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CIENTOS DE MILES DE PERSONAS FUERON AL SANTUARIO DE SAN CAYETANO
Cuando sólo queda pedirle al santo

Como cada 7 de agosto, la cola para pedir trabajo se repitió en Liniers. El cardenal Bergoglio cuestionó el contraste entre �los pobres perseguidos y los ricos que eluden la Justicia�. Historias en la fila del santo.

La multitud de devotos se encontró
con otra multitud, la de vendedores
que esperaban salvarse este año.

Demostración de fe, mercado persa, tradición popular, discurso político: todo eso fue el 7 de agosto, en el que cientos de miles de personas se congregaron en torno a San Cayetano, y se acercaron a la iglesia del barrio de Liniers para pedir o para agradecer por el trabajo. La crisis se nota en los rostros de la gente, que no sonríe pero cree, y también en las palabras del primado de la Argentina, cardenal Jorge Bergoglio, que en su anulo advirtió sobre la existencia de “pobres perseguidos por reclamar trabajo y ricos que eluden la justicia y encima los aplauden” (ver aparte). Algunos no se acercaron para hacer las quince cuadras de cola, sino que estuvieron todo el día rondando las filas, pero esperando también que San Cayetano les dé una mano con su trabajo: son la multitud de vendedores ambulantes que ofrecieron las cosas más disímiles –desde las clásicas espigas hasta dentífrico, entre otras tantas cosas–. Pero el santo ayer no pudo cumplir con ellos, que año a año son más y cada vez venden menos.
Horas y horas de espera y al fin la mirada cansada se encuentra con una estatuita protegida por un vidrio que no supera los 40 centímetros. Irma llega y acaricia el cristal, cierra los ojos, murmura unas palabras e intenta prolongar el momento hasta el infinito. Pero el infinito dura unos pocos segundos: es necesario que la fila avance, porque detrás de Irma hay alguien que espera, y detrás otro, y otro más, todos por lo mismo: “trabajo”, dice Emilio, como una obviedad.
Una valla en el interior de la iglesia aleja de la imagen a los que optaron por la fila “rápida”, que pueden ver al santo desde unos tres metros, pueden, rezar, agradecer, pero no tocar: la paciencia tiene sus privilegios. Pero hay algo que iguala a las dos filas: la necesidad y la esperanza. Jorge Roma esperó siete horas junto a sus dos hijos: “Hace cuatro meses que no tengo trabajo. Lo único que no me pueden sacar es la fe, y yo la deposito en el santito, que no me va a abandonar”, se ilusiona. “Pedir por los que no tienen, agradecer por los que tienen, nada más sencillo”, apunta Matilde. “El sacrificio es bueno, San Cayetano lo siente y nos da fuerza para seguir”, se emociona Hilda, que llega ayudada por su hija, las dos para pedir “un trabajo digno”.
Todos terminan el recorrido en el patio delantero de la iglesia, donde reciben una botellita de plástico con la figura de San Cayetano llena de agua “bendita”, aclara Angelina, que tiene 76 años, se ocupa de llenar las botellitas y de dar sólo una por cabeza: “Algunos las venden”, se enoja.
Con el chorreante San Cayetano en la mano, algunos se acercan al puesto de venta levantado en el patio, donde el merchandising del santo poco tiene que envidiarle al de Pokémon: estampas, llaveros, velas, calendarios, pañuelos, monederos, desde donde la imagen de San Cayetano mira sin vergüenza. Pese a la variada oferta, la demanda es poca. Sin embargo, una mujer se apura en pedir un llaverito mientras la vendedora envuelve algo para otra que está delante. Sabia, la segunda comenta: “¿Hicimos 20 horas de cola y ahora estás apurada?”.
Fuera de la iglesia, el mercado ganó las calles: un puesto al lado de otro, vendedores ambulantes que recorren la cola ofreciendo sombreros, pañales, chipá, café, choripanes, pósters de Rodrigo, fundas para control remoto. Todo para vender. Hay hasta un hombre con una polaroid y un emperifollado pony que ofrece una foto para el recuerdo. Todos los vendedores se quejan de las mismas cosas: la cantidad que son y lo poco que se vende.
Rodolfo, al frente de uno de los puestos, muestra como un tesoro la autorización municipal: “Somos pocos los que la tenemos –dispara–, y ahora ya es cualquier cosa. Encima no se vende nada”, se queja, y aporta datos estadísticos: “El año pasado vendí mil pesos y éste no llego a 500. Y encima tuve que bajar todos los precios”. Los choripanes pasaron de costar un peso al mediodía a venderse a dos por 1.50 al caer la tarde: “Vendo poco, a bajo precio y encima hay que adornar a los de la Brigada”, dice el vendedor, y no quiere abundar en detalles.
Producción: Hernán Fluk .

