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ESTRENOS DE LA SEMANA
“LOS DESTINOS SENTIMENTALES”, DE OLIVIER ASSAYAS
Todas las vidas de un solo hombre

Audaz cronista del vértigo contemporáneo, el cineasta francés aborda su primer film de época con una saga de larga respiración novelesca, que recorre parsimoniosamente las primeras tres décadas del siglo XX.

Emmanuelle Béart es el objeto de
la pasión de Charles Berling en el
film de Olivier Assayas.

Por Martín Pérez

Al promediar el metraje de Los destinos sentimentales, la vida de Jean Barnery ya ha atravesado varios renunciamientos. Ha dejado atrás a una mujer, ha dejado atrás los hábitos, ha dejado atrás incluso esa decisión de abandonarlo todo para aceptar su destino familiar. Un último giro de la historia lo llevará al frente de batalla de la Primera Guerra Mundial, del que volverá a salvo pero cambiado para siempre. “En la guerra no había lucro, todos éramos iguales”, dirá este ex pastor protestante devenido en decidido industrial, en una de sus pocas referencias con respecto a su experiencia en el frente. Y, sin ningún atisbo de ironía ni de autoindulgencia, agregará: “Todo era de una mediocridad terrible”.
Trocando el arco temporal de un mes –el que abarca el vertiginoso Fines de agosto, principios de septiembre, su film anterior– por nada menos que las tres décadas de historia personal y social que desarrolla en el transcurso de las casi tres horas de metraje de Los destinos sentimentales, el cineasta francés Olivier Assayas ha sorprendido incluso a sus fans más incondicionales. Audaz cronista del vértigo contemporáneo en sus películas, e incapaz de no ponerse a investigar detrás del deseo, la culpa y lo prohibido de las relaciones amorosas, Assayas le ha dado una vuelta de tuerca a su inconformismo social para permitirse investigar los mecanismos más auténticos de la clásica narración decimonónica.
Con todo el vértigo que le permite la sutileza y minuciosidad necesarias para contar una historia que abarca un amor de tres décadas con la cambiante sociedad de comienzos del siglo pasado como escenografía, Los destinos sentimentales es un film adulto y sensible, pero que invita didácticamente a asumir su adultez, sin imponerla. Sencilla en sus máximas –pero al mismo tiempo tan elíptica como lo ejemplifica ese único comentario de su protagonista sobre sus experiencias en el frente de batalla–, esta obra de amor de Assayas recorre una vida y un amor con todos los pliegues a la vista.
Con Isabelle Huppert en el breve papel de la mujer desdeñada por el protagonista y Emmanuelle Béart como su auténtico amor –y que no dejará de serlo durante los diferentes significados que ostentes esas cuatro letras durante toda la historia–, la entereza con la que el actor Charles Berling carga el peso de llevar adelante la historia de Jean es tan admirable como las intenciones –y los logros– de un film que tiene tiempo para cuestionarse por sus propios valores como obra de arte y al mismo tiempo producto industrial.
Dividida en tres partes –tres décadas, tres horas de metraje–, la historia comienza en el pueblo de Barbazac, donde Jean ejerce de pastor protestante y al que su futura mujer Pauline –entonces una apetecible jovencita de 20 años– se asoma casi sin saber cómo escapar de las presiones de su entorno social. Los hechos se suceden con un dinamismo sorprendente para la clase de narración elegida, y la segunda mitad del film sorprende a la pareja disfrutando de un exilio suizo que terminará cuando el alma protestante de Jean no reniegue más de su destino desufrimiento y regrese a Limoges para dirigir el negocio de la porcelana en medio de ese mundo ingrato que parece batallar hacia la mediocridad.
Sin esquivar ninguna duda ni ningún conflicto, Assayas logra conmover al permitir asomarse a un amor y una vida que madura, sufre y se entrega a su destino ante los ojos de la cámara. “En la vida hay cosas buenas, sólo se necesita paciencia para verlas”, dice uno de sus personajes, y esa frase -que en otro contexto resultaría una frase más de poster– cobra otro significado después de ver lo que se vio. Y sobre todo cuando le sigue una advertencia aún más adulta y que aleja todo atisbo de conformismo: “Cuando estás seguro de algo, ya es demasiado tarde”. Lo mismo parece estar diciendo Assayas, cuyo cine se entrega a los cambios de su personaje, a las transformaciones del comienzo de siglo y de lo que se entiende como arte, mientras el mundo sufre y cambia para siempre.

