Por Cecilia Hopkins
Escrita en 1887, Un enemigo
del pueblo figura entre las obras más representativas del dramaturgo
noruego por Henrik Ibsen, junto a Casa de muñecas, Los pilares
de la sociedad y Espectros, entre otros títulos que presentan conflictos
en los que, de diferente modo, la libertad y la razón del individuo
se opone a las presiones sociales. Pero su condición de clásico
no ha eximido a esta obra de hacerse acreedora de toda clase de revisionismos
y polémicas a través del tiempo. Es cierto que el autor
buscó dotar de una estatura heroica al médico solitario
que lucha en contra de los poderosos del pueblo para condenar un estado
de cosas que perjudicará gravemente a la comunidad a la cual todos
pertenecen. Pero lo que más críticas adversas cosechó
son ciertas frases acuñadas por el médico, que fueron por
atribuidas postmortem al ideario del propio autor, que así
fue tildado por algunos críticos como autoritario y retrógrado.
Una de éstas famosas afirma: El mayor enemigo de la libertad
y de la verdad de un pueblo es la mayoría, que nunca tiene razón.
¿Quiénes son los que forman la mayoría de los
habitantes de un país, los inteligentes o los estúpidos?,
se pregunta el Dr. Stockman (interpretado por Edward Nutkiewicz en esta
acotada versión dirigida por Andrés Bazzalo) cuando los
empresarios, la prensa y el intendente su propio hermano lo
presionan para que no trascienda lo que acaba de descubrir. Una investigación
le ha permitido saber que las aguas termales del balneario única
fuente de divisas del pueblo están envenenadas a causa de
los desechos tóxicos que liberan las curtiembres de la zona. Si
bien el daño podría subsanarse reinstalando las cañerías
a una mayor profundidad, las obras paralizarían por dos años
el flujo de visitantes y el caserío que estaba a punto de recibir
el espaldarazo del turismo internacional se transformará inexorablemente
en un pueblo fantasma.
Stockman se ve amenazado por un complicado brete familiar que lo pone
entre la espalda y la pared. Y aunque su mujer puede perder su herencia
a instancias de su idealismo, el hombre no parece decidido a subordinarse
a las autoridades echándose para atrás, rechazando componendas
y cualquier sugerencia de mesura. No obstante, el héroe muestra
la hilacha cuando deja entrever que estaría muy gustoso de asumir
la intendencia, desbancando del poder a su propio hermano. La puesta de
Bazzalo respeta todas las convenciones del teatro que propone Ibsen, en
cuanto al vestuario o el estilo de interpretación. La única
osadía que se permite es la de tensar una cortina de voile sobre
todas las áreas de actuación velando de este modo la visión
del público durante buena parte de la obra. Un recurso que, aunque
tiene un ilustre antecedente en el simbolista francés Lugne Poe
puede resultar molesto a los ojos de más de un espectador. Pero
hay un quiebre mayor que el director logra, involucrando al público
en la escena de la asamblea que celebra el pueblo. Un modo entre simpático
y demagógico de subrayar la hombría de bien de los asistentes,
que votan a favor del idealismo, en una mayoría abrumadora.
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