 

“Gente rica que festeja”

En el atrio de la iglesia de San Cayetano, rodeado de cientos de devotos que concurrieron a pedirle al santo “pan y trabajo”, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, arremetió en su homilía contra los que “pasan de largo o miran al necesitado de lejos”, al señalar que “los contrastes que usa Jesús en las Bienaventuranzas me recuerdan a los que hoy vemos en los noticieros: gente pobre en la calle y gente rica festejando fastuosamente; pobres perseguidos por reclamar trabajo y ricos que eluden la Justicia y encima los aplauden; gente que llora la violencia y gente que se divierte de lo lindo”.
“Cuando Jesús dice: ‘pobre de ustedes los ricos, los que ahora están satisfechos, los que ahora se ríen, los que sólo reciben alabanzas’... más que darnos bronca, estas personas de las que habla Jesús terminan dándonos pena. Es como si viéramos que lo suyo va a terminar mal”, reflexionó el cardenal Bergoglio. Y agregó: “Jesús mira hondo en la realidad de la vida y nos dice: ¡Ay del corazón que no sabe llorar!, ¡Ay del corazón que no tiene hambre de sed y justicia!, ¡Ay del corazón que está hinchado de vanidad! Es un pobre corazón que acabará endurecido, despreciado, solo”.
Asimismo, Bergoglio elogió la espiritualidad de los feligreses que acamparon durante semanas para venerar la imagen de San Cayetano: “Jesús mira hondo en los corazones de cada uno de nosotros, que venimos cargados de penas, y agobiados por los problemas de trabajo, y nos va diciendo: feliz vos, que sos humilde y no te sentís ni más ni menos que tu hermano que está a tu lado; y podés estar orgulloso de no tener ningún privilegio, salvo el de ser mi hijo muy querido. Feliz vos, que tenés esa bronca que es hambre y sed de justicia, y que sabés reclamar y protestar, pero sin hacer daño a nadie”.

 

HISTORIAS EN LA COLA DE LA ESPERANZA

Jose y Mariela.
“Con trabajo nos casamos”

José y Mariela van de la mano y no dejan de mirarse cuando hablan. José tiene 21 años, Mariela 22, y sueñan con un futuro juntos: “Cuando consiga un buen trabajo nos casamos”, dice él y busca los ojos de ella, que sonríe. José trabajaba de canillita, pero hace dos meses se quedó sin nada. Los domingos compra el diario para seguir de cerca los clasificados, los días de semana se lo prestan y ya caminó muchas consultoras, pero todavía espera. Y reza. Mariela estudia Relaciones del Trabajo y hace un año que trabaja en Telemarketing. José quiere agradecer por el trabajo de su novia, quiere pedir trabajo para él, y va a “orar para que San Cayetano les abra el corazón a los políticos”. La pareja soñó con un proyecto laboral en común, pero se frustró: querían poner un kiosco en José León Suárez, el barrio donde viven, pero la casa de José no sirvió como garantía: “Cómo está del otro lado de Márquez –detalla–, no me la toman”. Del otro lado de la avenida Márquez las casas se vuelven más precarias, y sus habitantes víctimas del prejuicio. Pero los chicos tienen fe en que San Cayetano los va a ayudar: “Es el patrono de los trabajadores y nosotros le queremos hacer una ofrenda”, explica Mariela. “Confiamos en la oración y no perdemos la esperanza”, agrega José.

