Por
Sol Alameda
¿Cómo
influyó su vida de niño judío emigrante en su modo
de aproximarse a su cargo en el Banco Mundial?
El elemento más importante de mi vida es la calidad humana
y las ideas que tenían mis padres, no el hecho de que no tuviéramos
mucho dinero. Siempre se dedicaron a ayudar a la gente, a todo tipo de
tareas asistenciales, y me impregnaron de ese espíritu. No obstante,
cuando empecé a dedicarme a estos asuntos, vi enseguida que lo
que había visto en mi familia era aplicable al ámbito mundial.
Al aceptar el cargo de presidente del Banco Mundial dijo que lo
hacía porque desde esa institución podía hacer algo
por el mundo. ¿No cree que estaba siendo un poco utópico?
No creo. Me parece que el Banco es una de las pocas posibilidades
de ejercer una pequeña influencia en el mundo. Nadie puede transformar
el mundo por sí solo, pero existen ciertos trabajos en los que
es posible hacer pequeños cambios. Y si esos pequeños cambios
se multiplican por 6000 millones de habitantes, se convierten en un gran
cambio. A mi juicio, el Banco es uno de esos lugares. Podemos ayudar a
intentar aliviar la pobreza y mejorar el estado de la paz que son,
en definitiva, una misma cosa desde una posición privilegiada.
Por eso estoy tan satisfecho de mi trabajo, pese a ser consciente de las
dificultades.
¿Los presidentes de las grandes instituciones económicas
mundiales se reúnen para analizar por qué hay tanta gente,
cada vez más, que se opone a ustedes? ¿Qué soluciones
encuentran?
Hablamos constantemente. No podemos ignorar lo que ocurre en la
calle. La primera vez que vi, en Seattle, a la gente que ocupaba la calle,
le dije al responsable de la Organización Mundial del Comercio
que si fuera tan listo como yo no tendría manifestantes. Porque
en Seattle no hubo ninguna manifestación en contra del Banco. ¡Y
unos meses después se manifestaban contra mí en Washington!
(se ríe).
Creo que le sorprendió y que sintió la tentación
de decir: Nosotros somos buena gente.
Exacto. De verdad, somos buena gente. Tengo a 10.000 personas que
se levantan cada día con la convicción de que están
aportando algo al mundo, no destruyéndolo. Trabajan mucho en problemas
relacionados con los sexos, el sida, el comercio. A eso es a lo que nos
dedicamos cada día. Si lo estamos haciendo mal, bienvenido sea
el diálogo; pero no estoy dispuesto a aceptar la destrucción
de nuestra institución.
Cada vez son más los ciudadanos que se enfrentan a las organizaciones
internacionales, tanto económicas como políticas.
Creo que hay mucha gente confusa y mucha gente indignada por muchos
motivos. No porque existan el Banco o los gobiernos, sino porque se sienten
inquietos ante su futuro. En mi opinión, debe entablarse un diálogo.
No me molesta nada discutir, creo que es una cosa muy positiva. Lo que
me resulta más complicado es cuando se recurre a la violencia.
La violencia interrumpe el diálogo. Pero yo no me opongo a dialogar.
Todo lo contrario. Siempre se puede aprender algo.
¿Piensa que el hecho de que el Banco y el Fondo estén
unidos en la mente de sus ciudadanos es lo que hace que la gente se confunda
y piense que todo es lo mismo, y que eso perjudica la imagen del Banco
Mundial?
Por supuesto que crea confusión. En mi opinión, interpretan
mal tanto lo que hace el Fondo como lo que hace el Banco, y nos echan
la culpa a los dos de todos los problemas. Es malo para las dos instituciones.
¿Qué diferencia hay entre lo dos?
El Fondo se ocupa de cuestiones económicas en general, problemas
de macroeconomía, el sistema en su conjunto; mientras que el Banco
aborda proyectos y programas en naciones o regiones específicas.
Somos dos organizaciones hermanas y abordamos distintos aspectos de los
mismos problemas, del mismo modo que en un país hay un banco central,
pero también hay diversos ministerios: de sanidad, educación,
etcétera.
¿Y usted se siente independiente del Fondo?
