Por Martín
Pérez
Al promediar el metraje de
Los destinos sentimentales, la vida de Jean Barnery ya ha atravesado varios
renunciamientos. Ha dejado atrás a una mujer, ha dejado atrás
los hábitos, ha dejado atrás incluso esa decisión
de abandonarlo todo para aceptar su destino familiar. Un último
giro de la historia lo llevará al frente de batalla de la Primera
Guerra Mundial, del que volverá a salvo pero cambiado para siempre.
En la guerra no había lucro, todos éramos iguales,
dirá este ex pastor protestante devenido en decidido industrial,
en una de sus pocas referencias con respecto a su experiencia en el frente.
Y, sin ningún atisbo de ironía ni de autoindulgencia, agregará:
Todo era de una mediocridad terrible.
Trocando el arco temporal de un mes el que abarca el vertiginoso
Fines de agosto, principios de septiembre, su film anterior por
nada menos que las tres décadas de historia personal y social que
desarrolla en el transcurso de las casi tres horas de metraje de Los destinos
sentimentales, el cineasta francés Olivier Assayas ha sorprendido
incluso a sus fans más incondicionales. Audaz cronista del vértigo
contemporáneo en sus películas, e incapaz de no ponerse
a investigar detrás del deseo, la culpa y lo prohibido de las relaciones
amorosas, Assayas le ha dado una vuelta de tuerca a su inconformismo social
para permitirse investigar los mecanismos más auténticos
de la clásica narración decimonónica.
Con todo el vértigo que le permite la sutileza y minuciosidad necesarias
para contar una historia que abarca un amor de tres décadas con
la cambiante sociedad de comienzos del siglo pasado como escenografía,
Los destinos sentimentales es un film adulto y sensible, pero que invita
didácticamente a asumir su adultez, sin imponerla. Sencilla en
sus máximas pero al mismo tiempo tan elíptica como
lo ejemplifica ese único comentario de su protagonista sobre sus
experiencias en el frente de batalla, esta obra de amor de Assayas
recorre una vida y un amor con todos los pliegues a la vista.
Con Isabelle Huppert en el breve papel de la mujer desdeñada por
el protagonista y Emmanuelle Béart como su auténtico amor
y que no dejará de serlo durante los diferentes significados
que ostentes esas cuatro letras durante toda la historia, la entereza
con la que el actor Charles Berling carga el peso de llevar adelante la
historia de Jean es tan admirable como las intenciones y los logros
de un film que tiene tiempo para cuestionarse por sus propios valores
como obra de arte y al mismo tiempo producto industrial.
Dividida en tres partes tres décadas, tres horas de metraje,
la historia comienza en el pueblo de Barbazac, donde Jean ejerce de pastor
protestante y al que su futura mujer Pauline entonces una apetecible
jovencita de 20 años se asoma casi sin saber cómo
escapar de las presiones de su entorno social. Los hechos se suceden con
un dinamismo sorprendente para la clase de narración elegida, y
la segunda mitad del film sorprende a la pareja disfrutando de un exilio
suizo que terminará cuando el alma protestante de Jean no reniegue
más de su destino desufrimiento y regrese a Limoges para dirigir
el negocio de la porcelana en medio de ese mundo ingrato que parece batallar
hacia la mediocridad.
Sin esquivar ninguna duda ni ningún conflicto, Assayas logra conmover
al permitir asomarse a un amor y una vida que madura, sufre y se entrega
a su destino ante los ojos de la cámara. En la vida hay cosas
buenas, sólo se necesita paciencia para verlas, dice uno
de sus personajes, y esa frase -que en otro contexto resultaría
una frase más de poster cobra otro significado después
de ver lo que se vio. Y sobre todo cuando le sigue una advertencia aún
más adulta y que aleja todo atisbo de conformismo: Cuando
estás seguro de algo, ya es demasiado tarde. Lo mismo parece
estar diciendo Assayas, cuyo cine se entrega a los cambios de su personaje,
a las transformaciones del comienzo de siglo y de lo que se entiende como
arte, mientras el mundo sufre y cambia para siempre.
PUNTOS
El
cine cubano, fuera de la isla
Hoy comienza un ciclo con títulos apenas conocidos de la
cinematografía cubana, que atraviesa momentos difíciles.
