Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


�Yo toco contra la burguesía�

Pompeyo Audivert, Marcelo Chaparro, Luis Aranosky, María Pedrota y Gino Fusco se lucen en �La fuerza de la costumbre�, una inquietante pieza del austríaco Thomas Bernhard.

La música que intentan recrear
los personajes de �La fuerza de
la costumbre� carece de armonías.

Por Hilda Cabrera

Los ensayos del quinteto que en La fuerza de la costumbre dirige el dueño de un circo de mala muerte no son ninguna manía. No sólo porque lo dice este tullido personaje a los sometidos compañeros que, forzados por él, deben ensayar hasta el agotamiento el quinteto La trucha, de Franz Schubert. Esa lastimosa práctica no es manía sino deseo de alcanzar la perfección. Un destino que aquí se convierte en fatalidad. Tal vez algún día, ejecutado sin fallas, les permita ser reconocidos, dejar ese espacio de marginación que los condena. Aunque devastador y autoritario, el dueño posee una mente filosófica. Es el que monologa y habla de perfección y arte. Surgen así observaciones sencillas pero esenciales, sobre el ensayo por ejemplo, como un modo de volver una y otra vez a un principio que nunca será igual al anterior. Este quinteto formado por gente herida y baldada no es armonioso como la bella música que pretende interpretar. Cada tanto sobreviene alguna rebelión –“sabotaje” lo califica el dueño– en esa rutina de tocar no se sabe hasta cuándo. Es una manera de no morir a destiempo, y si es posible huir, como lo intenta el aún no totalmente doblegado y melancólico malabarista intérprete de violín. También él puede recibir ofertas del famoso circo Sarrasani. La oposición es mínima, pero está presente: toser en el Andante, emborracharse al punto de no poder tocar el piano o caer exhausto por el dolor de una herida: la del domador asaltado por una fiera.
“Sabotajes” que ofuscan al dueño, Caribaldi, quejoso ante la falta de concentración de la troupe, y ante la sociedad toda: “Toco contra la sociedad, contra la burguesía”, dirá de sí mismo. Casi una declaración de principios del autor de La fuerza... Y esto más allá de las resonancias que adquiera hoy esa frase en una sala como Caliban, de los bordes, como se acostumbra decir. Expresa la furia del marginado, sea éste artista o no, y la constatación de una decadencia que no es sólo la de su cuerpo. El austríaco Thomas Bernhard (1931-1989), autor de unas 20 novelas, poeta y músico, fue en su época representante de aquella tendencia que en su país relacionó estrechamente literatura y concepción del mundo. Esta actitud es más explícita en sus obras de teatro que en sus novelas. Para Bernhard, que arrastró durante su vida varias “deficiencias del organismo”, imperaba en su entorno la “debilidad mental”. Supo como pocos volcar sobre su literatura sus propias experiencias, dejando al descubierto carencias y dolores. En cuanto a sus diatribas, éstas iban dirigidas básicamente a algunos sectores de la sociedad austríaca y a quienes dominan la vida pública. Uno de los últimos ejemplos es Heldenplatz (Plaza de héroes), de 1988, obra que recuerda la anexión de Austria por el Tercer Reich, en la que trató a los austríacos de verdugos.
En La fuerza... (Die Macht der Gewohnheit), de 1975, persiste ese estar en contra de todo, pero desde un ser autoritario. Caribaldi es quien se pregunta aquí por el papel del artista en la sociedad, y no encuentra otra respuesta que esa fatalidad: la de ensayar (acaso para no perder el interés por la vida) hasta lograr la perfección. ¿Qué otra cosa se puede hacer? “El arte que hacemos no debe dar descanso a la cabeza”, apunta. La puesta de Audivert, Chaparro y Mangone muestra un solo escenario, la trastienda del circo, pero, tal como se la ha dispuesto, permite al espectador imaginar qué sucede más allá, en la pista, donde ante espectadores, siempre escasos, cada uno de los integrantes de este patético quinteto cumplirá con su rutina. Un ritual que se parece en mucho a un acto de fe y servidumbre, y que incluye a una niña, la nieta de Caribaldi, cuyo rol es, además de interpretar música, deslizarse por la cuerda floja, y sin red.
Contrariamente al célebre quinteto de Schubert, la música que intentan recrear estos personajes carece de armonías. El sonido que arrancan de las cuerdas es ríspido y seco, y el piano parece aporreado. Entrenados de modo admirable, los actores y la actriz logran sincronizar creativamente palabras, movimientos y música. La intención de Bernhard de expresarse lingüísticamente de modo original, mostrando a la vez interés por el entorno, está presente en este trabajo del equipo que lidera Audivert. Sin ser explícito, descubre cicatrices y mediocridades, y conserva los juegos verbales característicos en Bernhard (aun cuando, se sabe, es difícil hallar equivalentes en las traducciones). El imaginario de Bernhard es aquí recreado de modo singular a través de un trabajo preciso, tanto en materia musical como actoral y técnica. Se logran así escenas reveladoras para cada uno de los personajes que, dolientes, tragicómicos y absurdos, ejemplifican la imposibilidad de una salida.
La actriz María Pedrota se destaca en secuencias singularmente poéticas, componiendo a la desvalida nieta, y Audivert en la totalidad de su trabajo, como dueño de ese “circo mental”. Como ha escrito Bernhard, “constatar que se lleva una existencia desesperada es ridículo”, y esto se percibe también en La fuerza..., cuyos personajes no han sabido preservar su libertad ni sofrenar la desesperación. Sometidos al ritual del ensayo, no se preguntan sobre su relación con lo que están haciendo. Sojuzgados por Caribaldi, ejecutan sus instrumentos de modo mecánico, reiterando errores y precipitándose en la locura. Ellos son la “caja de resonancia” de una sociedad que, enferma, no puede hacer otra cosa que repetirse hasta su extinción.

 

PRINCIPAL