Somos independientes. Hacemos trabajos juntos, porque si hacemos
algo en un país concreto, ese país tiene que tener un solo
programa. Y no hay que olvidar que no somos nosotros quienes gobernamos
los países, son sus propios gobiernos. Nosotros tenemos que asegurarnos
de que esos gobiernos tienen un programa con el que nos sea posible ayudarlos.
Cuando se le preguntó si se siente independiente de los países
contribuyentes al Banco respondió que sí, hasta que los
intereses de esos países entran en litigio.
Intentamos funcionar como una organización profesional de
servicios y ayudar a los países a que elaboren sus propios programas
de desarrollo. Para actuar con eficacia en cualquier país, debe
ser éste el que dirija los programas. Nosotros los ayudamos a desarrollar
el proyecto. Normalmente, no consultamos con los grandes accionistas,
pero, en algunas ocasiones, ellos pueden decir que, por motivos políticos
o de otro tipo, no quieren que hagamos determinadas cosas. Ellos son los
dueños del banco. Y, si lo desean, pueden cambiar las políticas.
¿Eso lo convierte en alguien como Kofi Annan, el secretario
de la ONU?
Vagamente, aunque, en su caso, está sujeto a más directrices
políticas porque su función es mucho más política
que la nuestra. Nosotros nos dedicamos más a los programas de desarrollo.
Probablemente él debe tener más en cuenta que nosotros las
idas y venidas de la política. En su equipo hay, sobre todo, especialistas
en relaciones exteriores; mientras que en nuestra organización
son sobre todo personas procedentes de ministerios de Economía
y Desarrollo. Por consiguiente, puede haber puntos de vista muy diferentes
entre nuestras perspectivas económicas y de desarrollo, y sus proyectos,
de orientación mucho más política.
Personalmente, ¿echa de menos tener más poder y más
independencia?
No tengo poder e independencia totales, ni mucho menos, pero creo
que mi organización tiene verdadera influencia en aspectos relacionados
con la pobreza, la educación, la deuda, los derechos de la mujer,
el medio ambiente... que entran dentro de nuestra competencia. Ahora bien,
a fin de cuentas, yo trabajo para 180 países.
De los cuales cinco tienen por sí solos el 40 por ciento
de los votos.
Europa, Estados Unidos y Japón tienen la mayoría.
Por lo tanto, se hace lo que digan ellos...
Si las cosas llegaran al extremo de tener que pelear, tendría
que hacerlo, pero intento evitarlo, e intento hacer cosas que resulten
razonables desde el punto de vista de la economía mundial.
A usted, que ha sido aviador, ¿no le dan ganas de tirarse
en picada?
Sí, pero lo importante no son las heroicidades, sino ganar.
Lo importante es progresar. Es decir, no emprender batallas, sino evitarlas.
¿Le resultó difícil convencer a los grandes
países?
Al principio, no. La idea la tuve a los 10 días de tomar
posesión de mi cargo. Fui a varios países de Africa y vi
que el Banco estaba prestándoles dinero sólo para poder
pagar préstamos anteriores. No hacía falta ser un genio
para comprender que, si no les quedaba nada de dinero limpio que poder
dedicar a sus necesidades, era imposible que progresaran.
¿Y cómo están las cosas?
En cuanto al alivio de la deuda, disponemos de paquetes para 23
países que ascienden aproximadamente a 34.000 millones de dólares.
Y confiamos en abarcar 41 países, pero debemos asegurarnos que
ese ahorro no va a parar a gastos militares, cuentas en paraísos
fiscales, ni diversas formas de corrupción. El dinero tiene que
destinarse a la salud, la educación y la lucha contra la pobreza.
¿Cómo es que no se le había ocurrido a nadie
antes?
No sé. Era una cosa evidente. Pero, cuando propuse la idea,
la gente me dijo que no podía hacerlo. No obstante, pronto empezaron
a darse cuenta de que todos habíamos estado fingiendo que era un
problema inexistente cuando, de hecho, es una cuestión fundamental.
¿Quién o quiénes no querían la condonación?
