Por Alejandra Dandan
La moneda cae en la mano: se
siente caliente y mojada. Es el frente de una parroquia de Retiro, parte
de un recorrido tan oscuro y brutal como puede serlo el camino de un mendigo.
Una cronista de Página/12 intentó seguir ese camino durante
un día. Estuvo escondida entre quienes los expertos nombran como
los más degradados de la calle. El número de mendigos en
la ciudad aumenta a medida que la crisis se profundiza: hay hasta tres
veces más que el año pasado. Los recortes de los planes
sociales en el conurbano dispararon las cifras: desde ahí llega
el 54 por ciento. Página/12 no soportó ese disfraz durante
más de un día, ni la caída a la que cada uno de ellos
queda sometido. Molestan, lo saben, pero ésa es su única
chance. Usan estrategias tan siniestras como las que se repiten del otro
lado para expulsarlos: un cuerpo sin formas, los peores dientes, los nenes
más flacos, un bebé quemado. Pero lo feo es una apuesta,
un modo de frenar el paso de millones de piernas sin caras que ven pasar
desde el suelo, cuando las buscan y tocan para hacer caer una moneda,
señor, por favor.
El día empezó en Constitución. Allí está
Marisa: fue entrevistada hace unos meses por operadores del programa Buenos
Aires Presente del gobierno de la Ciudad (BAP) y el relevamiento la contó
entre las madres que vienen del conurbano.
Ahora está sentada en Lima y Garay. Esa es su parada, el lugar
que ocupa frente a la plaza Constitución desde que la sacaron de
la estación de trenes. Las reformas en el hall diseminaron a una
de las poblaciones de mendigos más grandes de la ciudad. Hasta
hace unos meses allí se reunía el siete por ciento. Ahora
sólo quedan algunos afuera y abajo, frente a las boleterías
del subte. Ahí tampoco los quieren. La empresa contrató
a operadores de la Fundación Felices los Niños para asistir
a los mendigos más chicos. Aunque no los expulsan, ahora ellos
aparecen después de las dos: cuando el horario de protección
al menor ha terminado.
Marisa, en tanto, no parece muy de acuerdo con el disfraz. Sobre todo
por la vincha sobre un pañuelo que cree muy gitano. Por ahora no
dirá nada aunque más tarde, entre los ensayos probados en
mitad de la calle, sugerirá una combinación mejor: pañuelo
y gorro todo junto y apretado. Mientras ella habla, los ensayos sirven
en realidad para demorar el tiempo de largada. Para juntar coraje y probar
mil formas de taparme, de cambiar la cara. Pero no. Nada de eso será
posible: la cara irremediablemente, quedará expuesta a lo largo
del día.
Nadie usa aquí lentes oscuros, la cara descubierta es uno de los
talentos de quienes dan pena. Esa exhibición desnuda y absolutamente
cruel es una estrategia de sus propias formas de venta. Por eso Marisa
muestra a sus dos hijos más chicos para pedir limosnas, por eso
más adelante aparecerá Héctor sentado sin piernas
en la calle Florida.
Esa estrategia no es sólo condición para la lástima,
también garantiza paradójicamente, cierta invisibilidad:
porque lo feo también espanta. Esta es la pelea, los códigos
sólo los saben ellos.
Stop
El semáforo de Garay está en rojo.
Emanuel se lanza sobre la ventanilla de un auto. No le gusta pero es el
modo de hacerlos reaccionar. Por eso los toca, como más tarde alguien
tocará el cuerpo de un mendigo sobre Florida: para correrlo, como
si fuera nada o ese diario que ahora le piden a Emanuel a cambio de dos
caramelos de colores y un chicle de menta.
Consigue diarios de distribución gratuita para no pedir limosna.
A las once los recoge en una parada de colectivo de la plaza. El reparto
de los diarios gratuitos se convirtió en el mejor recurso de los
más chicos. Patricia Malanca, coordinadora del BAP, considera que
esa tarea mejora lasituación de la calle. Para los especialistas,
hay jerarquías en el trabajo de calle y, en ese marco, los repartidores
parecen los mejores rankeados. Y son minoría en la calle, un doce
por ciento en un universo dominado por hombres mendigos, integrantes de
un campo y de una pelea: la que termina cuando la mano se estira y se
logra ser visto.