RUBEN.
“Vengo para mejorar”

La mayoría de los rostros de la extensa fila delata pesares, sufrimientos, hasta resignación. Pero algunos parecen no responder a la media, como Rubén. Su impecable traje combinado con la elegante corbata, un maletín en su brazo derecho y un celular último modelo en su cinturón lo hacen destacar del resto. Rubén tiene 65 años y es contador. Dejó su estudio a las dos y media de la tarde, se subió a su auto y llegó a Liniers, como cada año desde hace 18. El también tiene por qué pedir y agradecer: “Vengo todos los 7 de agosto para mejorar y para que podamos seguir adelante”. El “podamos” incluye a sus hijos, uno ingeniero electrónico, la otra profesora de inglés –que “están zafando”–, y también a su empleada: “Si me va mal a mí, ella no tiene trabajo”, explica. Entiende a aquellos que están en una situación mucho más incómoda que la suya, pero “cada uno pide en su escalón”, aclara. Rubén pide por “conservar” lo que tiene, por mejorar sus “vacaciones restringidas”, que antes se podía tomar completas durante tres semanas y ahora ya no. “Otros ganan menos pero vacacionan quince días seguidos –observa–. Yo soy independiente y dependo de mí mismo.” Considera que él puede ambicionar de acuerdo a su sacrificio y que su fe lo habilita para “pedir una ayudita extra”.

 

OPINION
Por Washington Uranga

Contrastes e inequidades

Con manifestantes aquí y allá cortando calles y rutas para reclamar por sus derechos, el santuario de San Cayetano se transformó ayer una vez más en multitudinaria expresión del costado religioso de la crisis. Por un lado, la gravedad de la situación acrecentó las motivaciones de quienes, impulsados por la fe popular, acuden a la mediación del santo en búsqueda de lo que es, en justicia, el derecho al empleo y a la comida. Si bien el arraigo de la devoción popular a San Cayetano hace siempre masiva la concurrencia de cada 7 de agosto, a nadie puede escapar también que la multiplicación de las colas y del número de peregrinantes se convierte casi automáticamente en una informal encuesta acerca de la gravedad de la situación social.
De la misma manera, la celebración de San Cayetano es una tribuna para que la jerarquía de la Iglesia, ahora a través del cardenal Jorge Bergoglio, vuelva a insistir en la dura crítica que viene realizando a la situación social y, sobre todo, a las inequidades que se ponen de manifiesto a cada paso. Manteniendo el tono litúrgico, Bergoglio hizo un parangón entre los pasajes bíblicos y la realidad nacional “que vemos en los noticieros” para poner en evidencia los “contrastes” entre la extrema pobreza de unos y “los ricos que eluden la justicia y encima los aplauden”.
Como también lo han señalado otros miembros de la jerarquía católica, el cardenal de Buenos Aires no se contentó con denunciar la situación y criticar las injusticias, sino que valoró “la bronca” de quienes demandan –interpretándola como “hambre y sed de justicia”– y ponderó la capacidad de “reclamar y protestar, pero sin hacer daño a nadie”. Hace apenas unos días, el obispo de Santiago del Estero, Juan Carlos Maccarone, dijo que “la paciencia no es buena cuando te conviertes en un esclavo pudiendo ser un hombre libre” y agregó que “no se les puede pedir más paciencia a los que menos tienen”. En síntesis, el discurso de la jerarquía eclesiástica apunta a continuar denunciando las inequidades existentes en la sociedad y, al mismo tiempo, a valorar el sentido de la protesta diferenciándose de quienes intentan descalificarla o acallarla. La preocupación de los obispos está centrada en aportar para que tales demandas encuentren canales de expresión no violentos y, por otra parte, en encontrar motivos de esperanza en medio de la desolación general. Palabras más o menos, gran parte de las alocuciones de la jerarquía católica parecen hoy escritas con el mismo guión.

 

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