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JUANJO DOMINGUEZ PRESENTA SU NUEVO DISCO DE TANGOS
“No quiero ser un velocista”

El guitarrista dice que está llegando la hora del retiro, pero mientras tanto se luce con un compact
que lo muestra en plena forma.

Domínguez muestra “Mis tangos preferidos 2” hoy en La Trastienda.
“Al tocar no se puede mostrar la mitad, hay que dar todo”, dice.

Por Fernando D’Addario

Juanjo Domínguez nació en Junín, se crió en Lanús, a los siete años participó de la telenovela “El amor tiene cara de mujer”, a los doce era profesor de guitarra clásica y a los catorce debutaba artísticamente al frente del trío Los Antonios. Aun a costa de su preferencia por los silencios sin urgencias, la vorágine se apoderó de su vida, del mismo modo que logró materializarse en sus dedos de guitarrista todo terreno. Acredita una producción discográfica a tono con su propensión natural a la desmesura: catorce discos solistas, y más de cien acompañando a otros músicos. Sus giras interminables por todo el mundo, su folklore, sus tangos, forman parte de un mundo intransferible, sujeto a sólo dos coordenadas: Juanjo y su guitarra. Un último derroche de talento interpretativo desembocó en el CD Mis tangos preferidos - Volumen 2, que presentará mañana en La Trastienda.
El repertorio incluido en el disco deja entrever su escasa afinidad con las fórmulas fáciles. Recreaciones de la vieja guardia, como “El africano”, “Mozo guapo” y “Don Esteban” conviven con su mirada tanguera de canciones como el tradicional japonés “Sapporo”, el fado portugués “Amor es Portugal” y la canzonetta napolitana “Torna a Surriento”, estas últimas a modo de homenaje a las culturas que su curiosidad fue descubriendo en distintas partes del mundo. “Le doy el toque argentino sin perderle el respeto al país de donde proviene la canción”, dice en la entrevista con Página/12. En este tráfico de influencias también se cuenta a Dyango, en el tango “Afiches”, toda una rareza. “El es muy tanguero, fana del Polaco, me dijo de grabar y le dije claro”, explica.
Tres años en la secundaria le bastaron para comprobar que el estudio tradicional no era para él. Algún logaritmo esquivo lo convenció de que su ciencia estaba más allá, en la complejidad de escalas aparentemente ajenas a las posibilidades de un guitarrista. De un guitarrista normal. Ahora, muchos años después de aquella decisión consensuada a regañadientes con la familia, Juanjo dice que está cansado. En octubre cumplirá 50 años, una edad que el guitarrista se había autoimpuesto como un límite arbitrario para su carrera artística. Compromisos contraídos en Japón y otros lugares del mundo estirarán un poco el cumplimiento de ese retiro, planeado sin nostalgias prematuras: “Estoy cansado de viajar”, señala. “Mi hija tiene diez años. Cuando nació, yo estaba tocando en Estados Unidos. Cuando cumplió un año, en Alemania. Ahora, cuando festejó los diez, estaba en Japón. Y llega un momento en que uno quiere disfrutar de otras cosas. Para qué quiero seguir, ganar más guita, si lo que realmente me interesa es estar con mi familia, comer asado con amigos y estar en mi país, al que amo muchísimo pese a los problemas, pero al que puedo disfrutar poco”.
Juanjo agrega que podría haberse radicado en el exterior hace años, “pero no puedo. Y viajo y veo a los argentinos que se fueron, y a los que les fue muy bien, pero se les ve en la cara lo que sufren extrañando la Argentina. Yo no quiero eso. Y acá no hay mucho trabajo... así que como me quiero quedar, prefiero retirarme. Pero sin rencores, ¿eh? Con mucha gratitud por lo que conseguí”. Es tan contrastante su efusividad musical con su bajísimo perfil, que ese duelo de opuestos convierte a Juanjo Domínguez en un personaje. Un tipo que, paralelamente a la música, trabajó de peluquero y oficinista, y que, no obstante, nunca pudo concebir la vida sin la guitarra. “Le estaba cortando el pelo a alguno y se me iban los dedos pensando en algún acorde de guitarra”, apunta como avergonzado. Y sigue: “Muchos me toman por sordo, a veces me están hablando y yo estoy como distraído. Voy por la calle imaginando tonos, acordes, posibles temas. Cuando me acuesto, me pongo a pensar en arreglos, posiciones, y al levantarme ya tengo el tema”.
–¿Por qué no se dedicó profesionalmente a la guitarra clásica, siendo profesor?
–Por respeto a los músicos clásicos. Ellos dicen: “Primero los libros”. Y yo digo: “Primero la guitarra”. Si tocás bien, vas a ser un buen músico, clásico o popular. Pero si tocás mal, no hay libro ni academia que te salve. Yo sentía que me quedaba chica la velocidad y el volumen de la técnica clásica. Alcanzaba una velocidad que los clásicos no podían lograr. Berlioz decía que “la guitarra es una orquesta en miniatura”. Y yo, de chico, soñaba con reproducir una obra de Chopin en mi guitarra. Me pasaba horas pensando cómo podría hacerlo. Para eso me puse a practicar mi propia técnica, aunque en las clases tocaba como me decían. Llegó un momento en que tuve que decidirme, y me dediqué a la música popular.
–¿Nunca temió que ese virtuosismo fuera usado en una competencia de velocidad?
–No, porque siempre tuve claro que la velocidad es sólo un recurso, en mi caso natural, del que no puedo desprenderme. Pero también hago como el futbolista que además de correr, cuando tiene la pelota, mira lo que hacen sus compañeros. No quiero ser un velocista.
–Quienes lo conocen se sorprenden de verlo tan sencillo en un ambiente tan competitivo.
–Es que yo no creo en el artista abajo del escenario. Arriba, sí. Cuando estás tocando no podés mostrar la mitad. Tenés que dar todo.

 

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