Por Martín Pérez
He vuelto a casa,
se horroriza el hombre al descubrir los restos de la Estatua de la Libertad
en medio de la playa y caer rendido ante la prueba final de que el planeta
dominado por los simios en el que cayó luego de un extenso viaje
espacial no es otro que su planeta de origen, la Tierra. Citado y parodiado
hasta el cansancio, tanto por Mel Brooks como por Los Simpsons,
queda claro que a Tim Burton ni siquiera le quedaba el golpe del final
para aprovechar a la hora de realizar la esperada remake de aquel éxito
contracultural protagonizado por Charlton Heston más de treinta
años atrás.
Con Mark Wahlberg (Boogie Nights, La tormenta perfecta) en lugar de Heston
y apoyándose en el soberbio trabajo del especialista en maquillaje
Rick Baker (ganador de seis Oscar), el resultado de su intento de aggiornar
semejante marca de fábrica algo que la Fox ha intentado hacer
infructuosamente durante casi toda la década del noventa
pone al cine de Burton demasiado cerca de aquel frustrante primer Batman.
Sitiada por el peso de la expectativa y el marketing, este nuevo Planeta
de los simios es una película que sorprende estética e incluso
intelectualmente, pero que jamás termina de fluir cinematográficamente
y siempre parece estar a punto de empezar.
Film de acción y entretenimiento dedicado antes que nada
a cumplir con lo que promete, la disfrutable pero frustrante versión
Burton de la obra original del francés Pierre Boulle empieza y
termina bien lejos de su primer referente cinematográfico. Su punto
de partida es la mano de un chimpancé jugueteando sobre los controles
de una nave espacial, pero rápidamente aparece en escena el entrenador
del simio, interpretado por Mark Wahlberg, uno de los tantos tripulantes
de una nave que parece prestada por la saga de Viaje a las Estrellas,
encargada de estudiar una extraña nube espacial. Hacia esa nube
viaja el chimpancé y a su rescate partirá el personaje de
Wahlberg, que así caerá en el benemérito planeta
de Darwin en reversa, en el que el mono desciende del hombre.
Fanático confeso del film original, Tim Burton se toma todas las
libertades posibles a la hora de desplegar la trama de su nueva versión,
pero al mismo tiempo regala todo tipo de homenajes e ironías en
su recorrido. Allí está Charlton Heston recitando las frases
más antihumanas del film, en su papel de mono mayor y ya en el
fin de sus días. O sino el consejo que el traficante de humanos
le dedica al mono que quiere comprar un niño para su hija: Asegúrese
de deshacerse de él cuando llegue a la pubertad. Créame:
no le gustaría tener en su casa a un humano adolescente.
Como era de esperarse, sus imponentes simios protagónicos no tienen
punto alguno de comparación con las balbuceantes máscaras
de la versión de tres décadas atrás. Al mismo tiempo,
lejos de humanizarse al alcanzar el raciocinio y el habla, los monos de
Burton jamás dejan de ser monos. Saltan, trepan y cuelgan como
el mejor mono de circo, pero no por eso dejan de ser capaces de protagonizar
escenas shakespereanas como cuando el simio más malo de todos abre
la boca del humano más humano buscando algún resto de alma
allí dentro. Toda esa personalidad y protagonismo, sin embargo,
apenas si permite disfrutar de las interpretaciones. Tim Roth como el
antagonista de Wahlberg y Helena Bonham Carter como su defensora apenas
si son disfrutados en sus roles actorales debajo de las tres horas de
diario maquillaje.
Con toda una historia cinematográfica dedicada a ridiculizar al
ser humano como raza no olvidar la furia de Marcianos al ataque,
no sorprende que Burton le ponga la firma a un film que termina colocando
al odio armado dentro de una jaula, para que se dispare a sí mismo.
Pero en la búsqueda de que la fábula se desarrolle ordenadamente,
de acto en acto, el simiesco mundo de su film termina perdiendo perspectiva,
hasta parecer apenas un humilde terrario escolar, en el que monos y humanos
despliegan sus acciones como hormigas construyendo su hormiguero contra
las dos dimensiones del vidrio que las expone. Esa tercera dimensión
es por la que lucha Tim Burton infructuosamente entre tanto entretenimiento,
y que ni siquiera alcanza en un acelerado y sorpresivo final que busca
imitar la contundencia del original.
PUNTOS
ALEXANDER
Y NATALIA, CON JOHN TURTURRO Y EMILY WATSON
Un amor puesto en jaque
Por M. P.
Maestro, maestro,
gritan los responsables de recibir al gran ajedrecista Alexander Luzhin
en la estación ferroviaria de un idílico paisaje estival
de la Italia de los años veinte, a donde llega para jugar por el
título mundial. Ensimismado en sus pensamientos, Luzhin apenas
si se da cuenta de que ha llegado al final de su viaje, que es donde comienza
la aventura. Porque esos gritos y ese ensimismamiento son el punto de
partida para Alexander y Natalia, una historia de amor con piezas blancas
y negras como escenografía, y dos protagonistas: él, un
genio del ajedrez pero patético en la vida diaria; ella, una mujer
llena de sentido común, y por eso mismo capaz de elegir amar a
un personaje tan tragicómico como el perdido y genial Alexander.
