AFINIDADES
Bruce Katz y René Silva, titulares del Comité Canadiense
para Combatir los Crímenes Contra la Humanidad (CCCCH), en
un documento emitido en julio último con el título
La mundialización y la candidez del académico,
anotan algunos datos para tener en cuenta: en febrero de 1995, el
ministro de Hacienda Paul Martin anunció cortes de presupuesto
federal en Canadá, escalonados sobre un período de
tres años, que ascendían a 29 mil millones de dólares,
según indicaciones de la auditoría anual del Fondo
Monetario Internacional (FMI), cuyas consecuencias impusieron restricciones
a los planes de asistencia a los ancianos, los enfermos y los niños.
Hoy en día, según la organización Canadian
Feed The Children, hay más de 100.000 niños que van
cada mañana a la escuela sin comer. Centenares de personas
murieron en los corredores de los hospitales por falta de atención
médica debido justamente a los cortes de presupuesto. Esto
sucede en un país cuyo Producto Bruto Interno (PBI) equivale
a 800 mil millones de dólares anuales.
La Organización para la Agricultura y los Alimentos (FAO)
publicó otra estadística estremecedora: A pesar
de que la proporción de la población mundial en un
estado crónico de malnutrición se ha reducido de 37
al 18 por ciento en los últimos 30 años, el número
actual de personas malnutridas se ha reducido de 960 millones a
790 millones en los países en desarrollo. Al mismo tiempo,
existen 34 millones de malnutridos y que sufren de hambre en los
países industrializados. Para no abundar, un estudio
del Institute for Policy Studies, aparecido en United For A Free
Economy, revela que los salarios de los dirigentes de grandes corporaciones
aumentaron en 535 por ciento en los años 90 contra solamente
32 por ciento en el salario de los trabajadores. Por fin, Katz y
Silva preguntan: ¿Cómo explican que el gobierno
del Japón haya instalado espejos en las estaciones del tren
subterráneo como medida para reducir la ola de suicidios
de empleados sin trabajo?.
Aunque cada uno de estos datos habla por sí solo, combinados
sugieren otras inquietantes reflexiones. Por ejemplo, no importa
la cantidad de riqueza que produzca un país; si está
mal repartida, aumentan las penurias siempre del mismo lado, en
los núcleos más frágiles de la población.
Lo mismo sucede con las restricciones presupuestarias que, en nombre
del equilibrio fiscal, sólo agravan las injusticias. En la
década de los 90, el predominio de las ideas económicas
ultraconservadoras ha partido en dos a las sociedades capitalistas,
sobre todo a las más débiles, pero no ha sido capaz
de sostener en el tiempo los presuntos milagros del
desarrollo en ninguna de ellas ni de evitar los ciclos de crisis,
cada vez más frecuentes y extendidos. Son conclusiones sencillas
y de fácil verificación en la teoría y en la
práctica, que han quedado como la borra del café en
el fondo de los discursos y las quimeras del neoliberalismo en el
último cuarto de siglo. Enfrentar estas evidencias, cara
a cara, sin miedos ni prejuicios, aliviaría la ansiedad inútil
de todos los que hoy giran en el vacío, con la imaginación
engrillada a un programa económico que sólo atina
a repetirse a sí mismo, como una fatalidad.
¿Hasta cuándo seguirán con los ajustes, si
ninguno es suficiente? No habían terminado de aprobar la
ley del descuento del 13 por ciento, cuando ya ese recorte quedó
devorado por la caída de la recaudación tributaria.
¿Cómo van a terminar con la especulación con
bonos, emitiendo más bonos y rogando nuevos empréstitos
y anticipos? Todo el discurso sobre la independencia nacional se
hizo papel picado para agasajar a un financista de Mr. Bush, al
que se le pide que contribuya a voluntad, con lo que quiera o pueda,
para neutralizar los golpes de mercado, como si el destino nacional
dependiera de ese gesto. ¿Cuánto más humillarán
a las instituciones republicanas? En la última sesión
del Senado nacional, cuyo prestigio es menos que escaso, daba vergüenza
ajena escuchar toda clase de argumentos en contra de la ley que,
en acuerdo de cúpulas, habían decidido aprobar antes
de ingresar al recinto. Y hay quienes mencionan esa hipocresía
organizada como un acto de unidad nacional, de política de
Estado y, en el paroxismo adjetivador, de desprendimiento patriótico.
