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JAMES WOLFENSOHN, PRESIDENTE DEL BANCO MUNDIAL
“Hago todo lo que puedo”

 

Preside una de las grandes instituciones financieras internacionales, blanco de las protestas antiglobalizantes, acusada de alentar el ciclo interminable de la deuda externa. Pero donde se espera un economista frío, él se presenta como un cellista lleno de idealismos, que jura que trabaja �siete días a la semana� para cerrar la brecha entre ricos y pobres, para aliviar la miseria del mundo y hasta para ayudar a la igualdad de las mujeres. Un raro reportaje a un hombre poderoso y reservado.

Por Sol Alameda

–¿Cómo influyó su vida de niño judío emigrante en su modo de aproximarse a su cargo en el Banco Mundial?
–El elemento más importante de mi vida es la calidad humana y las ideas que tenían mis padres, no el hecho de que no tuviéramos mucho dinero. Siempre se dedicaron a ayudar a la gente, a todo tipo de tareas asistenciales, y me impregnaron de ese espíritu. No obstante, cuando empecé a dedicarme a estos asuntos, vi enseguida que lo que había visto en mi familia era aplicable al ámbito mundial.
–Al aceptar el cargo de presidente del Banco Mundial dijo que lo hacía porque desde esa institución podía hacer algo por el mundo. ¿No cree que estaba siendo un poco utópico?
–No creo. Me parece que el Banco es una de las pocas posibilidades de ejercer una pequeña influencia en el mundo. Nadie puede transformar el mundo por sí solo, pero existen ciertos trabajos en los que es posible hacer pequeños cambios. Y si esos pequeños cambios se multiplican por 6000 millones de habitantes, se convierten en un gran cambio. A mi juicio, el Banco es uno de esos lugares. Podemos ayudar a intentar aliviar la pobreza y mejorar el estado de la paz –que son, en definitiva, una misma cosa– desde una posición privilegiada. Por eso estoy tan satisfecho de mi trabajo, pese a ser consciente de las dificultades.
–¿Los presidentes de las grandes instituciones económicas mundiales se reúnen para analizar por qué hay tanta gente, cada vez más, que se opone a ustedes? ¿Qué soluciones encuentran?
–Hablamos constantemente. No podemos ignorar lo que ocurre en la calle. La primera vez que vi, en Seattle, a la gente que ocupaba la calle, le dije al responsable de la Organización Mundial del Comercio que si fuera tan listo como yo no tendría manifestantes. Porque en Seattle no hubo ninguna manifestación en contra del Banco. ¡Y unos meses después se manifestaban contra mí en Washington! (se ríe).
–Creo que le sorprendió y que sintió la tentación de decir: “Nosotros somos buena gente”.
–Exacto. De verdad, somos buena gente. Tengo a 10.000 personas que se levantan cada día con la convicción de que están aportando algo al mundo, no destruyéndolo. Trabajan mucho en problemas relacionados con los sexos, el sida, el comercio. A eso es a lo que nos dedicamos cada día. Si lo estamos haciendo mal, bienvenido sea el diálogo; pero no estoy dispuesto a aceptar la destrucción de nuestra institución.
–Cada vez son más los ciudadanos que se enfrentan a las organizaciones internacionales, tanto económicas como políticas.
–Creo que hay mucha gente confusa y mucha gente indignada por muchos motivos. No porque existan el Banco o los gobiernos, sino porque se sienten inquietos ante su futuro. En mi opinión, debe entablarse un diálogo. No me molesta nada discutir, creo que es una cosa muy positiva. Lo que me resulta más complicado es cuando se recurre a la violencia. La violencia interrumpe el diálogo. Pero yo no me opongo a dialogar. Todo lo contrario. Siempre se puede aprender algo.
–¿Piensa que el hecho de que el Banco y el Fondo estén unidos en la mente de sus ciudadanos es lo que hace que la gente se confunda y piense que todo es lo mismo, y que eso perjudica la imagen del Banco Mundial?
–Por supuesto que crea confusión. En mi opinión, interpretan mal tanto lo que hace el Fondo como lo que hace el Banco, y nos echan la culpa a los dos de todos los problemas. Es malo para las dos instituciones.
–¿Qué diferencia hay entre lo dos?
–El Fondo se ocupa de cuestiones económicas en general, problemas de macroeconomía, el sistema en su conjunto; mientras que el Banco aborda proyectos y programas en naciones o regiones específicas. Somos dos organizaciones hermanas y abordamos distintos aspectos de los mismos problemas, del mismo modo que en un país hay un banco central, pero también hay diversos ministerios: de sanidad, educación, etcétera.
–¿Y usted se siente independiente del Fondo?
–Somos independientes. Hacemos trabajos juntos, porque si hacemos algo en un país concreto, ese país tiene que tener un solo programa. Y no hay que olvidar que no somos nosotros quienes gobernamos los países, son sus propios gobiernos. Nosotros tenemos que asegurarnos de que esos gobiernos tienen un programa con el que nos sea posible ayudarlos.