Basada en una novela del venerado escritor ruso Vladimir Nabokov (Lolita),
Alexander y Natalia es obra de la directora Marleen Gorris, ganadora del
Oscar a la mejor película un lustro atrás por su film Memorias
de Antonia. Si la intrincada y sutil obra de Nabokov siempre ha sufrido
al ser trasladada al cine, Alexander y Natalia no es la excepción.
Con John Turturro como Alexander y Emily Watson como Natalia, Gorris cuenta
la historia de un romance nacido de un encuentro azaroso, en vísperas
de un torneo importante para el desequilibrado Alexander.
Lejos de los habituales freaks excitados y egomaníacos que suele
componer, Turturro es en la piel de Alexander un patético Charlot
que deambula por los solitarios senderos de su mente. Con Turturro encarnando
la clase de personaje desequilibrado a la que suele asociarse su paso
por el cine, Watson encarna aquí el equilibrio emocional femenino,
tan equilibrado en su femineidad que es capaz de elegir el camino más
difícil para su amor.
Con un despliegue permanente de flashbacks psicológicos detrás,
y una prepotente banda de sonido que se pone siempre por delante, Alexander
y Natalia se torna excesivamente previsible en su extenso desarrollo.
Con el ajedrez presentado como apenas una excusa para el drama, el film
de Gorris irá sumando escollos para el amor de sus dos protagonistas
con el correr del metraje, pero ninguna de esas jugadas servirán
para complejizar el entramado de un tablero que apenas si presenta la
partida más previsible de todas las que puede presentar el sufrido
catálogo de amores malditos y cinematográficos.
PUNTOS
Cuando
la noticia del día es un hombre gris, muy gris
Por Luciano Monteagudo
Pobre Arregui. Lleva toda una
vida enterrado en un oscuro archivo de un anexo de Tribunales, apilando
papeles y expedientes, mientras la vida le pasa por al lado. Es
un hombre de trabajo, incapaz de levantar la voz, dicen de él
sus compañeras de oficina, dos loros parlanchines, habituadas al
chisme y al mate con bizcochitos de grasa. Es que Arregui es lo que se
dice una persona normal: un hombre gris, tímido, alérgico
al polvo, uno de esos empleados que nunca se atreven a sacarse el saco
y la corbata y a ponerse un jean. Tan bueno como cobarde, Arregui es una
de esas personas que no sabe decir que no. Y, sin embargo, un día,
nadie sabe bien por qué, se rebela tímidamente, empieza
a alzar la voz, se larga a repartir verdades y termina prófugo,
perseguido por la policía y los movileros de la televisión,
siempre en busca de la fugaz noticia del día, esa que
a la mañana siguiente ya fue olvidada y sepultada por otra cualquiera.
En su segundo largometraje, después del ya lejano Los espíritus
patrióticos (1989, codirigido junto a Pablo Nisenson), la directora
y guionista María Victoria Menis estructura su relato a partir
de una pregunta que se repiten todos a coro, testigos, familiares y cronistas:
¿porqué Arregui hizo lo que hizo? La respuesta la irá
encontrando cansina, repetidamente en la mediocre vida familiar
del protagonista, en ese trabajo agobiante y sin horizontes, en las flaquezas
y temores del propio Arregui, un hombre que ha estado toda la vida esperando
algo que ni siquiera sabe demasiado bien qué es y que nunca se
atrevió a buscar.
Pasaron 35 años desde que Arregui (Enrique Pinti) conoció
a Isabel (Carmen Maura) en un corso de la provincia de Corrientes. Por
entonces, ella todavía era una princesa gitana, recién llegada
de España, pero él ya llevaba puesto el disfraz de Oso Carolina.
Hoy apenas si comparten castamente la cama y un minúsculo departamento
del que todavía no se han ido sus hijos (Daniel Casablanca, Vanessa
Weinberg), dos grandulones embrutecidos por el fútbol y la televisión,
sin otra perspectiva que resignarse a esperar que alguna vez Racing salga
campeón o rezar para no quedar embarazada. Todo este material parece
anunciar, en un comienzo, una aproximación al grotesco criollo,
con su crítica social y su tragicómico cuestionamiento de
costumbres, pero a poco de andar Arregui, la noticia del día se
va agotando en la mera descripción de sus personajes, como si el
guión de Menis y Diana Iceruk no alcanzara nunca a avanzar dramáticamente
más allá de la presentación de la situación
inicial. La película que para ser una comedia tiene graves
problemas de timing especula durante un buen tramo con la revelación
de lo que hizo Arregui, pero cuando esa revelación llega parece
pobre, insuficiente. Es buena la idea de hacer del contexto de Arregui
un barullo permanente de radios, portazos, teléfonos celulares
pero esa confusión en la que vive el personaje se transmite peligrosamente
a la película toda.
En su primer protagónico en el cine Pinti se ha preocupado por
ceñirse siempre a un tono muy cauto, medido, alejado del enérgico
y verborrágico personaje teatral al que se lo suele asociar. Se
diría que en su composición, nunca exenta de verdad, está
lo mejor de Arregui, que se beneficia también de la sobriedad de
Carmen Maura, a pesar de que más de una situación de la
película intenta ponerla al borde de un ataque de nervios.
PUNTOS
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