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El agua al río
Por Sandra Russo

“No tengo sistema”, le dice la chica al hombre del polar verde musgo en un mostrador de Aeroparque. Southern Winds. “¿Y a mí qué me importa?”, le contesta él, que hace rato está parado mirando cómo ella mira a su vez la pantalla de la computadora. “Es que si no tengo sistema no puedo saber si usted tiene su reserva”, le sigue diciendo ella. “Yo la reserva la hice y voy a viajar. Así que no me jodas”, escupe el hombre, que mastica las palabras como cuidándose de no pegar con ellas alguna dentellada. “Señor, le digo que no tengo sistema”, insiste la chica en voz baja. “Si no tenés sistema es tu problema, no el mío. Y si no podés resolver esto, llamá a tu jefe”. “Es domingo, señor, hoy mis jefes no vienen.” “¿Y por qué no podés molestar a tus jefes y sí podés molestarme a mí?”, la corta él.
“¡Quiero el teléfono! ¡Abrime ya la puerta de la oficina que necesito el teléfono!”, grita una madre de treinta y pico que se acerca como una tromba con un bebé de un año en brazos y se mete entre la chica y el señor de polar verde musgo. “Señora, ahí hay un teléfono público”, le dice la chica. “¡No voy a hablar de un teléfono público! ¡Si no puedo viajar por tu culpa lo menos que podés hacer es prestarme el teléfono!”, le grita la joven madre, que mira desorbitada incluso a su tierno bebé.
–Estoy atendiendo al señor, señora, ¿no ve? –le dice la chica, un poco apichonada por todo el revuelo que tiene a su alrededor.
–Por mí prestale el teléfono –dice el hombre.
–¡Ya quiero ese teléfono! ¡Ya! ¿Escuchaste, tarada? ¿Escuchaste o te reviento? –vocifera la joven madre al borde de un descontrol total: es fácil imaginarla arrojándole su propio bebé por la cabeza a la chica que la mira asustada del otro lado del mostrador.
–¡Dale, che, que estamos acá hace una hora! –protesta alguien desde el final de la cola. Los miembros de la cola siguen atentamente las peleas respectivas del hombre y de la mujer, asintiendo cuando hablan los pasajeros y abucheando cuando habla la chica.
Desde dos o tres pasos de distancia, se deduce que el hombre del polar verde musgo y la joven madre desbordada no gritan como están gritando porque se cayó momentáneamente el sistema informático de la línea aérea. La ira reconcentrada de él y la furia expansiva de ella acaso expresen la caída de otro sistema en el que hasta hace poco ambos eran alguien con nombre y apellido, domicilio, pasado, presente, futuro, débito automático, crédito en dólares, hipoteca, proyectos y aspiraciones personales, y hoy los hace dudar hasta de su propia existencia. Desde dos o tres pasos de distancia, se deduce que ese hombre y esa mujer se han hartado de que los otros se escuden en un sistema que de pronto se cae como por arte de magia, cuando absolutamente nada más en este país sucede por arte de magia: en la Argentina, si hay magia, hay solamente magia negra.
La joven madre sigue gritando por el hall de Aeroparque, zarandeando al bebé. El hombre del polar verde musgo se acerca a la chica y le susurra con voz casi inaudible: “Hacé algo, querida. ¿Qué esperás, que el agua llegue al río? ¿No ves que ya llegó?”.



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