Por Pilar Bonet
Desde
Moscú
Rusia conmemora hoy el episodio
más espectacular de la desintegración de la URSS y del comunismo
soviético: la aventura golpista de los dirigentes del Kremlin,
que mantuvieron en vilo al mundo durante tres días, desde la mañana
del 19 de agosto de 1991, cuando la televisión despertó
al país a los compases del Lago de los Cisnes, hasta
la madrugada del 22, cuando el presidente Mijail Gorbachov y su aterrorizada
familia descendieron del avión que les traía a Moscú
desde Crimea. Aquel preludio del fin del imperio, que el líder
ruso Boris Yeltsin tan bien supo aprovechar, provoca hoy sentimientos
confusos entre los rusos y no ha tenido para ellos el mismo carácter
liberador que la caída del muro de Berlín para los alemanes.
A la memoria vuelven las tres noches en vela en el parlamento ruso (la
Casa Blanca), los jóvenes que arrastraban hierros hacia
las barricadas, Yeltsin invitando a la resistencia desde lo alto de un
tanque, las columnas de carros blindados apostadas en las avenidas, Mstislav
Rostropovich avanzando a oscuras por un largo pasillo. A la memoria vuelve
la madrugada del 20 al 21 de agosto, el momento de mayor tensión,
Luego, vino el pánico en el kolzó (el anillo
de circunvalación), cuando tres jóvenes murieron víctimas
de un encontronazo con los tanques. Y al final, un mitin multitudinario
y una efímera sensación de libertad.
Todos los hombres del golpe
Los golpistas no eran torpes aficionados. Desde el punto de vista técnico,
el jefe de la KGB, Vladimir Kriuchkov y el ministro de Defensa, Dmitri
Yazov, hicieron un extraordinario trabajo entre el 5 de agosto, un día
después de que Gorbachov se marchara de vacaciones, y el 18 de
aquel mes. Ese día una delegación de los conspiradores,
en la que figuraban el vicepresidente del Consejo de Defensa, Oleg Baklanov,
el jefe de la cancillería de Gorbachov, Valeri Boldin, el secretario
del Comité Central, Oleg Chenin, y el viceministro de Defensa,
Valentín Varennikov, volaron a Crimea para entrevistarse con el
presidente. Doce eran los principales conjurados, pero sólo ocho
de ellos, incluido el vicepresidente Guennadi Yanayev y el primer ministro
Valentín Pavlov, constituyeron el llamado GKCHP (Comité
Estatal del Estado de Excepción). Anatoli Lukianov, presidente
del Soviet Supremo y amigo de juventud de Gorbachov, se quedó fuera
para maniobrar mejor, aunque ayudó a redactar los documentos de
los golpistas. Yanayev se incorporó a última hora y lo mismo
sucedió con el ministro del Interior, Boris Pugo.
Los testimonios del acta de acusación de los golpistas muestran
que en pocos días decenas de altos mandos del Ejército y
del aparato de la seguridad del Estado fueron movilizados por todo el
país. En la conjura, con distintos grados de implicación,
estaba la cúspide de la KGB y del ministerio de Defensa, analistas
de ambas instituciones que exploraban conjuntamente las posibles consecuencias
de un estado de excepción, el jefe de las tropas de paracaidistas,
Pavel Grachov (que después sería ministro de Defensa con
Yeltsin), los jefes de distintos departamentos del KGB, y el jefe de las
tropas del distrito militar de Moscú, entre otros. El ministerio
de Defensa había enviado enlaces a los jefes de los distritos militares,
Kriuchkov había ordenado escuchar los teléfonos de Yeltsin,
vigilar a los políticos que podían oponerse y hacer preparativos
para arrestarlos a todos ellos y encerrarlos en diversas bases militares.
Cumpliendo órdenes de Kriuchkov, Viacheslav Generalov, responsable
de la escolta del presidente, mandó cortar las líneas telefónicas
a Gorbachov desde el avión en el que los golpistas viajaban rumbo
a Crimea el 18 de agosto. Con ellos iba también un grupo especial
de oficiales decomunicaciones que tenía la misión de aislar
al presidente. Aquella misma tarde, fueron movilizadas las brigadas de
vigilancia marítima de las tropas fronterizas de la costa del mar
Negro. Los golpistas bloquearon también el acceso de Gorbachov
al botón nuclear, lo que, según su ex jefe de
prensa, Andrei Grachov, hoy profesor en París, dejó incontrolados
durante 73 horas la seguridad nacional de la URSS y el arsenal nuclear
de la segunda superpotencia mundial.
