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ESTRENOS DE LA SEMANA
“EL PLANETA DE LOS SIMIOS”, REMAKE DEL CLASICO DE LOS, 60
Tim Burton hace monerías

Más de treinta años después del éxito del film original, protagonizado por Charlton Heston, el director de �El joven manos de tijeras� vuelve sobre una película de culto. �Arregui, la noticia del día�, de María Victoria Menis, propone un protagónico absoluto para Enrique Pinti.
Mark Wahlberg, sometido por el poder de los simios.


Por Martín Pérez

“He vuelto a casa”, se horroriza el hombre al descubrir los restos de la Estatua de la Libertad en medio de la playa y caer rendido ante la prueba final de que el planeta dominado por los simios en el que cayó luego de un extenso viaje espacial no es otro que su planeta de origen, la Tierra. Citado y parodiado hasta el cansancio, tanto por Mel Brooks como por “Los Simpsons”, queda claro que a Tim Burton ni siquiera le quedaba el golpe del final para aprovechar a la hora de realizar la esperada remake de aquel éxito contracultural protagonizado por Charlton Heston más de treinta años atrás.
Con Mark Wahlberg (Boogie Nights, La tormenta perfecta) en lugar de Heston y apoyándose en el soberbio trabajo del especialista en maquillaje Rick Baker (ganador de seis Oscar), el resultado de su intento de aggiornar semejante marca de fábrica –algo que la Fox ha intentado hacer infructuosamente durante casi toda la década del noventa– pone al cine de Burton demasiado cerca de aquel frustrante primer Batman. Sitiada por el peso de la expectativa y el marketing, este nuevo Planeta de los simios es una película que sorprende estética e incluso intelectualmente, pero que jamás termina de fluir cinematográficamente y siempre parece estar a punto de empezar.
Film de acción y entretenimiento dedicado –antes que nada– a cumplir con lo que promete, la disfrutable pero frustrante versión Burton de la obra original del francés Pierre Boulle empieza y termina bien lejos de su primer referente cinematográfico. Su punto de partida es la mano de un chimpancé jugueteando sobre los controles de una nave espacial, pero rápidamente aparece en escena el entrenador del simio, interpretado por Mark Wahlberg, uno de los tantos tripulantes de una nave que parece prestada por la saga de “Viaje a las Estrellas”, encargada de estudiar una extraña nube espacial. Hacia esa nube viaja el chimpancé y a su rescate partirá el personaje de Wahlberg, que así caerá en el benemérito planeta de Darwin en reversa, en el que el mono desciende del hombre.
Fanático confeso del film original, Tim Burton se toma todas las libertades posibles a la hora de desplegar la trama de su nueva versión, pero al mismo tiempo regala todo tipo de homenajes e ironías en su recorrido. Allí está Charlton Heston recitando las frases más antihumanas del film, en su papel de mono mayor y ya en el fin de sus días. O sino el consejo que el traficante de humanos le dedica al mono que quiere comprar un niño para su hija: “Asegúrese de deshacerse de él cuando llegue a la pubertad. Créame: no le gustaría tener en su casa a un humano adolescente”.
Como era de esperarse, sus imponentes simios protagónicos no tienen punto alguno de comparación con las balbuceantes máscaras de la versión de tres décadas atrás. Al mismo tiempo, lejos de humanizarse al alcanzar el raciocinio y el habla, los monos de Burton jamás dejan de ser monos. Saltan, trepan y cuelgan como el mejor mono de circo, pero no por eso dejan de ser capaces de protagonizar escenas shakespereanas como cuando el simio más malo de todos abre la boca del humano más humano buscando algún resto de alma allí dentro. Toda esa personalidad y protagonismo, sin embargo, apenas si permite disfrutar de las interpretaciones. Tim Roth como el antagonista de Wahlberg y Helena Bonham Carter como su defensora apenas si son disfrutados en sus roles actorales debajo de las tres horas de diario maquillaje.
Con toda una historia cinematográfica dedicada a ridiculizar al ser humano como raza –no olvidar la furia de Marcianos al ataque–, no sorprende que Burton le ponga la firma a un film que termina colocando al odio armado dentro de una jaula, para que se dispare a sí mismo. Pero en la búsqueda de que la fábula se desarrolle ordenadamente, de acto en acto, el simiesco mundo de su film termina perdiendo perspectiva, hasta parecer apenas un humilde terrario escolar, en el que monos y humanos despliegan sus acciones como hormigas construyendo su hormiguero contra las dos dimensiones del vidrio que las expone. Esa tercera dimensión es por la que lucha Tim Burton infructuosamente entre tanto entretenimiento, y que ni siquiera alcanza en un acelerado y sorpresivo final que busca imitar la contundencia del original.

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“ALEXANDER Y NATALIA”, CON JOHN TURTURRO Y EMILY WATSON
Un amor puesto en jaque

Por M. P.