PUNTOS

 


 

El cine cubano, fuera de la isla

Hoy comienza un ciclo con títulos apenas conocidos de la cinematografía cubana, que atraviesa momentos difíciles.

�Memorias del subdesarrollo�, de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los films que se verán en el Cosmos.

La Mediateca de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, es un importante archivo de films de la isla, muchos de los cuales nunca se vieron en la Argentina: estuvieron prohibidos desde 1960 hasta 1983, y desde la democracia sólo se consiguen en video, y sólo en algunos casos. Para remediar ese desconocimiento el Grupo de Cine Insurgente organiza una muestra de films en 35 mm que fueron seleccionados por Luciano Castillo, el director de la Mediateca. Desde hoy y hasta el 22 de este mes en el Cine Cosmos (con funciones diarias a las 15, 17, 19 y 21) se podrán ver películas como Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Alea (el director de Fresa y Chocolate) o la curiosa La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez. “Esa mirada de los primeros treinta años de la Revolución es esencial”, dice Fernando Pérez, realizador cubano que presenta en el ciclo su película Clandestinos. “Ahora la realidad se ha complejizado y tenemos muchos problemas bastante distintos, pero aquella mirada sigue siendo parte de nuestra identidad. Todos los realizadores de mi generación aspiramos llegar al nivel que tienen estas películas.”
El martes pasado, en el cine Cosmos, varios docentes de la Escuela (una ONG fundada por Gabriel García Márquez hace 15 años) que coincidieron por casualidad en Buenos Aires, se reunieron a comentar el ciclo, y a ofrecer un cuadro de situación del cine en la Cuba de hoy. “Todas las películas deben hacerse en coproducción” explica Fernando Pérez. “Yo soy un privilegiado porque en los ‘90 pude rodar cuatro películas, pero cuando empezó el período especial, en 1990, creí que nunca más podría hacer un largo. Sin embargo y pese al empobrecimiento, no se dejó al cine de lado. El ICAIC (Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica) sigue financiando por lo menos una parte. Pero el dinero privado es necesario porque, por ejemplo, en Cuba no hay sonido Dolby. Y eso es inaceptable e impide la distribución comercial de los films”. Pérez también cree, que la crisis económica condicionó a la pérdida de la dinámica del cine cubano. “A fines de los ‘80 parecía que venía una generación brillante, con una mirada nueva, pero todo se les hizo demasiado difícil, y tuvieron que irse buscando nuevos horizontes. Casi ninguno ha logrado algo en el exterior, sin embargo”. Hoy se hacen alrededor de cuatro films por año en Cuba: antes de 1990 el promedio era de doce realizaciones.
Daniel Torres Díaz está al frente de la cátedra de Dirección de la Escuela y se considera otro de los privilegiados que pudieron rodar con bastante frecuencia en los ‘90. “Una de las quejas en Cuba es que dominan la producción las comedias. Es cierto, pero creo que siempre en tiempos de crisis aparece la ironía. Lo cierto es que la comedia es el género que más fácilmente consigue financiación. Nadie anda buscando películas cubanas o latinas en general. Lo más notable del cine cubano es que pudo sobrevivir: ahora entró en una etapa de estabilidad. Y si tenemos suerte, volverá a entrar en un momento de expansión”.