Tras visitar a Gorbachov, Varennikov reunió a los jefes de tres
distritos militares (Kiev, Cáucaso del Norte y Transcarpatia),
de la flota, de las tropas de misiles, de la artillería y de la
infantería. A todos ellos, les dijo que el presidente estaba enfermo
y que Yanayev lo sustituiría. Mientras sus colegas regresaban a
Moscú, Varennikov partió hacia Kiev, porque, según
contó el mismo a esta corresponsal, temía que el movimiento
nacionalista ucraniano Ruj organizara un levantamiento que fuera
una bomba para nosotros. Y desde Kiev, en los días que siguieron,
mandó incendiarios telegramas a sus compañeros exigiéndoles
ser más expeditivos con Yeltsin. Me irritaban con su indecisión,
dice el veterano oficial, que califica al GKCHP como un protoplasma
y a sus colegas como calzonudos. No es que fueran incompetentes,
sino inconsecuentes y débiles, asegura el único de
los miembros del GKCHP que no aceptó ser amnistiado en febrero
de 1994 y que posteriormente convirtió su juicio en un proceso
contra Gorbachov.
De la conversación del 18 de agosto hay versiones diferentes. Los
golpistas señalan que fue la culminación del trabajo que
habían estado haciendo por encargo de Gorbachov para preparar el
Estado de Excepción en diversas zonas del país. Gorbachov
sitúa la visita de los huéspedes en otro plano más
inquietante. Al despedirse, el presidente los llamó boludos,
pero sus interlocutores, que interpretan a su modo las palabras del líder,
no mencionan este detalle.
Tanto si Gorbachov les dio a entender que les daba luz verde para actuar
como si no, el presidente no quiso acompañarlos para dirigir del
movimiento y los conjurados volvieron al Kremlin, donde les esperaban
Kriuchkov, Yazov y Pavlov. Esa misma noche, los golpistas deberían
haber contactado a Yeltsin, que regresaba de un viaje a Kazajstán.
Pero el avión que llevaba al líder ruso, en contra de los
planes de la conjura, no se desvió al aeropuerto militar donde
tenía que ir a esperarlo el primer ministro Pavlov. Sin sospechar
lo que se estaba tramando, Yeltsin se marchó a su dacha de Arjánguelskoe.
Allí Kriuchkov había reforzado la vigilancia con varias
decenas de agentes del grupo Alfa, que nunca recibieron la orden de detener
al líder ruso, para la que estaban preparados. Kriuchkov explicó
a esta corresponsal que Pavlov y Yazov tenían que haber ido a ver
a Yeltsin a la dacha, pero que el primero se enfermó. Al parecer,
el jefe del gobierno soviético se puso él mismo fuera de
juego, al mezclar alcohol con pastillas para la presión, y tuvo
que ser hospitalizado.
La operación entra
en crisis
En la madrugada del 19 los tanques habían entrado en Moscú
y sus mandos, entre ellos el general de paracaidistas, Aleksandr Lebed,
vigilaban el parlamento, porque no habían recibido otra orden.
Yeltsin obtuvo una victoria cuando el mayor Serguei Evdokimov se pasó
al lado ruso con diez tanques. El diputado Serguei Iushenkov, uno de los
organizadores de la resistencia, sospecha que la nueva lealtad de Evdokimov,
pudo ser bien pragmática. Al entrar en la Casa Blanca, el oficial
de la división de élite Tamanskaia, que llevaba horas en
su carro blindado, preguntó ansiosamente dónde estaba el
baño.
Por la tarde, los golpistas aparecieron ante la prensa. ¿Comprenden
que han perpetrado un golpe de Estado?; ¿qué analogía
les parece más exacta,la de 1917 o la de 1964?, preguntó
la periodista Tatiana Malkina, que llevaba un angelical vestido de cuadritos
para celebrar su 24 cumpleaños. Diez años más tarde,
elegantemente vestida de negro, Malkina, hoy esposa de un alto funcionario
financiero internacional, no recuerda la respuesta del pobre Yanayev,
pero sí sus manos temblorosas, que se interpretaron como un síntoma
de la fragilidad de la conspiración. Yanayev, que reside hoy en
un departamento de dos habitaciones y tiene una pensión de 1.500
rublos al mes, explica que temblaba por la responsabilidad de mentir sin
tener todavía el certificado médico falso de la supuesta
dolencia. El documento iba a prepararse por el bien de Gorbachov,
ya que le permitía mantenerse al margen mientras los
otros hacían el trabajo sucio.
