuando está dirigido a los niños. Por eso no me van las historias de Disney y su visión edulcorada del mundo, que se traslada a la de la condición humana. A mí, en el momento en que escribo, no me interesan ni los lectores ni los críticos. Si las novelas son sólo entretenidas, no son literatura: leer siempre exige un esfuerzo.
–¿La escritura fue para usted también una suerte de catarsis?
J.S.: –Sí, y fue especialmente intensa, porque encarnó muchas de mis peores pesadillas y de mis más ambiciosos deseos.
–¿En qué puso especial énfasis desde el punto de vista histórico?
J.S.: –Me interesaba también dejar en claro que esas personas, que eran reclutadas en el Velódromo para ser asesinadas, eran detenidas por policías franceses, colaboracionistas de los alemanes, porque ese dato ha sido ocultado con cierto disimulo por Francia, que traicionó así sus ideales de la revolución y sus aspiraciones democráticas. A mí no me interesa ser una persona históricamente vengativa, pero creo que cierta justicia hacia las víctimas es necesaria. No olvidemos que muchos de los responsables de esa redada murieron condecorados. O viven y son viejecitos aparentemente respetables.
–¿Y cómo superó, en el plano de la ficción, las contradicciones de una historia que, a pesar de ser estrictamente real en su origen, por momentos se vuelve inverosímil?
J.S.: –Todo lo que imaginé para este libro tiene bases sustentables en la realidad. El personaje de Ilse se escapa de la misma forma en que se escaparon otros chicos, en la realidad. Los datos son imaginarios, pero tienen relación directa con lo que ocurrió de verdad. Porque todo encuentra, en el plano de la fantasía, su explicación lógica. Las novelas son grandes mentiras que se sustentan en grandes verdades. Eso me llevó, en este caso, una extensa y dolorosa investigación para conocer en profundidad los hechos. Hubo días en que lloré tanto, que mi hija me decía: “Basta con esa novela, mamá, que estás volviéndote loca”. Pero afortunadamente no me quise o no me pude resignar.

 

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