No fue cuestión de personas. En un aparato burocrático,
las verdades están ahí, pero es fácil que surjan
barreras. Por ejemplo, si se piensa en el comercio internacional, hoy
no tiene sentido impulsar el desarrollo de los países, ampliar
sus posibilidades de exportación, si el comercio mundial se encuentra
con el obstáculo de los aranceles. No tiene sentido gastar 300.000
millones de dólares en subsidios a la agricultura y otros productos
y dedicar 50.000 millones de dólares al año a que los países
en vías de desarrollo elaboren productos, si luego no se les deja
venderlos. Es otra idiotez. Y nos encontramos con este tipo de estupideces
fundamentales todo el tiempo. Debemos superarlas para, con el tiempo,
lograr que el sistema tenga cierto equilibrio.
Una de las críticas que se hacen a las instituciones económicas
internacionales es, precisamente, que el pago de la deuda de esos países
impide que accedan a los beneficios que podrían producir esos préstamos.
Tal y como usted dice...
En realidad, muchos datos son prometedores. En los últimos
20 años, los países pobres han aumentado su esperanza de
vida en seis años y han reducido el analfabetismo en más
de un 20 por ciento. La pobreza en el este de Asia ha descendido del 27
por ciento de la población al 15 por ciento. En el conjunto de
los países en vías de desarrollo, la renta per cápita
está creciendo a un ritmo dos veces mayor que el de los años
noventa: a un 1,8 por ciento en vez del 0,8. Aun así, sigue habiendo
retos gigantescos: tenemos que combatir el sida, educar a muchas más
niñas, luchar contra la malaria, y debemos garantizar que el desarrollo
no dañe el medio ambiente. Pero hay que dejar claro que están
produciéndose muchos avances. En la actualidad, por ejemplo, el
Banco es la mayor fuente externa de financiación para programas
de salud y educación.
El 66 por ciento de la población mundial no cree en los políticos.
¿Cómo lo interpreta?
Me parece preocupante, pero forma parte del sentimiento de que el
mundo está creciendo y los políticos cuentan cada vez menos.
Al mismo tiempo, el crecimiento de la sociedad civil y el aumento del
interés por la pobreza, la globalización y el medio ambiente
es algo muy importante y constructivo. Debemos centrar ese interés
en soluciones constructivas; no en la violencia, la anarquía y
la destrucción. Pero también debemos asegurarnos de que
el debate no esté dominado por los ricos del mundo desarrollado;
muchos países en vías de desarrollo están llegando
ahora a la democracia, y quieren que sus instituciones funcionen. En resumen,
ese cinismo no es universal.
Sociólogos como Manuel Castells y Alain Touraine dicen que
se está produciendo un proceso de disolución del tipo de
sociedades en el que estamos. Y que nadie sabe hacia dónde vamos.
¿Está de acuerdo?
Creo que existe un gran miedo y una gran inseguridad ante la globalización
porque la globalización significa cambios. Por eso debemos asegurarnos
de tener redes sociales de seguridad. Sin embargo, la globalización
también puede aportar enormes ventajas relacionadas con la renta,
las comunicaciones mundiales, el fortalecimiento de la sociedad civil
e incluso la justicia globalizada, como hemos visto recientemente en los
casos de Pinochet, Milosevic o Menem.
Por unos años, con la llegada de las nuevas democracias,
sobre todo en Latinoamérica, pareció que las recetas del
FMI ayudaban a esos países a mejorar. Luego hubo fracasos y pareció
que ustedes se habían equivocado.
Creo que, en lugar de hacer un balance de los países que
tuvieron problemas, deberíamos contar los millones de personas
cuya vida mejoró, y de esa forma tendríamos un cálculo
más acertado de lo ocurrido. Tengo que decir que, entre China y
la India, suman más de 2300 millones de habitantes. Desde ese punto
de vista, se puede decir que las políticas del FMI fueron un éxito.
El antiguo economista jefe del Banco Mundial, Joseph Stiglitz, dijo
que la India y China eran los únicos países que no hicieron
caso de los consejos del FMI.
El Banco Mundial lleva muchos años trabajando en China y
colaborando en sus programas. El número de pobres en China ha descendido
de 250 millones en 1978 a alrededor de 34 millones en la actualidad. Es
un progreso increíble, y los chinos han agradecido nuestra ayuda.
Aunque es posible que en algunos lugares se hayan resuelto problemas,
las instituciones económicas internacionales no han logrado acabar
con la pobreza. Los parámetros económicos de El Salvador
eran alabados por el FMI, pero resulta que la gente seguía viviendo
en una pobreza espantosa. Recuerdo que usted mismo dijo que las cifras
macroeconómicas no sirven para acabar con la pobreza por sí
solas.
