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“La puerta estrecha”, o la utopía
como motor de la historia colectiva

La sexta obra que el
grupo andaluz de teatro La Zaranda presenta en Buenos Aires explora el mundo de los deseos y de las esperanzas.

La puesta de “La puerta estrecha” cumple una gira internacional.
Aquí se presenta de martes a domingo, en el Teatro Liceo.

Por Hilda Cabrera

Este último espectáculo de La Zaranda, que lleva casi dos años de presentaciones en ciudades europeas y americanas, supone un paso más dentro de la línea experimental de este grupo que ha traído a la Argentina la casi totalidad de los montajes hechos desde la década del ‘80 hasta hoy. A excepción de Los tinglados de Maricastaña (1983), se vieron aquí Mariameneo, Mariameneo (1985), Vinagre de Jerez (1989), Perdonen la tristeza (1992), Obra póstuma (1995) y Cuando la vida eterna se acabe (1997), obra que llevaba a modo de inspiración una frase de El mendigo ingrato, del escritor católico francés Léon Bloy: “Un clamor de desesperación por mi ideal saqueado”.
Comparado con aquel clamor, La puerta estrecha es un grito esperanzado, más allá de que este trabajo explore en los deseos arrasados y descubra trampas en la vida real y las ensoñaciones. Porque aquí, como en otras piezas de este grupo andaluz, el acecho no da tregua a quien lo sufre y se instala allí donde dominan las sombras y el abandono, enredándose la memoria en el olvido. La puerta... es considerada por sus creadores una búsqueda más en pos de los sueños y los imposibles. Un propósito que lleva implícitos los deseos de libertad y trascendencia, entendida esta última como parte de la vida. Y esto porque los personajes están aquí profundamente enraizados a su tierra. De ahí que la aspiración de trascendencia se parezca al hechizo que provoca cierta música, la plegaria popular andaluza de Semana Santa por ejemplo, tan a menudo utilizada por La Zaranda en sus espectáculos.
En este trabajo, la esperanza (o la fe, si se prefiere el matiz metafísico) es una niña que transita su camino de iniciación. Se la ve frágil ante el acecho. Ella es sin embargo el lazarillo de un viejo ciego, personaje símbolo del ciego que sabe ver. Por eso también él puede ser su guía, protegerla incluso. Esta sería la anécdota, mínima pero suficiente para que este destacable grupo nacido en Jerez de La Frontera pinte un mundo de desahuciados, de marginales y marginados, de maliciosos y de soñadores en pos de algún luminoso horizonte. Gente sobre la cual el espectador es libre de imaginar lo que quiera. La Zaranda no aporta demasiados datos. Se sabe (porque se lo menciona) que existe un mar. Puede deducirse entonces que el viejo y la joven –ataviada con un camisón largo y blanco, rasgado a la altura de la pelvis, como el de las desposadas de otra época– llegan a un embarcadero en sombras. Un paraje solitario, en apariencia, porque allí irrumpirán otros seres, fantasmáticos, como nacidos de una pesadilla, tal vez de la niña. Estos personajes se instalarán en la escena abriendo y cerrando compulsivamente rudimentarias puertas, especie de tosco material de desecho que les servirá para armar el laberinto en el que se perderán la niña y el ciego: “Aquí vas a encontrar todos tus sueños”, le dirán después burlones a la joven entrampada, mientras el viejo, despojado de su guía, se alejará creyendo ir en su búsqueda. La Zaranda avanza sobre el campo de los sueños dotando a los personajes de la niña y el viejo de un anhelo ancestral, de una ilusión de la razón que los impulsa a internarse en lo desconocido. Basada en textos de Eusebio Calonge, pero construida sobre el escenario (persiste en el grupo la dramaturgia colectiva), la obra mezcla el tono coloquial con la humorada (siempre negra), introduce alguna reflexión a través de soliloquios y reitera palabras o frases cortas, generando con estas últimas un lenguaje musical muy característico. Este recurso, que podría banalizar una situación, profundiza aún más el misterio que parece rodear a lo que se dice y muestra. El lugar es, de principio a fin, engañoso y desconocido. Propicia el extravío. Por eso no asombra que unos fantasmagóricos seres porfíen que hay otros (viajeros o emigrados) que “entran por todas partes” y acabarán comiéndolos, cuando son ellos los siniestros, los que arman trampas y se ensañan con la joven y el muñeco de ésta, descabezado y con un agujero en el pecho. Una cochambre para ellos y un grito desesperado para la niña, cuya valija, al igual que el deslucido capazo que aparece en otras obras de La Zaranda, guarda cosas que no pueden abandonarse nunca.

 

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