Un
cuerpo, un voto
Por
León Rozitchner
|
Estamos
viendo cómo se abre un nuevo espacio político. Existía,
pero estaba cerrado. Era un campo
vedado por la represión y la amenaza del retorno al terror del
cual la democracia provenía. Espacio autorizado y acotado: sólo
dejaba abierta la participación social a la antigua política
tradicional de peronistas, radicales y las CGT que se mantiene en los
límites estrictos que los grandes intereses antinacionales le marcan.
Era la cosa nostra que les habían dejado para que hagan
su agosto, alejados de la fuerzas populares que estuvieron en su origen.
Se les retribuía por convertirse en marionetas de un vaudevil obsceno.
Y la consigna que regulaba este acuerdo cómplice decía:
habrá democracia, es decir no dictadura, en la medida en que sólo
sea una democracia de fachada. Y dejar que sobrevuelen, para lograrlo,
los fantasmas del genocidio que aún asedian el imaginario ciudadano.
Pero llamemos a las cosas por su nombre: es dictadura, democrática
o militar, la que ejerce la tiranía de la minoría sobre
la mayoría, sea por medio del terror o el engaño y la amenaza.
Que las mayorías populares alcancen a decidir el rumbo del país
caía fuera de lo tolerado: debían quedar, marginadas, vagando
en el desierto de la política. En cada nueva elección había
que tragarse el mismo sapo: volvía a abrirse la amenaza. Y la democracia
se convertía mágicamente en dictadura: a la noche de los
votos ciudadanos del cuarto obscuro (democracia) le sucedía la
mañana delincuente y voraz del poder minoritario (dictadura). Esa
modalidad política en dos tiempos sucesivos se había
instalado eficazmente: era la única que existía. No había,
fuera de la papeleta llena de nombres, una fuerza política real
que enderezara estos virajes.
Para enfrentar este despojo, había que hacer brotar de nuevo esa
fuerza contenida y frustrada. El fundamento de la fuerza democrática
debía retornar a su origen para lograrlo: estar en acto. Debía
ser tan poderosa y simultánea como para enfrentar el miedo individual
con la presencia colectiva de los cuerpos que portaban no sólo
el voto sino también una presencia carnal y decisiva. Para devolverle
realidad al papelito del voto solitario había que poner en acto
el cuerpo que lo sostenía fuera del cuarto oscuro: había
que vencer el miedo y la amenaza que provocó la dispersión
y la ruptura de los lazos sociales. Volver entonces a las palabras antiguas
y simples que definen dónde está el enemigo más allá
del pánico.
Se necesitaron más de veinte años. Esta es la primera vez
que, desde la dictadura militar y el genocidio, ese espacio vedado, lleno
de fantasmas del terror de Estado, comienza a ser reconquistado. Por eso
a los piqueteros se los rodea con gendarmes, se los detiene, se los enjuicia,
y a veces se los asesina.
La derecha tiene miedo. Quieren hacer reverdecer las imágenes del
pasado para suscitar los viejos fantasmas. Que la gente no sepa que es
nuevo lo que aparece y crea que es el pasado el que retorna, para hacer
cundir el pánico e inmovilizarnos. Estarían contentos si
fuera la modalidad antigua la que ocupa el espacio político: el
terror sobre el que se apoyan volvería a barrernos. Pero se trata,
a diferencia del pasado, de una modalidad nueva, democrática, que
no pueden negarnos porque sólo cuenta con la fuerza y la eficacia
de los cuerpos, una contraviolencia que no necesita de las armas.
Ahora la democracia comienza a estar de cuerpo presente: un voto un cuerpo,
no un peso un dólar.
|