En El Salvador, los programas más constructivos en materia
de educación, de lucha contra la pobreza, de infraestructuras,
son los que lleva a cabo el Banco. Allí estamos muy involucrados
en la conservación de la cultura, el medio ambiente. Una persona
va a El Salvador y se escandaliza porque, hasta ese momento, nunca había
pensado en los pobres salvadoreños. Pero ellos ya estaban ahí
mucho antes, con sus problemas. Ahora que la gente viaja más y
recibe más informaciones y más imágenes de todo el
mundo, se siente más afectada por lo que ve. Hace mucho tiempo
que hay guerras en Africa. Pero antes no nos llegaban a través
de la pantalla de la televisión.
Pero si las cifras indican que la diferencia entre ricos y pobres
aumentó, ¿para qué sirven las instituciones internacionales?
¿No es una decepción para una persona como usted, llena
de buenas intenciones?
Llevo seis años trabajando siete días a la semana
para abordar ese problema. Hago todo lo que puedo. Pero las cuestiones
de la desigualdad, el colonialismo, siempre han existido; no hay más
que pensar en la relación de España con Latinoamérica,
las diferencias entre ricos y pobres, que no son problemas que se remonten
a unos cuantos años, sino a varios siglos. Había familias
privilegiadas y esclavos, y ahora se está pasando, por fin, a un
ambiente en el que los indígenas empiezan a ver sus derechos reconocidos.
Históricamente, la actitud española respecto de los pueblos
indígenas no ha sido demasiado buena. Ni la de los ingleses ni
la de los belgas.
Quiere decir que el género humano es así.
Sí, pero hoy estamos intentando cambiar las cosas.
Y, cuando no puede, ¿se consuela tocando el violonchelo?
Lo hago demasiado poco, por desgracia.
Es descorazonador que las cosas vayan tan despacio, que haya tanto
enemigo... Entiendo por enemigos, por un lado, a las grandes compañías
internacionales (reunidas en la OMC) que buscan su lucro y, por otra parte,
a todos los gobiernos corruptos. ¿Y usted?
Es verdad que, en ocasiones, ésos son los enemigos. Ahora
bien, yo intento ver la realidad tal como es. Un tercio del comercio mundial
se lleva a cabo entre compañías multinacionales. Y hay que
tener en cuenta su gran influencia en las inversiones. Pero mi objetivo
es colaborar con las empresas, tanto grandes como pequeñas, para
abordar los aspectos de responsabilidad social. Les digo que, si desean
tener un futuro empresarial a largo plazo, es preciso que exista cierta
igualdad en la sociedad. Nuestra primera meta es que en los países
existan sistemas capaces de garantizar la protección de los derechos
individuales. Sistemas legales y judiciales, sistemas financieros que
estén al alcance de los pobres, una labor de lucha contra la corrupción.
Si no se abordan estos aspectos, es imposible sacar adelante ningún
proyecto de desarrollo.
¿Y las multinacionales se dejan aconsejar?
Trabajamos todo el tiempo con multinacionales para intentar desarrollar
programas cargados de responsabilidad social, sea en la minería,
o el sector maderero, o la formación de los trabajadores, o lacooperación
con las multinacionales en la lucha contra el sida. Tenemos que hacerlo,
porque la cantidad de dinero que llega a los países en vías
de desarrollo procedente de compañías multinacionales es
el cuádruple del dinero que llega a través de la ayuda oficial.
Así que tenemos que colaborar. Y muchas de ellas tienen programas
sociales bastante buenos.
Tomó 20 años conseguir que las empresas farmacéuticas
acepten la producción de genéricos para el sida. ¿Cree
que el Banco Mundial podría hacer algo al respecto, en vez de esperar
que fuera la presión de las ONG que lo lograra?
Participamos en las negociaciones con las empresas farmacéuticas.
Yo me reuní con sus presidentes y les pedimos que bajaran los precios.
Así que también hemos ejercido alguna presión. Pero
es evidente que la atención de los medios de comunicación
y la labor de las ONG ayudaron de forma decisiva. Es preciso que la comunidad
internacional haga de Africa una prioridad. La ayuda al continente africano
ha descendido de 32 dólares por persona en 1990 a 19 dólares
en 1998.