Y podía haber sido bastante sucio, si los oficiales de los grupos
de operaciones especiales Alfa y Vimpel no se hubieran negado a emprender
el asalto a la Casa Blanca que ya habían preparado, pero que nadie
ordenó. Víctor Karpujin y Serguei Goncharov, los jefes del
grupo, se negaron a la operación militar, porque no
consideraban su obligación de oficiales disparar sobre gente
desarmada y abrir un corredor para los tanques. Los mandos golpistas
se dividieron sobre la necesidad de seguir o dar marcha atrás y
parece que fue el mariscal Yazov quien, de forma unilateral, decidió
sacar los tanques de Moscú y se resistió luego a las presiones
de Kriuchkov, Chenin, Baklanov y Lukianov.
Aquellos tres días, Gorbachov se paseó ostentosamente por
la playa. Quería demostrar a los guardias fronterizos que le vigilaban
desde el mar que no estaba enfermo y en alguno de los buques patrullas
llegó a madurar la idea de liberar al presidente. Su
esposa Raisa temió hasta el último momento que los golpistas
decidieran mostrar sobre el terreno que Gorbachov estaba indispuesto,
y que para ello lo hicieran enfermar de verdad.
Yeltsin definió aquellos tres días como un acontecimiento
planetario, pero las experiencias posteriores difuminaron los papeles
de vencedores y vencidos y dividieron a los héroes del 91.
En octubre de 1993, cuando Yeltsin se ensañó a cañonazos
contra sus compañeros del 91, el escenario que todavía
se llama Plaza de la Rusia Libre fue contaminado por un enfrentamiento
fratricida y un centenar de muertos. Los lugares se han desvirtuado y
también las ideas. Después de octubre del 93, el presidente
siguió mandando coronas de flores a las conmemoraciones anuales
de la muerte de los tres primeros héroes de Rusia,
pero oscuros funcionarios sustituyeron a las figuras de primera fila que
acudieron a los primeros funerales. Este año, tanto el presidente
Putin como el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, se han ido de vacaciones,
y este último, de forma bastante precipitada.
Diez años después
De la euforia del 91 queda poca cosa y el discurso sobre Rusia
libre ha cambiado incluso entre sus ideólogos. El golpe
no debe ser juzgado con la mirada arrogante de los vencedores, sino elaborado
individualmente. Hoy debemos pensar cuáles fueron los motivos de
los golpistas para arriesgarse a parar la historia y ponerse en ridículo
con su intento de restauración y debemos ver en qué medida
sus puntos de vista han mantenido su dinamismo y encontrado un terreno
abonado en nuestro país durante estos años, me dice
Guennadi Burbulis, que fue el principal ideólogo de Yeltsin y que
hoy me recibe en su despacho en la Fundación Estrategia. A
consecuencia de su actitud ante el golpe, capas enteras de la vida intelectual
rusa, escritores rusos de la talla de Valentin Rasputin, Yuri Belov, Yuri
Bondarev, se vieron marginados de la democracia, y los demócratas,
a su vez, resultaron insensibles socialmente y dogmáticos de distinto
signo.
Búrbulis, hoy vicegobernador provincial en Novgorod, considera
agosto de 1991 como el Chernobil político del sistema soviético.
Cuando pasó elencanto, resultó que muchos de los que
se habían concentrado en la plaza de la Rusia Libre tenían
diferentes ideas sobre el futuro, señala. Efectivamente,
unos se transformaron en combatientes en las regiones secesionistas del
Transdniester (en Moldavia) y Abjasia (en Georgia), o en Serbia, otros
abrazaron el nacionalismo ruso radical e incluso murieron luchando contra
Yeltsin en el 93. Entre las varias asociaciones de defensores
de la Casa Blanca que se formaron, está Zhivoe Kolzó
que ve agosto del 91 como el nacimiento del Estado democrático
ruso. Konstantín Truievzev, uno de los fundadores, afirma que una
gran cantidad de chechenos ingresaron inicialmente en Zhivoe Kolzó.
