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ESTRENOS DE LA SEMANA
“LA VIRGEN DE LOS SICARIOS”, DE BARBET SCHROEDER
La violencia está en nosotros

La novela salvaje de Fernando Vallejo cobra nueva vida en la intensa versión del director de �Barfly�. Por su parte, en �Los pasos perdidos�, la realizadora uruguaya Manane Rodríguez se asoma con rigor y austeridad al tema de los hijos de desaparecidos.

Germán Jaramillo interpreta a Fernando Vallejo, junto a dos
sicarios de la violenta Medellín.

Por Luciano Monteagudo

“Vine a morir, porque para morir nacimos”, dice muy suelto de cuerpo Fernando Vallejo cuando llega a Medellín, o a Medallo para los locales, o sencillamente “Metrallo”, porque la ciudad está siempre surcada por un concierto de balas. A Vallejo eso parece no preocuparlo. Afirma que ya vivió más de la cuenta y que lo que le queda por delante es puro tiempo extra. Le basta con tener bien cerca, a su lado, a un muchacho, que en Metrallo no puede ser sino un sicario, uno de esos tantos adolescentes que aprendieron a matar y a morir temprano, de la mano de Pablo Escobar Gaviria, “un gran empleador del pueblo”, según Vallejo. Porque Vallejo para todo tiene un sarcasmo, una opinión contundente, una blasfemia, porque para eso es el escritor más odiado de Colombia. Vallejo es el protagonista de su propia novela, La Virgen de los sicarios, y él mismo la adaptó para el cine, por pedido expreso del director francés Barbet Schroeder. El resultado es un film anómalo, maldito, vibrante como una imprecación y frío como un sudario.
No parecía fácil llevar al cine una novela como la de Vallejo, escrita como un monólogo cínico e injurioso, pero el propio autor se las arregló muy bien para traducir en diálogos ágiles y siempre verdaderos esa catarsis. Desde el comienzo mismo, cuando Vallejo (encarnado con toda autoridad por Germán Jaramillo, un sólido actor colombiano) conoce a Alexis, el sicario con quien vivirá una relación tan romántica como condenada, el film de Schroeder cobra vida propia, al margen de que todas y cada una de las frases de Vallejo contengan un exabrupto o un dictamen moral. Ese solipsismo patológico del personaje, esa necesidad de sentenciar sobre todo lo que lo rodea –el poder político, los narcos, la religión, los hombres, las mujeres y los taxistas– se ve equilibrado no sólo por la presencia de Alexis y sus amigos (todos interpretados por chicos de la calle, lo que le da al film un registro muy auténtico) sino también por la ciudad misma, que se convierte, como en la novela, en una pieza fundamental del film, en un infierno en el que la vida no vale nada. A su manera, tan particular, se diría que Vallejo va a Medellín en busca del tiempo perdido, para recobrar parte de su infancia, de su pasado, un pasado que él recuerda como de felicidad y esplendor, en comparación con la ciudad actual, en la que sólo encuentra muerte, fealdad y violencia. Mientras recorre junto a Alexis las huellas de la memoria –la casa natal, las iglesias, algún viejo bar que sobrevivió a la vorágine urbana y donde un bolero es capaz de arrancarle alguna lágrima–, Vallejo le va haciendo saber todo aquello que ese niño nunca escuchó siquiera de Medellín. Por su parte, un “gramático” como Vallejo no puede dejar de sustraerse a la fascinación que le despierta un idioma nuevo, que encuentra en boca de Alexis y otros sicarios, todos obsesionados por la ropa y por las marcas, y cuya máxima ambición es una moto de alta cilindrada y una metralleta Uzi, “para lo que se ofreciera”.
El inasible director Barbet Schroeder –que ha pasado de la nouvelle vague al gran Hollywood y ahora filmó en digital en las peligrosas callesde Colombia– trabaja muy bien esta tensión entre opuestos, entre lo viejo y lo nuevo, entre lo literario y el registro directo de una ciudad enardecida. Es más, con la ayuda del músico Jorge Arriagada, que deja escuchar en algunos momentos una partitura con reminiscencias de Bernard Herrmann, Schroeder enriquece el material original con una suerte de relectura de Vértigo, cuando Vallejo cree reencontrar en Wilmar –otro sicario condenado a morir a poco de haber nacido– el amor perdido de Alexis. Estos contrastes hacen de La Virgen de los sicarios un film diferente, provocativo, siempre fuera de norma.

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“FINAL FANTASY, EL ESPIRITU EN NOSOTROS”
El hiperrealismo digital