 

Antología revolucionaria
Para el crítico e investigador cubano Luciano Castillo, curador de la muestra que comienza hoy en el Cosmos (Corrientes 2046), Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, que esta noche abre el fuego, “es todo un clásico del cine latinoamericano, la película que marca la temprana madurez de su creador y la del cine cubano revolucionario”. Pero de “Titón” Gutiérrez Alea se verán también otros dos títulos, menos renombrados que el famoso Fresa y chocolate, pero según Castillo, mucho más interesantes. “Es el caso de La última cena (1976) y Los sobrevivientes (1978), de neto corte buñueliano, que son muy superiores y mucho menos conocidas”. La selección incluye también otros hitos del cine de la isla, como Lucía (1968), de Humberto Solás (“la lucha de tres mujeres en tres momentos clave de la historia cubana”); La primera carga del machete (1969), de Manuel Octavio Gómez (“un experimento formal extraordinario”); De cierta manera (1974), de Sara Gómez (“una directora negra adentrándose en las contradicciones entre lo viejo y lo nuevo de Cuba”); Retrato de Teresa (1978), de Pastor Vega (“muy controvertida por su abierto cuestionamiento al machismo”); y Clandestinos (1987), de Fernando Pérez (“la ópera prima más importante de los ‘80, sobre la lucha clandestina revolucionaria contra la dictadura del Fulgencio Batista”).

 

“SWORDFISH, ACCESO AUTORIZADO”
El culto a la muerte

Por Horacio Bernades

El comienzo de Swordfish es de esos que agarran al espectador por el cuello. “El cine de Hollywood es una porquería”, dice Travolta a cámara, burlándose de la “falta de realismo” de las películas de La Fábrica. El espectador chequea si fue a ver una de acción o se metió por error en una de Godard, se pregunta qué hace Travolta hablando así, si es el actor o el personaje, si la película empezó o es un prólogo. Cuando el actor se para, queda claro que está actuando. Granada en mano, se abre paso entre policías, camiones de bomberos, curiosos y rehenes forrados de explosivos. Y sobreviene la explosión más brutal que se haya visto en cine. De allí en más, el relato se normaliza y llega el prometido film de acción, que es un concentrado de lo peor del Hollywood actual, hasta límites entre lo risible y lo ofensivo. Un superhacker (Hugh Jackman) es abducido por un ladrón (Travolta, que sigue sin levantar cabeza) para violar el sistema informático del Departamento de Estado y acceder a miles de millones de dólares en fondos ilegales.
Producida por Joel Silver, especialista que desde Arma mortal y Duro de matar viene cayendo en picada, y dirigida por Dominic Sena, lo risible de Swordfish es su falta de rigor y un cultivo de la vuelta de tuerca que la lleva a alcanzar niveles extremos de incoherencia. Total, se supone que la platea estará distraída con popcorn, explosiones, carreras de autos y chicas Baywatch como para andar fijándose en nimiedades. Sería disculpable si la ineptitud de los implicados no los llevara a disponer de la vida humana. La primera víctima es una chica que tiembla y llora antes de volar en pedacitos. De allí en más, guionista y director torturarán o matarán al que pase por allí. Si son mujeres, niños e inocentes, mejor. Hay que levantar el interés con un poco de espectáculo, y para ello algunos no tienen a mano nada mejor que la muerte. Curiosa idea del entretenimiento.

PUNTOS

 


 

�El hijo de la novia�, o cómo reconstruir la familia argentina

La comedia dramática de Juan José Campanella, protagonizada por Ricardo Darín y producida por Adrián Suar, propone una restauración sistemática, ternurista y tranquilizadora del viejo orden familiar del cine nacional.

Ricardo Darín y Norma Aleandro camino al altar del geriátrico, en el film de Juan José Campanella.

