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Rufianes
Por Juan Gelman

Ha pasado el tiempo y todavía casi nadie está seguro de que John Cowper Powys (1872-1963) fue y es un gran novelista. Su nombre no figura en la meritísima Merriam Webster’s Encyclopedia of Literature, tan de Inglaterra como él. Sus obras no habitan las listas de “las cien mejores novelas de la historia”, ni conocen la gloria abaratada de las ediciones de bolsillo. No han sido traducidas al castellano, salvo seis ensayos breves recientemente editados en México por la revista de psicoanálisis Me cayó el veinte. Esas ausencias definen de algún modo a quien George Steiner considera un modelo del escritor que acumula una obra en distintos géneros –poesía, teatro, narrativa, ensayo– cuyo “acabado tiene cariz de totalidad y su conjunto es más grande y más coherente que cualquiera de las partes de que consta”. Esa totalidad abarca unos 70 títulos.
Se trata de una situación curiosa. Mientras la escritura de Joyce ingresa paulatinamente en la categoría Monumentos, la de Cowper Powys gana en vivacidad: los críticos la despedazan o la elogian, le tienen fe o se la retiran para volvérsela a dar, y ni siquiera su compatriota D. H. Lawrence –tan vivo también él– ha padecido semejante itinerario de permanente inestabilidad en el gusto del lector. Sólo a los 57 de edad, con la publicación de su espléndida novela Wolf Solent (1929), afianzó Cowper Powys una cierta estima en EE.UU. y Gran Bretaña. Antes se lo conocía sobre todo como conferenciante erudito, agudo y lúcido. Por razones de salud había fijado su residencia en suelo estadounidense y hacía giras dando charlas para subsistir. La última fue en 1930 y larga y cargada de dispepsias. “Metido en esta maldita gira –escribe en su diario–, mi estómago estaba tan revuelto que yo sólo buscaba lugares donde podía cagar en paz”. Siente que se ha convertido en un “animal viejo, solitario, profundo... una pantera salvaje y estreñida como mi padre cuando mi madre se estaba muriendo y él gritaba ‘¿me dejarán alguna vez desayunar en paz’?”
Los diarios a los que Cowper Powys se confió de 1929 a 1939 ofrecen una pintura cabal de este autor nada fácil que Steiner estimó dueño de un mundo propio que “debe ser reconquistado, comprendido una y otra vez casi en cada ocasión”. Los escribía con la misma naturalidad con que instalaba personajes en sus relatos y esos registros gozan del mismo sentimiento peculiar de cercanía elusiva con el lector que caracteriza a sus ficciones. Campea en ellos una obsesión central, que él solía llamar “la ilusión vital” y, en otras ocasiones, “filosofía vital”, o “deseo del mundo”, o “respuesta a la vida”. La palabra “ilusión” en este caso expresaría tanto el absurdo como la necesidad de ser uno mismo y también la conciencia de que “la verdadera esencia de la vida no es un hecho, mucho menos una realidad fija. Es un punto de vista, una actitud, un estado de ánimo, una atmósfera, un estado mental y emotivo”. Powys no oculta en estas páginas sus fantasías sexuales y egoísmos, sus enfermedades y rituales chamánicos, que explora impasible como si de otro fueran.
El llamado panteísmo de Cowper Powys y su capacidad de abolir toda frontera entre el mundo exterior y el interior se manifiesta, por ejemplo, en las 8 páginas extraordinarias que tituló “El viento que mece la hierba”. Resulta extraño –dice– lo difícil que es “interpretar ese suspiro del viento que mece la hierba, la sensación de que algo que ha viajado por largos caminos hasta llegar a nosotros y luego, con nada más que esa momentánea señal oscura, tiene que partir de nuevo por caminos aún más largos”. “El viento que mece la hierba viene y va a su propio arbitrio. Algunos nacen para acoger su insinuación; otros, para rechazarla. Para quienes la acogen hay un extraño desapego de losconsuelos mortales; estos adoradores del viento no son, sin embargo, del todo infelices; pero la palabra que puede describir su recompensa no ha sido pronunciada todavía por los labios del hombre”. Wolf Solent, el protagonista de la novela mencionada, observa cómo las raíces de un árbol se hunden calladamente en las oscuras aguas de un río y el hecho no le despierta un canto a la Naturaleza, sino la sensación intensa y repentina de “la ilusión vital”.
En esas concepciones basó Cowper Powys su visión de las realidades contemporáneas. Afirmó en el ensayo El arte de olvidar lo insoportable: “Existen en el mundo las posibilidades del horror más atroz”, hay “una reserva de pura abominación que literalmente es ilimitada”, “las diversas situaciones de espanto y de dolor (son) tan pavorosas...”. Tampoco se engañaba sobre su origen: “La repugnancia de nuestro sistema industrial -anotó en su ensayo sobre Oscar Wilde– es con mucho más ofensiva a la pasión natural por la luz y el aire y el recreo y la libertad en el corazón del hombre que cualquier arcaico despotismo o tiranía esclavizante”. Se refería a “lo que se llama ‘trabajar para vivir’... lo que la grosera inteligencia de nuestra turba comercial llama ‘la honorabilidad del trabajo’... El trabajador muestra muy claramente que considera degradante su labor, una carga, una interrupción de la vida, un mal necesario”. Agregó: “Vivimos en una era donde el mundo, por primera vez en su historia, está literalmente bajo el dominio de la más estúpida, la más embotada, la menos inteligente y la menos admirable de todas las clases de la comunidad”. Se refería a “los rufianes comerciales”. En la Argentina, y no sólo, se aplicaría a “los rufianes financieros”. Y no sólo.



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