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Caballito
Por Antonio Dal Masetto

Como todo el mundo sabe el mostrador de los bares es una especie de confesionario, el parroquiano larga el rollo y el que está del otro lado oficia de oreja dispuesto a escuchar lo que venga. Esta noche el Gallego tuvo una urgencia, me pidió que lo reemplazara y me cae un cliente muy bien empilchado. Una tasación rápida me dice que el fulano no lleva encima menos de cuatro o cinco lucas. Ya viene entonado y con el primer whisky empiezan las confidencias. 
�La verdad, amigo, no sé qué hacer. Estaba todo tan bien y se me viene a cruzar este detallecito de la niñez. 
�¿A qué detallecito se refiere?
�Permítame hacer un poco de historia. Si hay algo que siempre me apasionó en la vida es contar millones. Contarlos en la pantalla de la computadora. Sumas enormes de dinero que nunca toqué ni voy a tocar, que no sé qué color ni qué olor tiene. Fabulosos negocios, ganancias increíbles, cifras que se estiran, ceros que se suman, ceros y ceros, cada vez más ceros. Y todo sin tocar nada. Limpito y a distancia. Le aseguro que es un placer. 
�Estoy haciendo todos los esfuerzos posibles por imaginármelo.
�Basta apretar unas cuantas teclas y allá van los legisladores diligentes corriendo a votar leyes que uno necesita. Unos teclazos y está jugando en la bolsa de cualquier parte del mundo, apuesta a favor o en contra de la moneda de un país, miles de acciones que se compran y se venden, bonos, empresas, propiedades. Ceros y más ceros, un vértigo extraordinario.
�La verdad que la sensación de vértigo se me está empezando a contagiar. 
�Y después, al día siguiente de cada operación financiera, ver los resultados en los noticieros y en los diarios. Y ahí viene el placer. Un día, por ejemplo, descubro, que dejé el tendal en cuatro regiones del mundo, una en Africa, una en Asia, dos en Latinoamérica. Me hierve la sangre. Compañías quebradas, fábricas cerradas, empresarios que se tiraron por la ventana, pueblos enteros arrasados por la miseria. Póngale que se me da por atacar el mercado de cereales, en un ratito las cosechas no valen nada, después hago que se coticen, les doy un poco de soga y de nuevo las mando al muere. 
�¿No habrá un componente de codicia en lo suyo?
�No es codicia, tengo todo lo que se podría desear y más todavía. Es nada más que el gustito de sentir que tengo a miles, a millones de personas en mis manos y cuyas vidas cambian cada vez que aprieto una tecla. Puedo dejarlos caer un rato, levantarlos y darles esperanzas otro rato, después reventarlos de nuevo y así todas las veces que se me da la gana. Toneladas de adrenalina me corren por el cuerpo como lava de volcán. Qué me vienen a hablar de cocaína, crack, opio. Esas son pavadas. 
�Si lo disfruta tanto no alcanzo a entender dónde está el problema. 
�Ahora viene. De pronto, un día, en un noticiero donde se mostraba un pueblo destruido como consecuencia de una de mis operaciones, chiquita, poca cosa, aparece abandonado entre los escombros un caballito de madera igualito a uno que yo tenía cuando era chico. ¿Puede creerlo? ¿Cómo puede darse semejante coincidencia? Estaba disfrutando al mango y cuando vi el caballito se acabó la diversión. No sé qué me pasó, me enfrié. Es como cuando uno está con una mujer y en lo mejor de la cosa salta algo, uno se acuerda de algo, y se enfría.
�Conozco la situación.
�Y lo grave del asunto es que a partir de ese día, cada vez que estoy embalado jugando y gozando por anticipado con los resultados, se me cruza la imagen del caballito y otra vez se me arruina la fiesta. 
�¿Por qué no descansa un tiempo con los deditos y el teclado?
�Imposible, me agarra el síndrome de abstinencia. 
�Y bueno, qué le va a hacer, a veces con los caballitos de madera pasan esas cosas.

 

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