Por Luciano Monteagudo

De chico, Rafael Belvedere (Ricardo Darín) jugaba a ser El Zorro, pero a los 42 años le resulta difícil seguir siendo aquel paladín de la justicia. Esclavo del teléfono celular, corriendo detrás de los proveedores y delante de los acreedores, apenas si alcanza a sacar adelante el restaurante que heredó de su familia, donde ya ni siquiera puede preparar el clásico tiramisú con mascarpone. “Es prohibitivo, ponéle queso crema”, se resigna ante su jefe de cocina. El mascarpone, por cierto, no es lo único que Rafael ha resignado en su vida. Su padre (Héctor Alterio) viene a recordarle que hace ya un año que no visita a su madre (Norma Aleandro), internada en un geriátrico, con mal de Alzheimer. Su ex mujer (Claudia Fontán) le echa en cara que no hay un jueves que no llegue tarde a buscar a su hija al colegio. Y su actual pareja (Natalia Verbeke), una chica bastante más joven que él, le recrimina en silencio su falta de afecto y compromiso. “No se ofenda, Belvedere, pero usted parece un malabarista chino”, le dice un abogado que pretende comprarle el restaurante en nombre de un consorcio internacional. El número de circo en el que Rafael convirtió sus días terminará de pronto por el piso, con una fatalidad inesperada, que le hará replantearse, no sin cierta resistencia, el conjunto de su vida.
El segundo largometraje de Juan José Campanella realizado en la Argentina parecería tener todo a su favor para convertirse en un éxito aún mayor que el de su película anterior, El mismo amor, la misma lluvia, estrenada dos temporadas atrás. En primer lugar, El hijo de la novia tiene un elenco de enorme poder de convocatoria, no sólo por Darín –que ya en Nueve reinas terminó de confirmarse como el gran protagonista del cine argentino actual– sino también por la promocionada reunión de Alterio y Aleandro, tres lustros después de La historia oficial. La película cuenta además con el respaldo de las dos principales compañías productoras del medio local, Patagonik y Pol-ka (la empresa de Adrián Suar), asociadas a su vez a Tornasol, una de las más importantes de España, lo que le asegura una amplia carrera internacional, que comenzará en pocos días más cuando el film se presente en competencia en el inminente Festival de Montreal. Todo esto, sin embargo, no garantizaría nada si no fuera por la irreprochable calidad técnica del producto, por la eficacia de su narrativa y, sobre todo, por la concepción de El hijo de la novia como una película “de reír y llorar”, en palabras del propio Campanella, que reconoce haber perdido el miedo a que lo acusen de cursi.
Si hay algo de lo cual El hijo de la novia no se priva es de reconstruir el imaginario de la típica familia argentina de clase media tal como lo supo reflejar el cine nacional de todas las épocas, desde Manuel Romero hasta Fernando Ayala, pasando por Enrique Carreras. Ese imaginario habla de los valores del amor filial, de las amistades del barrio, del casamiento por iglesia y de los sueños perdidos, que pueden recuperarse. En todo caso, la diferencia más notoria con ese cine argentino arquetípico, que respondía a un ideario de país menos real que ficticio,está no sólo en el profesionalismo a toda prueba de Campanella detrás de la cámara. También hay que buscar esa diferencia en un guión –escrito por el director junto a Fernando Castets– de construcción muy sólida, con personajes bien definidos y líneas de diálogo casi siempre brillantes (como la que compara a Michael Jackson con Dios), pero que a veces terminan anulándose unas a otras, por el afán de incluir todas y cada una, como si a los autores les costara desprenderse de sus escenas.
El esquema del hombre común alienado y enfrentado a una circunstancia adversa que lo pone a prueba, como sucede en El hijo de la novia, también reconoce otro modelo y es el del cine de Frank Capra en general y el de ¡Qué bello es vivir! en particular. Como el George Bailey de Capra, el Belvedere de Campanella también atraviesa una instancia límite que lo empuja a poner en perspectiva toda su vida y a reconstituir sus lazos familiares. Como en Capra, en El hijo de la novia siempre hay una segunda oportunidad para Belvedere: con la novia, con la hija, con los padres, con los empleados de restaurante y hasta con la ex. Siempre está la posibilidad de reconciliarse con los demás, pero sobre todo consigo mismo y con los valores familiares. En este punto, no deja de ser interesante confrontar a El hijo de la novia con otro film argentino de este año que también tiene a una familia en su centro, La ciénaga, de Lucrecia Martel. Mientras el film de Martel pone a todo el núcleo familiar en cuestión, el de Campanella, por el contrario, aboga por una reconstitución de los vínculos más tradicionales, por una restauración sistemática, ternurista y tranquilizadora del viejo orden familiar.
Esa aproximación sentimental al material no deja de estar matizada constantemente por dardos de humor, que se ocupan de equilibrar las situaciones más dramáticas. Es en este cruce donde la película de Campanella encuentra en Darín a su mejor aliado, un actor capaz de manejar las dos cuerdas del film con una rara solvencia y que parece haber aprendido del cine de Howard Hawks a tirar sus diálogos como una ametralladora, sin fallar un solo tiro.

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