Por Hilda Cabrera
Los ensayos del quinteto que
en La fuerza de la costumbre dirige el dueño de un circo de mala
muerte no son ninguna manía. No sólo porque lo dice este
tullido personaje a los sometidos compañeros que, forzados por
él, deben ensayar hasta el agotamiento el quinteto La trucha, de
Franz Schubert. Esa lastimosa práctica no es manía sino
deseo de alcanzar la perfección. Un destino que aquí se
convierte en fatalidad. Tal vez algún día, ejecutado sin
fallas, les permita ser reconocidos, dejar ese espacio de marginación
que los condena. Aunque devastador y autoritario, el dueño posee
una mente filosófica. Es el que monologa y habla de perfección
y arte. Surgen así observaciones sencillas pero esenciales, sobre
el ensayo por ejemplo, como un modo de volver una y otra vez a un principio
que nunca será igual al anterior. Este quinteto formado por gente
herida y baldada no es armonioso como la bella música que pretende
interpretar. Cada tanto sobreviene alguna rebelión sabotaje
lo califica el dueño en esa rutina de tocar no se sabe hasta
cuándo. Es una manera de no morir a destiempo, y si es posible
huir, como lo intenta el aún no totalmente doblegado y melancólico
malabarista intérprete de violín. También él
puede recibir ofertas del famoso circo Sarrasani. La oposición
es mínima, pero está presente: toser en el Andante, emborracharse
al punto de no poder tocar el piano o caer exhausto por el dolor de una
herida: la del domador asaltado por una fiera.
Sabotajes que ofuscan al dueño, Caribaldi, quejoso
ante la falta de concentración de la troupe, y ante la sociedad
toda: Toco contra la sociedad, contra la burguesía,
dirá de sí mismo. Casi una declaración de principios
del autor de La fuerza... Y esto más allá de las resonancias
que adquiera hoy esa frase en una sala como Caliban, de los bordes, como
se acostumbra decir. Expresa la furia del marginado, sea éste artista
o no, y la constatación de una decadencia que no es sólo
la de su cuerpo. El austríaco Thomas Bernhard (1931-1989), autor
de unas 20 novelas, poeta y músico, fue en su época representante
de aquella tendencia que en su país relacionó estrechamente
literatura y concepción del mundo. Esta actitud es más explícita
en sus obras de teatro que en sus novelas. Para Bernhard, que arrastró
durante su vida varias deficiencias del organismo, imperaba
en su entorno la debilidad mental. Supo como pocos volcar
sobre su literatura sus propias experiencias, dejando al descubierto carencias
y dolores. En cuanto a sus diatribas, éstas iban dirigidas básicamente
a algunos sectores de la sociedad austríaca y a quienes dominan
la vida pública. Uno de los últimos ejemplos es Heldenplatz
(Plaza de héroes), de 1988, obra que recuerda la anexión
de Austria por el Tercer Reich, en la que trató a los austríacos
de verdugos.
En La fuerza... (Die Macht der Gewohnheit), de 1975, persiste ese estar
en contra de todo, pero desde un ser autoritario. Caribaldi es quien se
pregunta aquí por el papel del artista en la sociedad, y no encuentra
otra respuesta que esa fatalidad: la de ensayar (acaso para no perder
el interés por la vida) hasta lograr la perfección. ¿Qué
otra cosa se puede hacer? El arte que hacemos no debe dar descanso
a la cabeza, apunta. La puesta de Audivert, Chaparro y Mangone muestra
un solo escenario, la trastienda del circo, pero, tal como se la ha dispuesto,
permite al espectador imaginar qué sucede más allá,
en la pista, donde ante espectadores, siempre escasos, cada uno de los
integrantes de este patético quinteto cumplirá con su rutina.
Un ritual que se parece en mucho a un acto de fe y servidumbre, y que
incluye a una niña, la nieta de Caribaldi, cuyo rol es, además
de interpretar música, deslizarse por la cuerda floja, y sin red.
Contrariamente al célebre quinteto de Schubert, la música
que intentan recrear estos personajes carece de armonías. El sonido
que arrancan de las cuerdas es ríspido y seco, y el piano parece
aporreado. Entrenados de modo admirable, los actores y la actriz logran
sincronizar creativamente palabras, movimientos y música. La intención
de Bernhard de expresarse lingüísticamente de modo original,
mostrando a la vez interés por el entorno, está presente
en este trabajo del equipo que lidera Audivert. Sin ser explícito,
descubre cicatrices y mediocridades, y conserva los juegos verbales característicos
en Bernhard (aun cuando, se sabe, es difícil hallar equivalentes
en las traducciones). El imaginario de Bernhard es aquí recreado
de modo singular a través de un trabajo preciso, tanto en materia
musical como actoral y técnica. Se logran así escenas reveladoras
para cada uno de los personajes que, dolientes, tragicómicos y
absurdos, ejemplifican la imposibilidad de una salida.
La actriz María Pedrota se destaca en secuencias singularmente
poéticas, componiendo a la desvalida nieta, y Audivert en la totalidad
de su trabajo, como dueño de ese circo mental. Como
ha escrito Bernhard, constatar que se lleva una existencia desesperada
es ridículo, y esto se percibe también en La fuerza...,
cuyos personajes no han sabido preservar su libertad ni sofrenar la desesperación.
Sometidos al ritual del ensayo, no se preguntan sobre su relación
con lo que están haciendo. Sojuzgados por Caribaldi, ejecutan sus
instrumentos de modo mecánico, reiterando errores y precipitándose
en la locura. Ellos son la caja de resonancia de una sociedad
que, enferma, no puede hacer otra cosa que repetirse hasta su extinción.
|