”Maestro, maestro”, gritan los responsables de recibir al gran ajedrecista Alexander Luzhin en la estación ferroviaria de un idílico paisaje estival de la Italia de los años veinte, a donde llega para jugar por el título mundial. Ensimismado en sus pensamientos, Luzhin apenas si se da cuenta de que ha llegado al final de su viaje, que es donde comienza la aventura. Porque esos gritos y ese ensimismamiento son el punto de partida para Alexander y Natalia, una historia de amor con piezas blancas y negras como escenografía, y dos protagonistas: él, un genio del ajedrez pero patético en la vida diaria; ella, una mujer llena de sentido común, y por eso mismo capaz de elegir amar a un personaje tan tragicómico como el perdido y genial Alexander.
Basada en una novela del venerado escritor ruso Vladimir Nabokov (Lolita), Alexander y Natalia es obra de la directora Marleen Gorris, ganadora del Oscar a la mejor película un lustro atrás por su film Memorias de Antonia. Si la intrincada y sutil obra de Nabokov siempre ha sufrido al ser trasladada al cine, Alexander y Natalia no es la excepción. Con John Turturro como Alexander y Emily Watson como Natalia, Gorris cuenta la historia de un romance nacido de un encuentro azaroso, en vísperas de un torneo importante para el desequilibrado Alexander.
Lejos de los habituales freaks excitados y egomaníacos que suele componer, Turturro es en la piel de Alexander un patético Charlot que deambula por los solitarios senderos de su mente. Con Turturro encarnando la clase de personaje desequilibrado a la que suele asociarse su paso por el cine, Watson encarna aquí el equilibrio emocional femenino, tan equilibrado en su femineidad que es capaz de elegir el camino más difícil para su amor.
Con un despliegue permanente de flashbacks psicológicos detrás, y una prepotente banda de sonido que se pone siempre por delante, Alexander y Natalia se torna excesivamente previsible en su extenso desarrollo. Con el ajedrez presentado como apenas una excusa para el drama, el film de Gorris irá sumando escollos para el amor de sus dos protagonistas con el correr del metraje, pero ninguna de esas jugadas servirán para complejizar el entramado de un tablero que apenas si presenta la partida más previsible de todas las que puede presentar el sufrido catálogo de amores malditos y cinematográficos.

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Cuando la noticia del día es un hombre gris, muy gris

Por Luciano Monteagudo

Pobre Arregui. Lleva toda una vida enterrado en un oscuro archivo de un anexo de Tribunales, apilando papeles y expedientes, mientras la vida le pasa por al lado. “Es un hombre de trabajo, incapaz de levantar la voz”, dicen de él sus compañeras de oficina, dos loros parlanchines, habituadas al chisme y al mate con bizcochitos de grasa. Es que Arregui es lo que se dice “una persona normal”: un hombre gris, tímido, alérgico al polvo, uno de esos empleados que nunca se atreven a sacarse el saco y la corbata y a ponerse un jean. Tan bueno como cobarde, Arregui es una de esas personas que no sabe decir que no. Y, sin embargo, un día, nadie sabe bien por qué, se rebela tímidamente, empieza a alzar la voz, se larga a repartir verdades y termina prófugo, perseguido por la policía y los movileros de la televisión, siempre en busca de la fugaz “noticia del día”, esa que a la mañana siguiente ya fue olvidada y sepultada por otra cualquiera.
En su segundo largometraje, después del ya lejano Los espíritus patrióticos (1989, codirigido junto a Pablo Nisenson), la directora y guionista María Victoria Menis estructura su relato a partir de una pregunta que se repiten todos a coro, testigos, familiares y cronistas: ¿porqué Arregui hizo lo que hizo? La respuesta la irá encontrando –cansina, repetidamente– en la mediocre vida familiar del protagonista, en ese trabajo agobiante y sin horizontes, en las flaquezas y temores del propio Arregui, un hombre que ha estado toda la vida esperando algo que ni siquiera sabe demasiado bien qué es y que nunca se atrevió a buscar.
Pasaron 35 años desde que Arregui (Enrique Pinti) conoció a Isabel (Carmen Maura) en un corso de la provincia de Corrientes. Por entonces, ella todavía era una princesa gitana, recién llegada de España, pero él ya llevaba puesto el disfraz de Oso Carolina. Hoy apenas si comparten castamente la cama y un minúsculo departamento del que todavía no se han ido sus hijos (Daniel Casablanca, Vanessa Weinberg), dos grandulones embrutecidos por el fútbol y la televisión, sin otra perspectiva que resignarse a esperar que alguna vez Racing salga campeón o rezar para no quedar embarazada. Todo este material parece anunciar, en un comienzo, una aproximación al grotesco criollo, con su crítica social y su tragicómico cuestionamiento de costumbres, pero a poco de andar Arregui, la noticia del día se va agotando en la mera descripción de sus personajes, como si el guión de Menis y Diana Iceruk no alcanzara nunca a avanzar dramáticamente más allá de la presentación de la situación inicial. La película –que para ser una comedia tiene graves problemas de timing– especula durante un buen tramo con la revelación de lo que hizo Arregui, pero cuando esa revelación llega parece pobre, insuficiente. Es buena la idea de hacer del contexto de Arregui un barullo permanente –de radios, portazos, teléfonos celulares– pero esa confusión en la que vive el personaje se transmite peligrosamente a la película toda.
En su primer protagónico en el cine Pinti se ha preocupado por ceñirse siempre a un tono muy cauto, medido, alejado del enérgico y verborrágico personaje teatral al que se lo suele asociar. Se diría que en su composición, nunca exenta de verdad, está lo mejor de Arregui, que se beneficia también de la sobriedad de Carmen Maura, a pesar de que más de una situación de la película intenta ponerla al borde de un ataque de nervios.

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