El semáforo se pone en verde, los autos arrancan.
En la esquina ahora somos cuatro. Hay dos vendedores más. El grandote
de tres cubanitos por un peso avanza.
No podés estar acá suelta.
¿Por? digo, con ganas de tirarle un cubanito en la
cara.
Porque no explica: ya está él acá
con los diarios.
Ese él es Emanuel. Yo estoy de más. Explico que se trata
de una nota pero la explicación no sirve. Los autos paran otra
vez. El tipo sale a vender: es horrible, igual que yo, por eso los autos
no bajan los vidrios aunque tambaleamos incómodos por acá.
Todos volvemos a la esquina. El otro vendedor saluda, el de los cubanitos
pregunta:
¿Cuánto ganas en el diario?
¿Por?
Qué insiste: ¿no te alcanza?
No hay más discusión: Emanuel me lleva a otro semáforo.
Estamos en Brasil. No hay vendedores y casi tampoco autos. Frenan sólo
los que doblan desde Garay y cuando se juntan más, el estúpido
semáforo pasa a verde.
El espejo
En un rato los amigos se irán. Marisa termina a las once. En unas
horas, Roxana tomará ese lugar hasta muy tarde. Los paradas se
dividen por turnos y, en general, quien pide no se traslada. Se queda
en un parada hasta el final. El tiempo se ordena como un trabajo. Entre
los homeless, en cambio, ese orden varía: suelen recorrer varios
puntos por día mientras hacen complicadísimos cálculos
para evaluar zonas y rentabilidad de la gente que encontrarán.
Entre los doscientos casos encuestados por el BAP, el 60 por ciento de
las mujeres con hijos tiene entre 18 y 29 años. Marisa, en cambio,
está entre el 30 por ciento que tiene de 30 a 45 años y
entre el 50 por ciento con más de cinco nenes. Además de
Emanuel y Lorena, en Florencio Varela dejó a siete más.
No los traigo, más de dos no se puede.
Mucho trabajo...
No, se ponen a jugar.
Para Marisa mi problema es que me faltan nenes: ganar algo de plata así
durante el resto del día le parece complicado. Ella trae a Lorena,
de 8, y, por ahora, a Emanuel, que con diez años ya no consigue
tanto como la hermana, que ahora tiene 17 pesos de ventaja sobre los tres
pesos de él.
Me veo grande dice de pronto él, apretando el rollo
bajo el brazo mientras espera que pare otra vez el semáforo.
Por los diarios sigue-: porque reparto diarios, como los grandes.
En un rato más, lejos de ahí en Florida, a una mamá
se le ocurre estirar una frazada en el piso para cambiar a la nena. Desde
hace un rato estamos juntas. Mónica me cuenta de su beba: como
en las vacaciones de invierno estuvo resfriada, durante esos días
trajo al de cuatro años, el mayor. El cambio no fue muy bien: su
parada nunca estuvo vacía, pero en vez de monedas y leche, la gente
le dio papas fritas y hamburguesas, para el nene. Por eso volvió
con Airca.
Durante una hora estoy ahí, en el suelo. Explico del trabajo. Me
explica lo del cartel que cuelga del cochecito de su beba. Se necesita
leche y pañales para mi bebé. A éste
lo escribí yo dice; antes mi marido lo escribía
y ponía cualquier cosa.
¿Cómo cualquier cosa? quiero saber.
Inventos.
Pensamos estrategias para el resto del día.
Sin nenes, ni piernas rotas, la riñonera bajo el pulóver
puede simular un principio de embarazo. Pero nadie lo cree, al menos eso
parece porque durante esa hora no aparece ni una moneda. La discusión
ahora es por el gorro: Mónica cree que son mejores en el piso que
en la mano. Al menos quienes caminan están obligados a verlo: o
lo chocan o lo esquivan, pero lo ven.
