Por
Pablo Plotkin
Desde Córdoba
Los Redonditos de Ricota habían tocado sólo una vez en la
ciudad de Córdoba, en 1987, frente a 300 personas en la Asociación
Española del barrio General Paz. Catorce años después,
la criatura subterránea cobró dimensiones de coloso y el
sábado vivió su noche más multitudinaria en un estadio
del Interior. Cuarenta mil personas acudieron al Chateau Carreras para
celebrar la presentación formal de Momo Sampler en Argentina, su
primer concierto en el país en más de un año. Y mientras
las canciones opresivas del último álbum parecen querer
contar la descomposición de una realidad macabra, los viejos rocanroles
se encargan de provocar los recreos estratégicos. El show giró
en torno de esa esquizofrenia musical, propiciada por más de veinte
años de existencia y once discos conjurados como reproducciones
pop/rock de estados de ánimo extremos. Para el Indio Solari, éste
es el tiempo de contar la marcha agónica de la murga de los
renegados en plena debacle social. La catarsis de 40 mil personas
parece reforzar esa idea. Una catarsis pasional y pacífica, en
la que, sin embargo, siempre parece colarse, como emergente de un fatalismo
imposible de gobernar, la desgracia: Jorge Felipi, ricotero, 31 años,
antes de empezar el recital cayó de una baranda en que estaba sentado,
y murió una hora y media más tarde (ver aparte).
En vivo,
Momo Sampler recarga la densidad del estudio y la guitarra de Skay Beilinson
alcanza niveles de dramatismo trágico, incluso ligándolo
a ciertos compositores de cine italianos en melodías de guitarra
como la de Pool, averna y papusa (título muy Solari,
mezcla de alta cultura y jerga callejera fuera de época). El Indio,
en tanto (que le agradeció a su médico por haberlo curado
de una alergia que casi le impide actuar), multiplica los matices vocales
para las nuevas versiones de los viejos clásicos (Preso en
mi ciudad, Rock para los dientes, Unos pocos peligros
sensatos) y los temas de la sombría tríada Luzbelito,
Ultimo bondi a Finisterre (el menor de los tres) y Momo Sampler. Y aunque
hay cierta sobrecarga de tensión apocalíptica en su voz
y en el refuerzo visual del show las pantallas reproducen dibujos
animados repetitivamente siniestros, se trata de la
unificación conceptual que (casi) siempre caracterizó a
su obra.
Los personajes de Momo Sampler son, quizás, los menos entrañables
que haya parido la pluma de Solari jamás. El Sheriff
al que se le pide que meta bala, el advenedizo de Rato
Molhado, el asceta converso de Pensando como una acelga.
A diferencia de otros discos oscuros del grupo, Momo... perdió
una importante carga de ternura, apenas dosificada en Una piba con
la remera de Greenpeace y La murga de la virgencita,
dos que se inscriben en la tradición Solari de grandes-canciones-agridulces.sobre-chicas-que-sufren.
Sintonizando con el concepto apocalíptico construido por él,
el líder de los Redondos parece contemplar el desastre en un gélido
refugio nuclear, desde el que se puede ver todo el paisaje pero a donde
no llega el calor de las bombas. Su poder de observación le permite
captar el dolor, aunque desde una distancia cada vez más fría.
Las secuencias electrónicas, las voces procesadas y los solos de
saxo juegan su papel, varios pasos detrás de la robusta base de
batería doble y la guitarra omnipresente de Skay. Aún al
límite del barroquismo instrumental, Patricio Rey conserva la prolijidad,
la potencia y crece en su dimensión de banda de estadios. ¿Y
el público? El público disfruta de su rol protagónico,
explota con los viejos rocanroles e intenta familiarizarse con Momo Sampler.
Ilumina la noche con cien bengalas en la épica Juguetes perdidos
(que comienza casi como una balada soft metal hasta que entra en juego
el repique de la batería), baila en círculos en Jijiji,
agita las remeras durante el estribillo de Vamos las bandas,rockea
en Mi perro dinamita y exhibe la ansiedad por reforzar el
lazo indestructible que lo ata a las estrellas que se mueven sobre el
escenario. Los músicos, a su vez, interactúan instrumentando
algunos cantitos y hablando sólo lo necesario. Ese parece ser el
único intercambio explícito de la simbiosis. La brecha que
separa a los cincuentones del escenario de los pibes en cueros de la hinchada
se hace cada vez más grande. El único punto de contacto,
después de todo, lo más poderoso del asunto, siguen siendo
las canciones. No es poco.
CUATRO
MUERTOS EN DIEZ AÑOS
La
lista trágica
Los
Redondos arrastran una larga historia de incidentes, violencia policial
y enfrentamientos entre fans. Cuatro de ellos murieron en distintas circunstancias
desde 1991, cuando se produjo el emblemático caso Bulacio.
1991: Walter Bulacio, de 17 años, murió días después
de haber ido con unos amigos al Estadio Obras, para ver a su banda favorita.
No pudo entrar: se lo llevó detenido una redada policial, fue golpeado
en la comisaría 35, se descompuso, lo trasladaron al hospital Pirovano
y de allí al Sanatorio Mitre, donde murió tras permanecer
cinco días en estado de coma.
1998: Javier Lencina, un joven de 22 años, cayó de un tren
en marcha cuando abandonaba la ciudad de Villa María, Córdoba,
luego de un accidentado recital de los Redondos. Apareció muerto
al día siguiente, y nunca se pudo determinar si fue empujado o
si se cayó solo.
2000: Jorge Pelé Ríos, de 27 años, murió en
el hospital Pirovano luego de nueve días de internación,
a causa de las graves heridas de arma blanca que recibió durante
el primer recital realizado por los Redondos en la cancha de River. Ríos
había participado de los incidentes que se produjeron dentro del
campo de juego. Según testigos, había iniciado una pelea
armado con una trincheta, dentro de una guerra entre barrabravas de Morón,
Brown y Laferrère.
2001: Jorge Felipi, ricotero de 31 años, santafesino, se convirtió
en la cuarta víctima fatal relacionada con los Redondos. Falleció
antes de comenzar el show, al caer desde una tribuna alta del estadio
Olímpico de Córdoba.
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