La
poética de la queja
Por José Pablo Feinmann
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Escrito en 1872, luego
de la derrota de los federales de Peñaloza, de Felipe Varela y
luego del aniquilamiento del Paraguay, el Martín Fierro expresa
una épica de la derrota y como tal es lo que es: una
poética de la queja. Podríamos establecer esta certidumbre:
una épica de la derrota toma forma en tanto poética de la
queja. Cuando Hernández escribe su quejoso poema (además
de la reciente derrota del Paraguay, leer, sin dilación, la estupenda
novela de Eduardo Belgrano Rawson, Setembrada, donde los protagonistas
ven desde un globo, desde el aire, el genocidio paraguayo) también
ha sido aniquilado en la batalla de Ñaembé el último
caudillo federal en armas: Ricardo López Jordán. Estaba
diseñada la escenografía para que apareciera el primer tango
argentino, o sea, el Martín Fierro. Nadie ignora que la tanguística
argentina se trama como poética de la queja: Filiberto le pone
Quejas de bandoneón a su formidable tango quejoso y
Discépolo, hundido ya en la definitiva niebla del final, hablará
del Cafetín de Buenos Aires y no podrá olvidarlo
en esta queja. El tango y su queja responden a la épica
de la Argentina derrotada de la década infame. La mina que se pianta
es la patria que se fue. En Hernández, el gaucho jamás intuye
la posibilidad de enfrentar el orden hegemonizado por Buenos Aires. Eso
quedó atrás. Eso lo hicieron los caudillos de la anarquía
del año 20, Estanislao López, Ramírez, o -después
el bravío Facundo Quiroga, o el Chacho Peñaloza, el padre
de los pobres, o Felipe Varela, el Quijote de los Andes. Derrotados todos
ellos, derrotado el foco rebelde del Paraguay (único, incómodo
ejemplo de un desarrollo autónomo en América), el gaucho
Fierro sólo atina a quejarse, nunca a unir su destino al de otros
gauchos y guerrear contra la política de Buenos Aires. Su única
rebelión es juntarse con Cruz y escapar a la frontera,
con los indios. Es el excluido que profundiza su exclusión.
Hernández detestaba a Estanislao del Campo, quien se había
burlado de los gauchos en su Fausto (1866). El poema de Estanislao era,
en verdad, una inspirada burla basada en la ignorancia del gauchaje. Parece
un cuento de Fontanarrosa. Sobre todo El mundo ha vivido equivocado. Dos
personajes dialogan acerca de una jornada excepcional. En Del Campo (para
mí, aclaro, el cuento de Fontanarrosa es muy superior al meramente
ingenioso poema de Estanislao), un gaucho, Don Pollo, le narra a otro,
Don Laguna, cómo conoció al Diablo. Lo conoció en
el tiatro de Colón. El chiste es que Don Pollo no distingue
entre realidad y representación y no bien aparece el Diablo en
escena él cree, sí, que es el Diablo en persona y se asusta
gravemente. ¡Jesucristo!, exclama Don Laguna. Hace
bien, santigüesé, aconseja Don Pollo, quien le relata
toda la ópera de Gounod. Y concluye: Cayó el lienzo
finalmente/ y ahí tiene el cuento contao. Y Don Laguna: Prieste
el pañuelo, cuñao/ Me está sudando la frente.
Y luego: Lo que almiro es su firmeza/ Al ver esas brujerías.
Y Don Pollo: He andao cuatro o cinco días/ atacao de la cabeza.
La poética de la burla se trama a partir de la ignorancia del gaucho.
Son tan brutos esos dos paisanos que se han tomado en serio
esa ópera del Colón. O sea, un gaucho que va al Colón
es un despropósito; tan ajeno es a ese lugar, tanto lo condiciona
su ignorancia que sólo le queda el ridículo: tenerle miedo
al cartón pintado. Bien, Hernández no se proponía
eso. Estaba del lado de los gauchos y, lejos de reírse a costa
de su ignorancia, se proponía expresar sus desdichas. En suma,
quejarse.
El poema se abre postulando una pena estraordinaria del cantor.
A esa pena estraordinaria sólo le cabe el consuelo,
ya que el gaucho con el cantar se consuela. La función
que en el tango traen las copas (si las copas traen
consuelo) pareciera cumplirla el canto en el poema gaucho. ¿Para
qué se canta? Para la queja: Ninguno me hable de penas porque
yo penando vivo. El dolor es pedagógico porque nada
enseña tanto como el sufrir y el llorar. La queja requiere
la pérdida de una plenitud, de unestado anterior de felicidad.