El vecino, lustrador de botas él, tiene un método mejor:
usa tapas de los tarros de pomadas. Las hace chillar como un sonajero:
chilla cuando enrosca y vuelve hacerlo cuando desenrosca.
Mónica saca unos diez pesos por día. Según cifras
del BAP, la mayoría gana más de veinte pesos. Un 17 por
ciento consigue entre diez y veinte. Sólo ocho por ciento consigue
menos de diez: yo entre ellos.
Mi total fueron dos monedas de un peso, una de cincuenta, tres de veinticinco,
once de diez y una miserable moneda de cinco, lanzada (generosamente)
por un señor de traje en las rejas del Monasterio de Santa Lucía
de Sena, en Retiro. El señor puso cara de lástima y la soltó
como si fuera un tesoro, como si no supiera que después de tanto
esperar, cinco centavos parecen nada y que puede pasar media hora hasta
que otra moneda caiga.
La moneda de Dios
La señora Olga enseñará cómo se piden monedas
en las iglesias. Está en el monasterio, sobre la reja de la calle
San Martín, donde Retiro se hace barrio de baby sitters y cuatro
por cuatro. La parroquia no estaba en el circuito original, fue encontrada
por las recomendaciones de un compañero ambulante.
¿Cómo se llama?
No sé, pero está buenísima.
Allí está y la señora Olga aparece sentada al frente
como un custodia. Es la única mujer con lentes encontrada en este
camino. Lleva un pañuelo atado, como el de las mujeres viejas que
entran al monasterio. Usa un cajón de gaseosas como silla y la
caja de un remedio vacío apoyado en la falda.
Andá a preguntarle al cura me despide apenas me acerco
a pedirle lugar.
Explico lo de la nota.
Pero andá... insiste: seguro que te va a dejar.
No quiero. Al final, Olga termina cediendo:
Bueno, pero ponete allá quedo exactamente en la otra
punta, algo así como en la entrada de servicio. No hay nadie más,
sólo está ella con una mano estirada a medio metro del cuerpo.
La mano es ideal en las iglesias: en Florida, Constitución y las
estaciones de subte suelen usarse variantes más dignas. Nadie usa
la mano para juntar monedas, en general son vasos o tarritos, útiles
para hacer ruido. Pero en la iglesia es distinto, ahí no hay ruidos,
y la mano de Olga la vuelve aún más mendiga, como una samaritana
reclinanda ante el que llega, al que pasa y se va.
Como en un juego de espejos, las observaciones me obligan a algunos cambios.
Si Olga no usa gorro, queda la mano. Pero no es posible acostumbrarse.
No es posible. Mientras lo intento, la llamo. Quiero que sonría,
que se ría y me saque de ese lugar.
Las monedas ahora caerán en la mano, tienen temperatura, están
mojadas.
De pronto, Olga se pone a pedir en voz alta. Otra vez el espejo: con su
mano se oye la voz que ahora suplica además, en voz alta. Me
lo enseñaron así me dice: Una monedita,
señor, por favor.
Ese tono es espantoso, y sólo funciona a medias. Se vuelve provocador
porque la palabra la levanta de ese estado absoluto de sumisión.
Pero frente a su súplica obtiene dos reacciones. Entre los que
entran al monasterio, la plegaria no sirve: los que darán su limosna
se acercan ya con las monedas listas, como parte de la rutina de buenas
acciones ordenadas por su Dios. Por eso sus monedas están mojadas.
La técnica de Olga persuade al resto: los que no entran en la iglesia
o no tienen Dios.
En Florida
La calle parece una película filmada en planos medios pero al
revés: es Florida cortada por la mitad y mirada desde el piso.
Héctor está enfrente, sentado en una silla de ruedas. Tiene
un vaso en la mano. Se duerme. Lleva seis horas ahí. La silla de
ruedas está al fondo del plano, atravesada por cientos de cuerpos
que pasan. Así se ve el mundo acá abajo: entran en el cuadro
piernas y salen. Y será sólo un mundo de piernas hasta que
se cruza una vianda del McDonalds.
Florida tiene a la población más numerosa de mendigos. De
acuerdo al BAP, allí se establece el 23 por ciento. Paran mamás
como Mónica, en general del conurbano, los discapacitados y también
las enigmáticas rumanas y montenegrinas, conocidas como gitanas.