Por Martín Pérez

Sesenta mil. Esa es la cantidad de pelos con los que debieron lidiar los animadores de Final Fantasy, el espíritu en nosotros para que el peinado de su protagonista principal luciera lo más realista posible. Tanto ella como sus coprotagonistas masculinos lucen en este nuevo videojuego llevado a la pantalla como deben lucir. Es decir: realistas, pero animados. Como los verdaderos protagonistas de un videojuego. Ambientada en el año 2065, Final Fantasy arranca como debe hacerlo una buena película de ciencia ficción: con impacto, vértigo y mucha intriga. Con un diseño visual atrapante y mucho ritmo, su comienzo narra el peligroso rescate de un inocente yuyito en medio de las ruinas de una Nueva York dominada por extraños espectros mortales. Aunque el yuyo en cuestión no es nada inocente sino que resulta ser un espíritu indispensable para la lucha contra la invasión espectral.
Haciendo honor a la marca de fábrica de los videojuegos del mismo título, en los que siempre la historia fue tan importante como la acción, este Final Fantasy cuenta la lucha de los sitiados sobrevivientes de un arrasado planeta Tierra contra unos implacables invasores invisibles, llegados de otro mundo a bordo de un extraño meteorito. Con los extraños sueños de la Dra. Aki como clave de la historia –y como disparadores de las escenas animadas más impresionantes–, Final Fantasy narra una historia de heroísmos pletórica en frases rimbombantes, y que enfrenta entre sí a diferentes facciones de un mismo bando. “Halcones contra palomas” sería un buen resumen de la trama dentro de la trama del film, que incluye un remate eco–espiritual que termina defraudando por una previsible simpleza a contramano del prometedor y complejo enigma inicial.
Mucho más disfrutable –incluso imaginándola como un futuro videojuego– que las anteriores películas que adaptan dicho mercado a la pantalla grande, Final Fantasy despertó mucha expectativa también por el hecho de que sus protagonistas sean actores virtuales. Pero, a pesar de tanta publicidad, sus logros no son tantos a la hora de hablar de actuaciones. Si el rostro de Aki atrae al espectador incauto, por ejemplo, es más por el recuerdo del de Bridget Fonda –aunque la actriz no aparezca en los créditos por ningún lado– que por méritos propios. Eso sí: lo único que estas estrellas virtuales no tienen que envidiarle a más de una megaestrella cinematográfica es en el momento de reír, llorar o besarse. Al igual que muchas pseudoestrellas, llevan a cabo esa tarea tan humana como el mejor maniquí de las vidrieras de cualquier shopping.

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Cuando la memoria deja unas huellas que arden

Por L.M.

Un dulce arrullo maternal acompaña los juegos de una niña en la bañera. Todo transcurre entre brumas, como en un sueño. Pero el sueño, de pronto, se transforma en pesadilla. Mónica se despierta de un salto, sobrecogida por la angustia. Una temprana sesión de trote por la playa parece el remedio de esta chica de veinte años para despejar ese mal sueño, que da toda la impresión de ser recurrente. A lo lejos, alguien la observa, con binoculares. Es Ernesto, su padre. Pero no será el único. Ya en la ciudad, un hombre –quizás un detective privado– la sigue. Y desde la ventana del jardín maternal en el que trabaja, Mónica no puede dejar de advertir la presencia insistente de una mujer mayor, una abuela, que parece no mirar a nadie que no sea ella. De esas miradas, cargadas de inquietud, está hecho todo el elocuente comienzo de Los pasos perdidos, segundo largometraje de Manane Rodríguez, una uruguaya exiliada desde mediados de los ‘70 en España, donde desarrolló su vocación de cineasta.
¿Quién es Mónica? En esa pequeña ciudad costera de España donde vive, todos la saben hija de Ernesto (Luis Brandoni), un argentino de buen pasar económico, dueño de una concesionaria de autos, y de Inés (Concha Velasco), “la Gallega”, como le dice él con tono cariñoso. Pero Mónica (Irene Visedo) súbitamente se da cuenta de por qué todas esas miradas convergen en ella. Desde Madrid empiezan a llegar, a través del telediario, las noticias de un juicio a los represores de la dictadura militar argentina, entre quienes se menciona, en primera línea, a su padre. Y el escritor argentino Bruno Leardi (Federico Luppi), recién llegado a la capital española, afirma que Mónica no es Mónica sino Diana, su nieta, hija del matrimonio Leardi, secuestrado y desaparecido por el terrorismo de Estado. “Esa gente está enferma, son capaces de cualquier mentira”, se enfurece Ernesto. Mónica no duda. Ernesto y “la Gallega” siempre le dieron todo. Hasta tiene recuerdos de las canciones que los tres entonaban juntos, cuando ella aún estaba empezando al balbucear. “No estoy buscando la restitución biológica”, insiste por su parte Bruno Leardi. “Pero tengo derecho a mi historia, y ella también.”
Si hay algo que agradecerle a Los pasos perdidos es el rigor, la austeridad con que trata su tema, el cuidado con el que evita cualquier tentación de demagogia o maniqueísmo. La película de Manane Rodríguez asume con firmeza un punto de vista y hasta una ideología, pero no por ello se permite la declamación de principios o pone en boca de los personajes aquello que piensa la directora. En todo caso, lo que se propone Los pasos perdidos es intentar entender cómo es la complejísima situación de los hijos de desaparecidos apropiados por los represores de sus padres; de qué manera ellos, más de veinte años después de sucedidos los hechos, siguen siendo víctimas de un mecanismo perverso, siniestro.
A esta claridad que echa el film sobre el tema contribuye no sólo la sobria, despojada puesta en escena de la directora, sino también el tono de neutralidad que consigue de sus actores. Hacía tiempo que no se lo veía tan medido, tan verdadero a Brandoni, en un personaje particularmente difícil, de esos amenazados siempre por la sombra del estereotipo. En elotro extremo del tablero, Luppi responde con una moderación y una templanza equivalentes. La española Concha Velasco tampoco se permite ningún desborde como la esposa del apropiador, mientras que Irene Visedo se muestra capaz de afrontar momentos muy dramáticos con hondura y sensibilidad.
Algo de la severidad del film se pierde, sin embargo, cuando el guión -de la directora, en colaboración con Xavier Bermúdez– se dispersa e incluye a dos personajes cercanos a Mónica: su novio oficial, un muchacho que encarna los valores tradicionales que Ernesto aprecia en la juventud, y un chico de corte más moderno, que no tarda en ponerse del lado de la familia Leardi. Allí sí asoma de manera peligrosa el esquematismo y se diluye parte de la concentración dramática del conflicto central, que es el que le permite a Los pasos perdidos dejar una huella firme.

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