–Cuando se le preguntó si se siente independiente de los países contribuyentes al Banco respondió que sí, hasta que los intereses de esos países entran en litigio.
–Intentamos funcionar como una organización profesional de servicios y ayudar a los países a que elaboren sus propios programas de desarrollo. Para actuar con eficacia en cualquier país, debe ser éste el que dirija los programas. Nosotros los ayudamos a desarrollar el proyecto. Normalmente, no consultamos con los grandes accionistas, pero, en algunas ocasiones, ellos pueden decir que, por motivos políticos o de otro tipo, no quieren que hagamos determinadas cosas. Ellos son los dueños del banco. Y, si lo desean, pueden cambiar las políticas.
–¿Eso lo convierte en alguien como Kofi Annan, el secretario de la ONU?
–Vagamente, aunque, en su caso, está sujeto a más directrices políticas porque su función es mucho más política que la nuestra. Nosotros nos dedicamos más a los programas de desarrollo. Probablemente él debe tener más en cuenta que nosotros las idas y venidas de la política. En su equipo hay, sobre todo, especialistas en relaciones exteriores; mientras que en nuestra organización son sobre todo personas procedentes de ministerios de Economía y Desarrollo. Por consiguiente, puede haber puntos de vista muy diferentes entre nuestras perspectivas económicas y de desarrollo, y sus proyectos, de orientación mucho más política.
–Personalmente, ¿echa de menos tener más poder y más independencia?
–No tengo poder e independencia totales, ni mucho menos, pero creo que mi organización tiene verdadera influencia en aspectos relacionados con la pobreza, la educación, la deuda, los derechos de la mujer, el medio ambiente... que entran dentro de nuestra competencia. Ahora bien, a fin de cuentas, yo trabajo para 180 países.
–De los cuales cinco tienen por sí solos el 40 por ciento de los votos.
–Europa, Estados Unidos y Japón tienen la mayoría.
–Por lo tanto, se hace lo que digan ellos...
–Si las cosas llegaran al extremo de tener que pelear, tendría que hacerlo, pero intento evitarlo, e intento hacer cosas que resulten razonables desde el punto de vista de la economía mundial.
–A usted, que ha sido aviador, ¿no le dan ganas de tirarse en picada?
–Sí, pero lo importante no son las heroicidades, sino ganar. Lo importante es progresar. Es decir, no emprender batallas, sino evitarlas.
–¿Le resultó difícil convencer a los grandes países?
–Al principio, no. La idea la tuve a los 10 días de tomar posesión de mi cargo. Fui a varios países de Africa y vi que el Banco estaba prestándoles dinero sólo para poder pagar préstamos anteriores. No hacía falta ser un genio para comprender que, si no les quedaba nada de dinero limpio que poder dedicar a sus necesidades, era imposible que progresaran.
–¿Y cómo están las cosas?
–En cuanto al alivio de la deuda, disponemos de paquetes para 23 países que ascienden aproximadamente a 34.000 millones de dólares. Y confiamos en abarcar 41 países, pero debemos asegurarnos que ese ahorro no va a parar a gastos militares, cuentas en paraísos fiscales, ni diversas formas de corrupción. El dinero tiene que destinarse a la salud, la educación y la lucha contra la pobreza.
–¿Cómo es que no se le había ocurrido a nadie antes?
–No sé. Era una cosa evidente. Pero, cuando propuse la idea, la gente me dijo que no podía hacerlo. No obstante, pronto empezaron a darse cuenta de que todos habíamos estado fingiendo que era un problema inexistente cuando, de hecho, es una cuestión fundamental.
–¿Quién o quiénes no querían la condonación?
–No fue cuestión de personas. En un aparato burocrático, las verdades están ahí, pero es fácil que surjan barreras. Por ejemplo, si se piensa en el comercio internacional, hoy no tiene sentido impulsar el desarrollo de los países, ampliar sus posibilidades de exportación, si el comercio mundial se encuentra con el obstáculo de los aranceles. No tiene sentido gastar 300.000 millones de dólares en subsidios a la agricultura y otros productos y dedicar 50.000 millones de dólares al año a que los países en vías de desarrollo elaboren productos, si luego no se les deja venderlos. Es otra idiotez. Y nos encontramos con este tipo de estupideces fundamentales todo el tiempo. Debemos superarlas para, con el tiempo, lograr que el sistema tenga cierto equilibrio.
–Una de las críticas que se hacen a las instituciones económicas internacionales es, precisamente, que el pago de la deuda de esos países impide que accedan a los beneficios que podrían producir esos préstamos. Tal y como usted dice...