Suelen ser poderosas en la calle, son las únicas que se mueven
visiblemente en grupo y organizadas. Controlan a sus hijos que trabajan
descalzos. Esa estética les permite ganar siempre según
las cifras del BAP a cada una entre cien y ciento veinte pesos por
día. Con el dinero pagan el hotel y los viajes de otros rumanos
que buscan salir del país. Suelen decir que son refugiados, aunque
en verdad no lo son.
Uno de los nenes descalzos entra ahora en mi cuadro. Se ríe de
la única moneda que tiene mi gorro. Había sido la primera
moneda del día, plateada y de veinticinco centavos. Cuando cayó,
entró en el gorro con el peso de una piedra. Pero quedó
sola por muchas horas, confirmando así que el traje no servía.
LAS
MUJERES QUE PIDEN CON SUS HIJOS
El bebé como mejor argumento
Algo más de tres cuadras
separan su parada de la plaza San Martín. Está tendida en
el piso, tiene un bebé de un año y siete meses en los brazos.
La primera vez se me caía la cara de vergüenza,
dice Margarita con tantos años sentada allí que parece imposible
pensarla por primera vez. Ella forma parte de un microuniverso formado
por las mamás armadas con bebés para conseguir monedas.
Un estudio del programa Buenos Aires Presente ayudó a distinguir
tres grandes grupos de madres mendigas. Las del conurbano, las porteñas
y los grupos de rumanas y montenegrinas aparecidas en los últimos
años. Cada uno de ellos tiene sus propios circuitos, estrategias,
paradas y modalidades para andar con el bebé, en ocasiones el único
capital de trabajo. Página/12 recorrió sus zonas y estuvo
esas mujeres que se topan a diario con ofertas para vender o alquilar
de sus bebés o simplemente para esquivar ladrones.
La historia no trascurre en Tailandia ni en ninguno de los países
donde el comercio con los chicos es parte de una dinámica conocida.
Margarita está aquí, en Buenos Aires, sentada todos los
días sobre la calle Florida, a dos cuadras de Avenida de Mayo.
Hace unos meses, cuando un problema de salud la obligó a quedarse
de pie para pedir monedas, una compañera de calle se le acercó
para hacerle una oferta: Vamos mitad y mitad, le dijo pidiéndole
al nene para conseguir monedas.
El dato vuelve a aparecer en Constitución. Una de las trabajadoras
sociales de la estación explica que a una de las mujeres le ofrecieron
dos veces igual negocio. Esta especie de contrato aparece en realidad
como un nuevo fenómeno emergente empujado por la crisis. No hay
redes ni organizaciones que aparezcan claramente detrás de estos
arreglos, se trata más bien de una herramienta doméstica
usada como estrategia de supervivencia en la calle.
Hasta el mes de abril, un estudio financiado por el Programa de Naciones
Unidas para el Desarrollo y monitoreado por la Comisión de Trabajo
Infantil del Ministerio de Trabajo relevó las estaciones de trenes
de la ciudad para estudiar el mundo de los chicos que trabajan o viven
en la calle. Un antropólogo consultado por este diario observó
en Once esta práctica como habitual entre algunas de las madres
que llegaban del conurbano. Acá no hay ni organizaciones
ni redes mafiosas, explicó para demitificar algunas de las
imágenes sistemáticamente pensadas por quienes suelen observarlas.
El intercambio de chicos forma parte de un modo de organización
doméstica donde el préstamo se habilita naturalmente: Existe
una necesidad real. Los bebés se prestan sólo entre
familiares o vecinos de los barrios de donde llegan las mamás.
Cuando esos préstamos se arreglan en la estación, debe existir
antes que nada un vínculo de confianza entre la madre y quien lo
tendrá por algunas horas para conseguir monedas. Los operadores
del programa Buenos Aires Presente no tienen herramientas para rastrear
ese mecanismo aunque existen sospechas aseguran, es
muy difícil saberlo porque no podés pedirles el documento
de los nenes.
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