Estos mismos calificadores son los que fruncen el ceño ante
las críticas y ante los movimientos de protesta popular porque,
dicen en tono pomposo, se pone en peligro la gobernabilidad. Olvidan,
al parecer, que durante años justificaron el respeto religioso
a los compromisos con los acreedores de la deuda pública
con el cuento de la previsibilidad y la seguridad jurídica
como requisitos esenciales para definir la calidad de gobierno respetable
y duradero. ¿A dónde quedaron esos requisitos, si
ni siquiera están en condiciones de anticipar cuánto
cobrarán los empleados estatales o los jubilados el próximo
mes?
En contraste con la fragmentación del Gobierno en tendencias
y opiniones diferentes, no pocas veces antagónicas, la primera
jornada nacional de los piqueteros, el martes pasado, exhibió
niveles de organización, de responsabilidad y de prudencia
dignas del respeto de todos los ciudadanos. No es que este movimiento
popular tenga los hábitos, la conducción y el pensamiento
de un partido único, puesto que todos saben que se trata
de una conjunción realizada sobre la marcha, con toda clase
de matices humanos e ideológicos, pero se han reunido por
una afinidad que los identifica: la pobreza. El movimiento internacional
de globalifóbicos también se agrupa por afinidades,
una condición que, al parecer, tiene la capacidad de reunir
y movilizar voluntades diversas y superadoras de las crisis ideológicas
y de representación que han esterilizado a los viejos partidos
y dogmas. La afinidad tolera, incluso, que sus miembros conserven
sus antiguas camisetas partidarias o adquieran nuevas para una elección,
porque en sí misma la razón del agrupamiento no es
la toma del poder, propósito último de toda acción
político-partidaria. Más aún: en su interior
conviven sentimientos de rechazo enérgico a la política,
entendida como la actividad de los políticos, junto con adhesiones
militantes a determinados partidos, pero la afinidad logra contenerlos
a todos sin que deban exponerse a esa contradicción implícita.
La característica irrita a los gobiernos y desconcierta a
los jefes partidarios convencionales que no encuentran la brecha
para ingresar a ese tipo de movimientos con su propio mensaje. Ante
lo desconocido o la novedad, optan en general por sembrar el temor
en el resto de la sociedad, para que los afines sean
aislados en guetos específicos. Los discursos justificativos
de la diferencia, por oposición a la afinidad, suelen mostrarse
comprensivos con las demandas de los piqueteros, pero rechazan sus
métodos por violentos. Las mismas acusaciones que se aplican
a los indígenas en Ecuador y México, a los Sin Tierra
en Brasil, a los escraches ecologistas o de derechos humanos y a
tantos otros, porque son muchos, que buscan nuevos caminos para
encontrar nuevos mundos. La lógica que los inspira, sin embargo,
es tan rotunda como la que se les opone. Para los mercados
el llamado déficit cero es una manera de garantizar sus inversiones
financieras, mientras que para los piqueteros la pobreza cero es
una condición de sobrevida. Por lo tanto, sus propósitos
son incompatibles, pero no así con el resto de la sociedad
o, al menos, de la mayor parte, cuyo miedo principal hoy en día
es el miedo a la pobreza.
Cuando la realidad se examina desde este punto de vista, resulta
más claro y preciso pensar en términos de unidad nacional
alrededor de objetivos compartidos. Los políticos usan en
esto el mismo juego semántico que suelen emplear frente a
las demandas de los pobres: todos hacen gárgaras de unitarios,
pero cada uno descarga en el otro la responsabilidad de fijar el
programa de salvación. Muchos opinan en la actualidad, el
Gobierno en primer lugar, que no hay otro posible ni probable que
el de los mercados. Otra vez hay que regresar a las
evidencias propias y las del mundo: esa lógica única
está destrozando a las personas y a las naciones. Es hora
de intentar la otra: en lugar de concentrar, redistribuir la riqueza
y, en lugar de fabricar pobres, sustituirlos por ciudadanos con
plenos derechos. Una sociedad humillada, sin noción de futuro,
con una tercera parte hambrienta y desesperada, sin seguridad sobre
nada, que ya hizo todos los deberes y sigue aplazada,
¿qué más tiene para perder si intenta el otro
camino?
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