–En realidad, muchos datos son prometedores. En los últimos 20 años, los países pobres han aumentado su esperanza de vida en seis años y han reducido el analfabetismo en más de un 20 por ciento. La pobreza en el este de Asia ha descendido del 27 por ciento de la población al 15 por ciento. En el conjunto de los países en vías de desarrollo, la renta per cápita está creciendo a un ritmo dos veces mayor que el de los años noventa: a un 1,8 por ciento en vez del 0,8. Aun así, sigue habiendo retos gigantescos: tenemos que combatir el sida, educar a muchas más niñas, luchar contra la malaria, y debemos garantizar que el desarrollo no dañe el medio ambiente. Pero hay que dejar claro que están produciéndose muchos avances. En la actualidad, por ejemplo, el Banco es la mayor fuente externa de financiación para programas de salud y educación.
–El 66 por ciento de la población mundial no cree en los políticos. ¿Cómo lo interpreta?
–Me parece preocupante, pero forma parte del sentimiento de que el mundo está creciendo y los políticos cuentan cada vez menos. Al mismo tiempo, el crecimiento de la sociedad civil y el aumento del interés por la pobreza, la globalización y el medio ambiente es algo muy importante y constructivo. Debemos centrar ese interés en soluciones constructivas; no en la violencia, la anarquía y la destrucción. Pero también debemos asegurarnos de que el debate no esté dominado por los ricos del mundo desarrollado; muchos países en vías de desarrollo están llegando ahora a la democracia, y quieren que sus instituciones funcionen. En resumen, ese cinismo no es universal.
–Sociólogos como Manuel Castells y Alain Touraine dicen que se está produciendo un proceso de disolución del tipo de sociedades en el que estamos. Y que nadie sabe hacia dónde vamos. ¿Está de acuerdo?
–Creo que existe un gran miedo y una gran inseguridad ante la globalización porque la globalización significa cambios. Por eso debemos asegurarnos de tener redes sociales de seguridad. Sin embargo, la globalización también puede aportar enormes ventajas relacionadas con la renta, las comunicaciones mundiales, el fortalecimiento de la sociedad civil e incluso la justicia globalizada, como hemos visto recientemente en los casos de Pinochet, Milosevic o Menem.
–Por unos años, con la llegada de las nuevas democracias, sobre todo en Latinoamérica, pareció que las recetas del FMI ayudaban a esos países a mejorar. Luego hubo fracasos y pareció que ustedes se habían equivocado.
–Creo que, en lugar de hacer un balance de los países que tuvieron problemas, deberíamos contar los millones de personas cuya vida mejoró, y de esa forma tendríamos un cálculo más acertado de lo ocurrido. Tengo que decir que, entre China y la India, suman más de 2300 millones de habitantes. Desde ese punto de vista, se puede decir que las políticas del FMI fueron un éxito.
–El antiguo economista jefe del Banco Mundial, Joseph Stiglitz, dijo que la India y China eran los únicos países que no hicieron caso de los consejos del FMI.
–El Banco Mundial lleva muchos años trabajando en China y colaborando en sus programas. El número de pobres en China ha descendido de 250 millones en 1978 a alrededor de 34 millones en la actualidad. Es un progreso increíble, y los chinos han agradecido nuestra ayuda.
–Aunque es posible que en algunos lugares se hayan resuelto problemas, las instituciones económicas internacionales no han logrado acabar con la pobreza. Los parámetros económicos de El Salvador eran alabados por el FMI, pero resulta que la gente seguía viviendo en una pobreza espantosa. Recuerdo que usted mismo dijo que las cifras macroeconómicas no sirven para acabar con la pobreza por sí solas.
–En El Salvador, los programas más constructivos en materia de educación, de lucha contra la pobreza, de infraestructuras, son los que lleva a cabo el Banco. Allí estamos muy involucrados en la conservación de la cultura, el medio ambiente. Una persona va a El Salvador y se escandaliza porque, hasta ese momento, nunca había pensado en los pobres salvadoreños. Pero ellos ya estaban ahí mucho antes, con sus problemas. Ahora que la gente viaja más y recibe más informaciones y más imágenes de todo el mundo, se siente más afectada por lo que ve. Hace mucho tiempo que hay guerras en Africa. Pero antes no nos llegaban a través de la pantalla de la televisión.
–Pero si las cifras indican que la diferencia entre ricos y pobres aumentó, ¿para qué sirven las instituciones internacionales? ¿No es una decepción para una persona como usted, llena de buenas intenciones?