�Memorias
del subdesarrollo�, de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los films
que se verán en el Cosmos.
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La Mediateca de la Escuela Internacional
de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba,
es un importante archivo de films de la isla, muchos de los cuales nunca
se vieron en la Argentina: estuvieron prohibidos desde 1960 hasta 1983,
y desde la democracia sólo se consiguen en video, y sólo
en algunos casos. Para remediar ese desconocimiento el Grupo de Cine Insurgente
organiza una muestra de films en 35 mm que fueron seleccionados por Luciano
Castillo, el director de la Mediateca. Desde hoy y hasta el 22 de este
mes en el Cine Cosmos (con funciones diarias a las 15, 17, 19 y 21) se
podrán ver películas como Memorias del subdesarrollo (1968)
de Tomás Gutiérrez Alea (el director de Fresa y Chocolate)
o la curiosa La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez.
Esa mirada de los primeros treinta años de la Revolución
es esencial, dice Fernando Pérez, realizador cubano que presenta
en el ciclo su película Clandestinos. Ahora la realidad se
ha complejizado y tenemos muchos problemas bastante distintos, pero aquella
mirada sigue siendo parte de nuestra identidad. Todos los realizadores
de mi generación aspiramos llegar al nivel que tienen estas películas.
El martes pasado, en el cine Cosmos, varios docentes de la Escuela (una
ONG fundada por Gabriel García Márquez hace 15 años)
que coincidieron por casualidad en Buenos Aires, se reunieron a comentar
el ciclo, y a ofrecer un cuadro de situación del cine en la Cuba
de hoy. Todas las películas deben hacerse en coproducción
explica Fernando Pérez. Yo soy un privilegiado porque en
los 90 pude rodar cuatro películas, pero cuando empezó
el período especial, en 1990, creí que nunca más
podría hacer un largo. Sin embargo y pese al empobrecimiento, no
se dejó al cine de lado. El ICAIC (Instituto Cubano del Arte y
la Industria Cinematográfica) sigue financiando por lo menos una
parte. Pero el dinero privado es necesario porque, por ejemplo, en Cuba
no hay sonido Dolby. Y eso es inaceptable e impide la distribución
comercial de los films. Pérez también cree, que la
crisis económica condicionó a la pérdida de la dinámica
del cine cubano. A fines de los 80 parecía que venía
una generación brillante, con una mirada nueva, pero todo se les
hizo demasiado difícil, y tuvieron que irse buscando nuevos horizontes.
Casi ninguno ha logrado algo en el exterior, sin embargo. Hoy se
hacen alrededor de cuatro films por año en Cuba: antes de 1990
el promedio era de doce realizaciones.
Daniel Torres Díaz está al frente de la cátedra de
Dirección de la Escuela y se considera otro de los privilegiados
que pudieron rodar con bastante frecuencia en los 90. Una
de las quejas en Cuba es que dominan la producción las comedias.
Es cierto, pero creo que siempre en tiempos de crisis aparece la ironía.
Lo cierto es que la comedia es el género que más fácilmente
consigue financiación. Nadie anda buscando películas cubanas
o latinas en general. Lo más notable del cine cubano es que pudo
sobrevivir: ahora entró en una etapa de estabilidad. Y si tenemos
suerte, volverá a entrar en un momento de expansión.
