Palabra
de Carrió
Por Sandra Russo
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Desde hace ya algunos
años, aun cuando todavía Graciela Fernández Meijide
no se había desinflado, Elisa Carrió era una voz buscada
por los medios porque los medios sabían que la suya era una voz
escuchada por la gente. Siempre fue buena oradora, pero su imán
justamente residía en que, puesta a hablar sobre cualquiera de
los temas calientes que agitaban la vida política argentina, no
incurría nunca en esa cháchara vacua que hizo que lentamente
fuera decayendo el rating de casi todos los programas políticos
de la televisión: esa cháchara vacua acompañó
y fue cómplice, históricamente, de todos los desmanes, las
tropelías y las estupideces que convirtieron a este país
en este absurdo. Esa cháchara vacua, que desgraciadamente se asimila
al habla política, no ha hecho más que encubrir, con falsos
debates, falsas dicotomías y falsas declaraciones de principios,
el desmadre.
Por alguna razón que seguramente la excede y la preexiste como
figura emergente en este clímax de decepción y miedo al
futuro, Carrió habla castellano. El mismo idioma que hablaba Carlos
Alvarez cuando se podía escucharlo: el idioma no es una cuestión
menor en ninguna parte, y menos en un país con tradición
de cocoliche, identidad difusa y una predisposición casi genética
para el olvido. Más allá de la sintonía ideológica
con una y otro, lo que ambos tienen en común para una enorme cantidad
de gente es que cuando hablan dicen algo.
Los argentinos tenemos la sed no en la garganta sino en el oído.
Tenemos atrás una historia de no palabra: desde el 30, los
militares no se sintieron obligados a explicarse a sí mismos. En
la historia de facto, que incluyó los movimientos revolucionarios
aplastados en los 70, eran más importantes los actos que
las palabras.
Desde el 83 hubo lo que hay. El habla vacua que por ejemplo ahora
se expone por tevé mostrando al presidente De la Rúa, hace
escasos siete meses, prometiendo que el 2001 sería un gran año.
Es lógico que la gente escuche a funcionarios o legisladores como
se escucha música funcional: la no palabra o la no música
están allí de fondo, no significan nada, no revelan ni alientan,
no explican ni clarifican. Los funcionarios y los legisladores hablan
porque tienen que hablar, lo cual no implica que digan nada. De hecho,
no dicen nada.
Con Alvarez y Carrió se produjo ese clic en el oído, en
la sed del oído argentino. Que hablan en castellano es una manera
de decir que cuando hablan producen el efecto expectante en la audiencia
que, cuando tiene lugar, deja en evidencia lo otro, nuestra sordera permanente,
nuestro triste acomodamiento a esa banda de sonido insulso que son casi
todos los demás afirmando o negando cualquier cosa. Podrían
negarlo o afirmarlo en esperanto: daría igual.
Tras la renuncia de Alvarez, volvió a tenderse sobre el mapa político
el silencio. No había nadie que tradujera lo que decían
los otros en su esperanto bien curtido. No es que Alvarez trajera la palabra
iluminada, no: lo que traía era sencillamente la palabra, era alguien
que estaba ahí y hablaba. Carrió, siempre pero especialmente
desde el viernes pasado, más allá de todas las posibles
consideraciones sobre su metodología (eso sí: ahora todo
el mundo es estricto con las metodologías, no sea cosa que se use
papel tamaño carta en lugar de hoja oficio), volvió a hablar.
Esta gorda mística y periférica, como dice que le dicen
para descalificarla, genera con su palabra un reflejo que todos extrañamos:
el de calmar la sed en el oído, el de saciar el hambre de castellano,
el de escuchar a alguien que nos dirige la palabra. Que ella también
renuncie, como Alvarez, hace temer otro naufragio en el silencio.
REP
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