–Llevo seis años trabajando siete días a la semana para abordar ese problema. Hago todo lo que puedo. Pero las cuestiones de la desigualdad, el colonialismo, siempre han existido; no hay más que pensar en la relación de España con Latinoamérica, las diferencias entre ricos y pobres, que no son problemas que se remonten a unos cuantos años, sino a varios siglos. Había familias privilegiadas y esclavos, y ahora se está pasando, por fin, a un ambiente en el que los indígenas empiezan a ver sus derechos reconocidos. Históricamente, la actitud española respecto de los pueblos indígenas no ha sido demasiado buena. Ni la de los ingleses ni la de los belgas.
–Quiere decir que el género humano es así.
–Sí, pero hoy estamos intentando cambiar las cosas.
–Y, cuando no puede, ¿se consuela tocando el violonchelo?
–Lo hago demasiado poco, por desgracia.
–Es descorazonador que las cosas vayan tan despacio, que haya tanto enemigo... Entiendo por enemigos, por un lado, a las grandes compañías internacionales (reunidas en la OMC) que buscan su lucro y, por otra parte, a todos los gobiernos corruptos. ¿Y usted?
–Es verdad que, en ocasiones, ésos son los enemigos. Ahora bien, yo intento ver la realidad tal como es. Un tercio del comercio mundial se lleva a cabo entre compañías multinacionales. Y hay que tener en cuenta su gran influencia en las inversiones. Pero mi objetivo es colaborar con las empresas, tanto grandes como pequeñas, para abordar los aspectos de responsabilidad social. Les digo que, si desean tener un futuro empresarial a largo plazo, es preciso que exista cierta igualdad en la sociedad. Nuestra primera meta es que en los países existan sistemas capaces de garantizar la protección de los derechos individuales. Sistemas legales y judiciales, sistemas financieros que estén al alcance de los pobres, una labor de lucha contra la corrupción. Si no se abordan estos aspectos, es imposible sacar adelante ningún proyecto de desarrollo.
–¿Y las multinacionales se dejan aconsejar?
–Trabajamos todo el tiempo con multinacionales para intentar desarrollar programas cargados de responsabilidad social, sea en la minería, o el sector maderero, o la formación de los trabajadores, o lacooperación con las multinacionales en la lucha contra el sida. Tenemos que hacerlo, porque la cantidad de dinero que llega a los países en vías de desarrollo procedente de compañías multinacionales es el cuádruple del dinero que llega a través de la ayuda oficial. Así que tenemos que colaborar. Y muchas de ellas tienen programas sociales bastante buenos.
–Tomó 20 años conseguir que las empresas farmacéuticas acepten la producción de genéricos para el sida. ¿Cree que el Banco Mundial podría hacer algo al respecto, en vez de esperar que fuera la presión de las ONG que lo lograra?
–Participamos en las negociaciones con las empresas farmacéuticas. Yo me reuní con sus presidentes y les pedimos que bajaran los precios. Así que también hemos ejercido alguna presión. Pero es evidente que la atención de los medios de comunicación y la labor de las ONG ayudaron de forma decisiva. Es preciso que la comunidad internacional haga de Africa una prioridad. La ayuda al continente africano ha descendido de 32 dólares por persona en 1990 a 19 dólares en 1998.
–Si usted tuviera que dar una razón que explicara el descontento creciente de gente tan diversa y en todas partes del mundo, ¿qué diría?
–Es verdad que existen los problemas que han mencionado antes. Existe mucha pobreza, cada vez hay más diferencias entre ricos y pobres, y ahora vamos a enfrentarnos a un enorme reto que es que, de aquí a 25 años, habrá 2000 millones de personas más en los países en desarrollo. Hay dos posibilidades. Se puede salir a la calle y destruir todo, o hacer lo que pretendo yo, que es reconocer que existen esos problemas y trabajar para lograr mejorar la situación. Yo intento llevar a cabo una tarea coherente de colaboración con los gobiernos para establecer sistemas judiciales y legales que protejan los derechos humanos y civiles, garantizar la salud y la educación, crear infraestructuras, de forma que, al cabo de un tiempo, esos países sean capaces de existir dentro de una economía globalizada. Mi trabajo consiste en intentar hacer algo positivo. Los manifestantes, con demasiada frecuencia, creen que la oposición destructiva sirve para ayudar a esas gentes. Pero no es así. Lo que puede ayudar es el diálogo.
–¿Está de acuerdo en que, en algunos países, las multinacionales mandan más que los gobiernos?
–En algunos países, sí. Pero, al final, no tienen más poder... Ahora hay muchos más países democráticos, y las opiniones se expresan en elecciones. La historia del mundo enseña que cuando la gente sale a la calle los resultados no suelen ser muy buenos, porque, con frecuencia, lo que se acaba produciendo es una dictadura.