Antología revolucionaria
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Para el crítico e investigador cubano Luciano Castillo,
curador de la muestra que comienza hoy en el Cosmos (Corrientes 2046),
Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez
Alea, que esta noche abre el fuego, es todo un clásico
del cine latinoamericano, la película que marca la temprana
madurez de su creador y la del cine cubano revolucionario. Pero
de Titón Gutiérrez Alea se verán
también otros dos títulos, menos renombrados que el
famoso Fresa y chocolate, pero según Castillo, mucho más
interesantes. Es el caso de La última cena (1976) y Los
sobrevivientes (1978), de neto corte buñueliano, que son muy
superiores y mucho menos conocidas. La selección incluye
también otros hitos del cine de la isla, como Lucía
(1968), de Humberto Solás (la lucha de tres mujeres en
tres momentos clave de la historia cubana); La primera carga
del machete (1969), de Manuel Octavio Gómez (un experimento
formal extraordinario); De cierta manera (1974), de Sara Gómez
(una directora negra adentrándose en las contradicciones
entre lo viejo y lo nuevo de Cuba); Retrato de Teresa (1978),
de Pastor Vega (muy controvertida por su abierto cuestionamiento
al machismo); y Clandestinos (1987), de Fernando Pérez
(la ópera prima más importante de los 80,
sobre la lucha clandestina revolucionaria contra la dictadura del
Fulgencio Batista). |
SWORDFISH,
ACCESO AUTORIZADO
El culto a la muerte
Por
Horacio Bernades
El comienzo de
Swordfish es de esos que agarran al espectador por el cuello. El
cine de Hollywood es una porquería, dice Travolta a cámara,
burlándose de la falta de realismo de las películas
de La Fábrica. El espectador chequea si fue a ver una de acción
o se metió por error en una de Godard, se pregunta qué hace
Travolta hablando así, si es el actor o el personaje, si la película
empezó o es un prólogo. Cuando el actor se para, queda claro
que está actuando. Granada en mano, se abre paso entre policías,
camiones de bomberos, curiosos y rehenes forrados de explosivos. Y sobreviene
la explosión más brutal que se haya visto en cine. De allí
en más, el relato se normaliza y llega el prometido film de acción,
que es un concentrado de lo peor del Hollywood actual, hasta límites
entre lo risible y lo ofensivo. Un superhacker (Hugh Jackman) es abducido
por un ladrón (Travolta, que sigue sin levantar cabeza) para violar
el sistema informático del Departamento de Estado y acceder a miles
de millones de dólares en fondos ilegales.
Producida por Joel Silver, especialista que desde Arma mortal y Duro de
matar viene cayendo en picada, y dirigida por Dominic Sena, lo risible
de Swordfish es su falta de rigor y un cultivo de la vuelta de tuerca
que la lleva a alcanzar niveles extremos de incoherencia. Total, se supone
que la platea estará distraída con popcorn, explosiones,
carreras de autos y chicas Baywatch como para andar fijándose en
nimiedades. Sería disculpable si la ineptitud de los implicados
no los llevara a disponer de la vida humana. La primera víctima
es una chica que tiembla y llora antes de volar en pedacitos. De allí
en más, guionista y director torturarán o matarán
al que pase por allí. Si son mujeres, niños e inocentes,
mejor. Hay que levantar el interés con un poco de espectáculo,
y para ello algunos no tienen a mano nada mejor que la muerte. Curiosa
idea del entretenimiento.
PUNTOS
�El
hijo de la novia�, o cómo reconstruir la familia argentina
La comedia dramática de Juan José Campanella, protagonizada
por Ricardo Darín y producida por Adrián Suar, propone una restauración
sistemática, ternurista y tranquilizadora del viejo orden familiar
del cine nacional.
Ricardo
Darín y Norma Aleandro camino al altar del geriátrico, en el film
de Juan José Campanella.
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Por Luciano Monteagudo
De chico, Rafael Belvedere (Ricardo
Darín) jugaba a ser El Zorro, pero a los 42 años le resulta
difícil seguir siendo aquel paladín de la justicia. Esclavo
del teléfono celular, corriendo detrás de los proveedores
y delante de los acreedores, apenas si alcanza a sacar adelante el restaurante
que heredó de su familia, donde ya ni siquiera puede preparar el
clásico tiramisú con mascarpone. Es prohibitivo, ponéle
queso crema, se resigna ante su jefe de cocina. El mascarpone, por
cierto, no es lo único que Rafael ha resignado en su vida. Su padre
(Héctor Alterio) viene a recordarle que hace ya un año que
no visita a su madre (Norma Aleandro), internada en un geriátrico,
con mal de Alzheimer. Su ex mujer (Claudia Fontán) le echa en cara
que no hay un jueves que no llegue tarde a buscar a su hija al colegio.
Y su actual pareja (Natalia Verbeke), una chica bastante más joven
que él, le recrimina en silencio su falta de afecto y compromiso.