La leyenda cuenta que entre los defensores estaba el guerrillero Shamil
Basaiev.
Las encuestas del Centro Estatal de Estudio de la Opinión Pública
(Tsiom) muestran que el golpe no ha cristalizado como un suceso claro.
Un 32 por ciento de los rusos no saben aún si simpatizan más
con el GKCP (a los que apoya un 12 por ciento), o con sus adversarios
(a los que respalda un 30 por ciento). Un 43 por ciento no sabe quién
tenía razón, y un 45 por ciento considera aquellos sucesos
como un episodio de lucha por el poder. Un 10 por ciento cree que Gorbachov
estuvo entre los golpistas; un 43 por ciento, que Yeltsin aprovechó
la confusión para tomar el poder y un 13 por ciento, que actuó
valientemente. Sólo el 17 por ciento cree que los rusos vivirían
hoy peor si hubiera tenido éxito el GKCHP. Un 46 por ciento, en
cambio, opina que vivirían o mejor o como ahora.
Los demócratas del 91 entonan nuevas melodías. Búrbulis
admite que la URSS se agotó desde dentro, pero el derrumbe
tuvo lugar con una activa intervención externa. La
desgracia es que el Occidente americanizado se siente indiscutible vencedor
de la Guerra Fría y por ello son comprensibles los sentimientos
de los ciudadanos rusos, y de parte de la elite, que experimenta un complejo
de inferioridad y trata de reanimar los tonos imperiales, afirma.
Búrbulis reprocha a Occidente el no haber elaborado un plan Marshall
para Rusia. Los reformistas del 91 expresaban una confianza
sin fronteras ante los norteamericanos y una falta de distanciamiento
práctico. Ahora comprendemos que los norteamericanos
hicieron todo para que no se diera la forma de cooperación ideal
que permitiera a la economía rusa ponerse en pie, afirma.
Sobre agosto del 91 quedan aún muchas incógnitas.
Esta semana, Gorbachov ha tenido que insistir en que realmente estuvo
incomunicado en Forós. Resulta curioso, sin embargo, que, en privado,
cercanos colaboradores del ex presidente divergen sobre este punto. Los
miembros del GKCHP dicen que, para salvar el país, querían
impedir que se firmara el Tratado de la Unión, prevista para el
día 20, pero aquel tratado no tenía un sentido tan definitivo
como el que pretenden darle hoy, ya que el proceso de desintegración
de la URSS no dependía de un documento y posiblemente hubiera cristalizado
de una u otra manera. Además, podría haber habido variantes
peores. Según Serguei Yushenkov, las repúblicas de la Unión
hubieran podido formar estructuras de resistencia al GKCHP, que, tarde
o temprano hubieran surgido también en Rusia, y esto hubiera podido
acabar en un escenario yugoslavo de desintegración sangrienta de
la URSS.
Desde el otoño de 1990 existían síntomas de la salida
de las trincheras de los defensores de la Unión Soviética.
No está claro, sin embargo, si este estado de ánimo, que
produjo la dimisión del ministro de Exteriores Eduard Shevardnadze
en diciembre, los sangrientos sucesos de Vilna en enero, se plasmó
también en la organización de una conjura antes del 5 de
agosto. En primavera, la rivalidad entre Gorbachov y Yeltsin había
remitido gracias al proceso de Novo Ogoriovo, la villa donde los líderes
de las repúblicas soviéticas elaboraban el nuevo Tratado
de la Unión. Fue en Novo Ogoriovo donde Yeltsin, el líder
de Kazajstán Nursultan Nazarbaiev y Gorbachov fueron escuchados
por Kriuchkov mientras hablabansobre los relevos de altos cargos que,
de haberse llevado a cabo, hubieran dejado sin trabajo a la mayoría
de los conspiradores.
Cabe preguntarse cómo con tanta preparación psicológica,
ambiental y técnica, el golpe se desmoronó con tanta facilidad.
Los golpistas esperaban un líder y confiaban en que ese líder
fuera Gorbachov. Tenían también la esperanza de llegar a
un acuerdo con Yeltsin, posiblemente utilizando la animadversión
del líder ruso por el presidente soviético, pero les fallaron
ambas cosas.
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