POR QUE JAMES WOLFENSOHN

Por S. A.

Un hombre sorprendido

A los 65 años, camina a grandes pasos, con una agilidad impropia de su corpachón grandote y cordial. A menudo se mesa los cabellos blancos medio rebeldes, después de quedarse en mangas de camisa. Nada, ni siquiera su comprensión cuando me olvido de conectar la grabadora –lo que obligará a responder una parte de las preguntas de nuevo y a enviarlas a través de Internet–, le hace perder la fría calma que anida en el fondo de sus ojos azules.
Este hombre que dice lo que debe y no se sale del papel, preside por segunda vez consecutiva el Banco Mundial, cargo para el que fue nombrado, como todos sus antecesores, por el gobierno de Estados Unidos. Nacido enSydney, Australia, se nacionalizó americano y se licenció en Harvard. De adulto fundó su propio banco y fue consejero de administración de CBS.
Siendo un niño, en el seno de una familia judía sin recursos económicos, había tenido tiempo de aprender a tocar el violoncello. Luego llegó a ser un virtuoso del instrumento, al mismo tiempo que aprendía a hacerse rico. Desde su llegada al Banco, Wolfensohn ha tenido buena prensa. Tal vez porque no era el típico burócrata: para ser alguien no necesitaba presidir una institución internacional. La verdad es que él declaró ser feliz con su vida tal como estaba, y que aceptaba presidir el BM porque pensaba que allí podría hacer algo por el mundo.
En el periódico francés Liberation se lo calificó entonces de hombre caritativo, muy diferente a sus grises predecesores. Recién llegado, impulsó varias reformas; algunas en el funcionamiento interno del Banco, como la descentralización del trabajo, que se realizaba en su mayoría desde la sede de Washington. Visitó las zonas de la tierra que iban a ser sus clientes, y al regresar de Africa dijo por primera vez, desde la presidencia de una institución económica internacional, que la macroeconomía no servía por sí misma para superar los problemas de desarrollo de los países; que el pago de la deuda impide que puedan emplear su dinero para mejorar la vida de los ciudadanos.
Creía hasta tal punto en la bondad de su trabajo que, cuando en Seattle estalló la primera revuelta contra la globalización, pensó que no era con el Banco, que no iba a concitar tanto rechazo como sus hermanas. Y se sorprendió dolorosamente cuando poco después, en Washington, la misma revuelta se dirigió contra él.

 

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