No se ofenda, Belvedere, pero usted parece un malabarista chino,
le dice un abogado que pretende comprarle el restaurante en nombre de
un consorcio internacional. El número de circo en el que Rafael
convirtió sus días terminará de pronto por el piso,
con una fatalidad inesperada, que le hará replantearse, no sin
cierta resistencia, el conjunto de su vida.
El segundo largometraje de Juan José Campanella realizado en la
Argentina parecería tener todo a su favor para convertirse en un
éxito aún mayor que el de su película anterior, El
mismo amor, la misma lluvia, estrenada dos temporadas atrás. En
primer lugar, El hijo de la novia tiene un elenco de enorme poder de convocatoria,
no sólo por Darín que ya en Nueve reinas terminó
de confirmarse como el gran protagonista del cine argentino actual
sino también por la promocionada reunión de Alterio y Aleandro,
tres lustros después de La historia oficial. La película
cuenta además con el respaldo de las dos principales compañías
productoras del medio local, Patagonik y Pol-ka (la empresa de Adrián
Suar), asociadas a su vez a Tornasol, una de las más importantes
de España, lo que le asegura una amplia carrera internacional,
que comenzará en pocos días más cuando el film se
presente en competencia en el inminente Festival de Montreal. Todo esto,
sin embargo, no garantizaría nada si no fuera por la irreprochable
calidad técnica del producto, por la eficacia de su narrativa y,
sobre todo, por la concepción de El hijo de la novia como una película
de reír y llorar, en palabras del propio Campanella,
que reconoce haber perdido el miedo a que lo acusen de cursi.
Si hay algo de lo cual El hijo de la novia no se priva es de reconstruir
el imaginario de la típica familia argentina de clase media tal
como lo supo reflejar el cine nacional de todas las épocas, desde
Manuel Romero hasta Fernando Ayala, pasando por Enrique Carreras. Ese
imaginario habla de los valores del amor filial, de las amistades del
barrio, del casamiento por iglesia y de los sueños perdidos, que
pueden recuperarse. En todo caso, la diferencia más notoria con
ese cine argentino arquetípico, que respondía a un ideario
de país menos real que ficticio,está no sólo en el
profesionalismo a toda prueba de Campanella detrás de la cámara.
También hay que buscar esa diferencia en un guión escrito
por el director junto a Fernando Castets de construcción
muy sólida, con personajes bien definidos y líneas de diálogo
casi siempre brillantes (como la que compara a Michael Jackson con Dios),
pero que a veces terminan anulándose unas a otras, por el afán
de incluir todas y cada una, como si a los autores les costara desprenderse
de sus escenas.
El esquema del hombre común alienado y enfrentado a una circunstancia
adversa que lo pone a prueba, como sucede en El hijo de la novia, también
reconoce otro modelo y es el del cine de Frank Capra en general y el de
¡Qué bello es vivir! en particular. Como el George Bailey
de Capra, el Belvedere de Campanella también atraviesa una instancia
límite que lo empuja a poner en perspectiva toda su vida y a reconstituir
sus lazos familiares. Como en Capra, en El hijo de la novia siempre hay
una segunda oportunidad para Belvedere: con la novia, con la hija, con
los padres, con los empleados de restaurante y hasta con la ex. Siempre
está la posibilidad de reconciliarse con los demás, pero
sobre todo consigo mismo y con los valores familiares. En este punto,
no deja de ser interesante confrontar a El hijo de la novia con otro film
argentino de este año que también tiene a una familia en
su centro, La ciénaga, de Lucrecia Martel. Mientras el film de
Martel pone a todo el núcleo familiar en cuestión, el de
Campanella, por el contrario, aboga por una reconstitución de los
vínculos más tradicionales, por una restauración
sistemática, ternurista y tranquilizadora del viejo orden familiar.
Esa aproximación sentimental al material no deja de estar matizada
constantemente por dardos de humor, que se ocupan de equilibrar las situaciones
más dramáticas. Es en este cruce donde la película
de Campanella encuentra en Darín a su mejor aliado, un actor capaz
de manejar las dos cuerdas del film con una rara solvencia y que parece
haber aprendido del cine de Howard Hawks a tirar sus diálogos como
una ametralladora, sin fallar un solo tiro.
PUNTOS
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