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ESTRENOS DE LA SEMANA
“EN LA PUTA CALLE”, DE ENRIQUE GABRIEL
La España más oscura

En su segundo largometraje, el director argentino radicado en Madrid expone la cara más sucia de la modernización española, pero el drama social se diluye en una picaresca estereotipada.

La noche es el refugio de los inmigrantes y desempleados.
Como en el tango, en Madrid todos los timbres están secos.

Por Horacio Bernades

De producción española, En la puta calle es la segunda película del argentino Enrique Gabriel, largamente radicado allí. De 1996, el film es posterior a Krapatchouk (1992) y anterior a Las huellas borradas (1999), ambas estrenadas en la Argentina. Típico relato de vuelta al hogar, en un contexto de oposición entre tradiciones pueblerinas y modernización, Las huellas borradas, que cuenta con Federico Luppi en el protagónico y Héctor Alterio en un secundario, evidencia una clara vocación de clasicismo, así como a un realizador sumamente afiatado en su oficio. Las pretensiones de En la puta calle son otras, y hay que decir que sus logros son menores también.
Trasladando seguramente muchas de sus propias vivencias de inmigrante pobre, el mérito de Gabriel en su segundo film es el de mostrar la cara más sucia de la modernización española, esa que los films de Almodóvar y Cía. raramente exhiben. La España del “paro”, la pauperización, delincuencia y marginalidad, no en este caso de los jóvenes de clase media baja, sino de los inmigrantes del Tercer Mundo y los nativos de mediana edad. Electricista casado y con hijos, Juan Gutiérrez (Ramón Barea) decide dejar por un tiempo familia y pueblo chico para buscar trabajo en la opulenta Madrid. “Me llamo Felipe González, pero la diferencia es que yo al menos doy trabajo”, dirá un empleador ilegal, en uno de los puntazos más directos de En la puta calle.
Como en el tango, cuando salga a buscar trabajo, Juan encontrará que todos los timbres están secos, yendo a parar a la calle. Literalmente, ya que debe dejar el hospedaje donde se alberga (“Pensión Paraíso”, se llama) y tirarse a dormir en cualquier rincón mugriento, como un mendigo. Historia de descenso social en picada, la de Juan. Quien, sin embargo, no abandona una altanería y severidad cada vez más desfasadas. Gabriel contrapone su caída con el temple de sobreviviente de un cubano ilegal, un “sudaca” sin mucho que perder. Sin perder la sonrisa ni ante las peores circunstancias, Andy (Luis Alberto García, visto en Guantanamera y Cosas que dejé en La Habana) es la exacta contracara de Juan. Y también, en buena medida, el estereotipo del cubano, alegre y pachanguero.
A partir de la reunión de ambos, En la puta calle se acoge al canon de las buddy movies, esos films donde dos personajes de lo más disímiles hacen frente a las circunstancias, mientras no dejan de pelear como perro y gato. Entre Juan y Andy se librará una típica guerra de pobres, en la que el local apela al consabido racismo antiinmigratorio. Al mismo tiempo, el drama severo de la primera parte, con fuertes rasgos costumbristas en la pintura de personajes secundarios, lleva las aguas hacia un terreno de picaresca urbana, con los dos desempleados buscando ganarse el pan a como dé lugar. El Ken Loach de Riff Raff y Como caídos del cielo parece el modelo evidente aquí, pero Gabriel nunca termina de encontrar un tono y una mirada que le den homogeneidad al conjunto.
La vertiente picaresca se choca, en lugar de integrarse, con elementos de drama social, sobre todo a partir del encuentro con una joven yonqui de alta burguesía. El conjunto termina de disgregarse cuando deriva a terrenos de policial negro, que incluyen una mansión, un ricachón y sus matones, como salidos de una novela de Raymond Chandler. Una músicaomnipresente funciona como subrayado permanente, anclando el film, de modo definitivo, en el terreno de lo obvio y previsible.

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“SCARY MOVIE 2”, DE LOS HERMANOS WYANS
La estética del mal gusto

Por Martín Pérez

El cura está sentado al piano y a su alrededor se reúnen sus fieles, gente fina, liberal y blanca, para más datos. Todos cantan juntos canciones que les recuerdan otros tiempos –el clásico “una que sepamos todos”– y de pronto el rostro del cura se ilumina al recordar una que no puede faltar. Y comienza a tocar al piano un tema de hip hop que, al ser coreado por él y sus burgueses fieles bien blanquitos como si fuese realmente su canción, no puede menos que despertar unas crueles risotadas. Semejante humor clasista, sutil y brutal a la vez, es la base de la estética de los hermanos Wyans, que con la secuela del sorpresivo éxito de su film Scary Movie –obviamente titulado Scary Movie 2– no hacen más que seguir el mismo camino que los llevó al éxito la primera vez.
Más bestial y menos preocupada por seguir un hilo argumental que la primera, esta segunda película de los Wyans comienza en realidad con un prólogo dedicado íntegramente a El exorcista. En apenas diez minutos, y con la ayuda de James Woods en el papel otrora interpretado por Max Von Sydow, los Wyans recorren toda la mitología del film sin dejar títere con cabeza. Sin hacerle asco al mal gusto y dándole una vuelta de tuerca incluso a los excesos firmados por los Monthy Pyton, la estética de los Wyans en estos casos parece resumirse por completo en un “¿no te gustó? ¿te dio asco? ¡entonces lo vamos a hacer otra vez!”.
Con grandes dosis de su humor sexista y políticamente incorrecto en cada escena –a veces de manera muy rudimentaria, hay que decirlo–, los Wyans cargan contra braguetas, corpiños, secreciones corporales y hasta parapléjicos. Con auténticas ganas de molestar, deciden seguir el guión de un film de terror como La maldición –aquel dirigido por Jan de Bont, y protagonizado por Liam Neeson y Catherine Zeta Jones–, que era casi cómico de tan fallido, como si quisieran explicar cómo se lo podía hacer aún más gracioso. Si Scary Movie 2 no deja títere con cabeza de El exorcista a Hannibal, lo único que parece haber mermado en los Wyans es las ganas de burlarse de la marihuana, cuyas bromas escasean tanto aquí como eran masivas en la primera parte. Salvo por un gran gag protagonizado por el Wyans más afín al cannabis, cuya peor pesadilla termina haciéndose realidad en una escena que –casi, casi– termina pagando por sí sola la entrada de un film, hay que aclararlo, sólo para adictos. Del género, claro.

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