Si usted tuviera que dar una razón que explicara el descontento
creciente de gente tan diversa y en todas partes del mundo, ¿qué
diría?
Es verdad que existen los problemas que han mencionado antes. Existe
mucha pobreza, cada vez hay más diferencias entre ricos y pobres,
y ahora vamos a enfrentarnos a un enorme reto que es que, de aquí
a 25 años, habrá 2000 millones de personas más en
los países en desarrollo. Hay dos posibilidades. Se puede salir
a la calle y destruir todo, o hacer lo que pretendo yo, que es reconocer
que existen esos problemas y trabajar para lograr mejorar la situación.
Yo intento llevar a cabo una tarea coherente de colaboración con
los gobiernos para establecer sistemas judiciales y legales que protejan
los derechos humanos y civiles, garantizar la salud y la educación,
crear infraestructuras, de forma que, al cabo de un tiempo, esos países
sean capaces de existir dentro de una economía globalizada. Mi
trabajo consiste en intentar hacer algo positivo. Los manifestantes, con
demasiada frecuencia, creen que la oposición destructiva sirve
para ayudar a esas gentes. Pero no es así. Lo que puede ayudar
es el diálogo.
¿Está de acuerdo en que, en algunos países,
las multinacionales mandan más que los gobiernos?
En algunos países, sí. Pero, al final, no tienen más
poder... Ahora hay muchos más países democráticos,
y las opiniones se expresan en elecciones. La historia del mundo enseña
que cuando la gente sale a la calle los resultados no suelen ser muy buenos,
porque, con frecuencia, lo que se acaba produciendo es una dictadura.
POR
QUE JAMES WOLFENSOHN
Por S. A.
Un
hombre sorprendido
A los 65
años, camina a grandes pasos, con una agilidad impropia de
su corpachón grandote y cordial. A menudo se mesa los cabellos
blancos medio rebeldes, después de quedarse en mangas de
camisa. Nada, ni siquiera su comprensión cuando me olvido
de conectar la grabadora lo que obligará a responder
una parte de las preguntas de nuevo y a enviarlas a través
de Internet, le hace perder la fría calma que anida
en el fondo de sus ojos azules.
Este hombre que dice lo que debe y no se sale del papel, preside
por segunda vez consecutiva el Banco Mundial, cargo para el que
fue nombrado, como todos sus antecesores, por el gobierno de Estados
Unidos. Nacido enSydney, Australia, se nacionalizó americano
y se licenció en Harvard. De adulto fundó su propio
banco y fue consejero de administración de CBS.
Siendo un niño, en el seno de una familia judía sin
recursos económicos, había tenido tiempo de aprender
a tocar el violoncello. Luego llegó a ser un virtuoso del
instrumento, al mismo tiempo que aprendía a hacerse rico.
Desde su llegada al Banco, Wolfensohn ha tenido buena prensa. Tal
vez porque no era el típico burócrata: para ser alguien
no necesitaba presidir una institución internacional. La
verdad es que él declaró ser feliz con su vida tal
como estaba, y que aceptaba presidir el BM porque pensaba que allí
podría hacer algo por el mundo.
En el periódico francés Liberation se lo calificó
entonces de hombre caritativo, muy diferente a sus grises predecesores.
Recién llegado, impulsó varias reformas; algunas en
el funcionamiento interno del Banco, como la descentralización
del trabajo, que se realizaba en su mayoría desde la sede
de Washington. Visitó las zonas de la tierra que iban a ser
sus clientes, y al regresar de Africa dijo por primera vez, desde
la presidencia de una institución económica internacional,
que la macroeconomía no servía por sí misma
para superar los problemas de desarrollo de los países; que
el pago de la deuda impide que puedan emplear su dinero para mejorar
la vida de los ciudadanos.
Creía hasta tal punto en la bondad de su trabajo que, cuando
en Seattle estalló la primera revuelta contra la globalización,
pensó que no era con el Banco, que no iba a concitar tanto
rechazo como sus hermanas. Y se sorprendió dolorosamente
cuando poco después, en Washington, la misma revuelta se
dirigió contra él.
|
|