La queja viene siempre luego de la derrota. Hernández no menciona
la plenitud guerrera de los gauchos que, en forma de épica negativa,
exaltan las páginas bravías del Facundo sarmientino, donde
se quejan los civilizados y no los gauchos. Hernández recuerda
con cálida melancolía los días serenos del trabajo,
a la sombra del patrón generoso: Ricuerdo, ¡qué
maravilla!/ como andaba la gauchada/ siempre alegre y bien montada (...)
y después de un güen tirón/ en que uno se daba maña/
pa darle un trago de caña/ solía llamarlo el patrón.
Pero esa plenitud termina. Al gaucho lo echan a la frontera. Así,
se vuelve gaucho malo, entra en una pulpería y se disgracia
matando a un negro (el moreno). Huye y lo encuentra la polecía.
Fierro los enfrenta y el sargento que comanda la partida, al ver su coraje,
se pone de su lado. Es el sargento Cruz. (En los 70, la parábola
del sargento Cruz se utilizaba para decir que sólo si el
pueblo estaba armado y luchando, como Fierro, el Ejército
se le habría de unir, como Cruz. Algo que, sabemos, no ocurrió.
Sólo sirvió para alimentar proyectos tan discutibles, tan
extraños, acaso patéticos, como el Operativo Dorrego.)
Fierro y Cruz se hacen amigos. Se confían sus quejas, las comparten.
Si Fierro había dicho pero el gaucho disgraciao/ no tiene
a quien dar su queja, ahora, junto a él, está Cruz,
quien escucha su queja y también le cuenta su propia historia,
y esa historia es su queja. Cruz le añade al tango gaucho el toque
que le faltaba, ya que en su queja aparece la falsía, la traición
de la mujer, tópico central de la queja tanguera. Dice Cruz: Alcé
mi poncho y mis prendas/ y me largué a padecer/ por culpa de una
mujer (...) Las mujeres desde entonces/ conocí a todas en una./
Ya no he de probar fortuna/ con carta tan conocida:/ mujer y perra parida,/
no se me acerca ninguna.
Cruz y Fierro se autoexcluyen en la frontera, se hunden en las tierras
del salvaje. Así termina la primera parte del poema.
En 1879, Hernández publica la Vuelta. Fierro vuelve y ya no se
queja, ahora da consejos. Se pasa de la queja al consejo. El país
se ha ordenado, el Gobierno manda a la frontera al Ejército de
línea, los gauchos podrán trabajar. Tendrán, por
fin, derechos. Fierro, entonces, les dice con qué deberes pagar
esos derechos. Respeto, prudencia, moderación, trabajo, unidad
y obediencia: El que obedeciendo vive/ nunca tiene suerte blanda/
mas con su soberbia agranda/ el rigor en que padece:/ obedezca el que
obedece/ y será bueno el que manda. En su figura dialéctica
final la queja se integra en tanto obediencia.
También los peones de La Patagonia rebelde, luego de la derrota,
son condenados a la obediencia absoluta. El milico que los retoma
en el trabajo que los estancieros del sur les ofrecen dice a uno de los
derrotados obreros: Ahora te dejás de joder. Y si tu patrón
te dice que sos un perro, vos te ponés en cuatro patas y ladrás.
Fierro se incorpora al sistema del vencedor, que es el de Buenos Aires.
Así las cosas, propone el olvido, condición de la obediencia:
Es la memoria un gran don/ cualidá muy meritoria/ y aquellos
que en esta historia/ sospechen que les doy palo/ sepan que olvidar lo
malo/ también es tener memoria. El tango de Hernández
tiene un final conciliador. Bajo Roca, bajo el país organizado
por la burguesía de Buenos Aires, los gauchos serán reconocidos
y ya no tendrán por qué quejarse. No fue así. Los
que siguieron a los gauchos, los inmigrantes, los anarquistas, volvieron
a rebelarse y el escarmiento tronó otra vez en la Semana Trágica
y en la trágica Patagonia. De aquí que el tango de la década
infame instaure otra vez la poética de la queja. El peronismo busca
dejarla atrás. Alberto Castillo suprime la queja: Por cuatro
días locos que vamos a vivir/ Por cuatro días locos te tenés
que divertir. O también: En Buenos Aires todo el mundo
se divierte/ porque aquí la gente sólo sabe amar.
Hoy, los gauchos alzados que cortan las rutas tampoco se quejan.
Pero por otros motivos: viven la épica de la resistencia. Si son
derrotados, volverán las estrofas de la queja, esos tangos de la
derrotaque inauguró José Hernández. Si no, la historia
como suele hacerlo exhibirá nuevos rostros.
REP
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