Por Rafael Conte
desde París
La compra por parte del modista
Pierre Cardin de las ruinas del castillo de Lacoste despertó expectativas
no tanto por su nombre, que evoca la de la marca de las chombas con el
cocodrilo en la tetilla izquierda, sino por el de quien fue su último
propietario cuando la residencia todavía era habitable, a fines
del siglo XVIII: Donatien Alphonse François, conde de Sade, más
conocido por su nombre de pluma de Marqués de Sade.
Lacoste es un pueblito de 417 habitantes situado en la falda de las montañas
de Luberon, entre la Vaucluse y la Provenza, que dormita bajo la sombra
de las ruinas del castillo que tan siniestra celebridad adquirió
en manos de aquel maléfico señor: Sade fue su dueño
desde que su padre se lo otorgó como dote por su matrimonio, lo
habitó de cuando en cuando y lo hizo escenario de sus fiestas,
de sus orgías y desenfrenos, de sus representaciones de teatro
aficionado, de sus momentos felices o crueles e incluso de refugio contra
la persecución de la justicia.
Así las cosas, se fue convirtiendo con el paso del tiempo en escenario
de múltiples leyendas de todo tipo. Algunos campesinos protestaron
ante él en vida del marqués por el secuestro de sus hijas,
la policía lo registró a fondo cuando el marqués
fue encarcelado definitivamente en busca de huellas de sus hipotéticas
orgías, y hasta se desecó un estanque cercano donde se suponía
que podía haber restos humanos de pretendidas sesiones de tortura
y asesinato. Pena perdida, pues ya está fehacientemente demostrado
que los mayores delitos del marqués sólo estuvieron en su
imaginación literaria. Salvo, claro, los abusos cometidos contra
Rose Keller y haber drogado a cuatro prostitutas, lo que, según
su biógrafo Jean Jacques Pauvert, hoy sólo le hubiera costado
una multa y dos o tres años de cárcel. Su fama de libertino,
la persecución de una suegra implacable y sobre todo su pensamiento
lo llevaron a ser condenado en rebeldía a muerte por un tribunal
provincial y a ser encerrado el final por designio real. De allí
lo sacó la Revolución de 1789, que le proporcionó
diez años de libertad durante los cuales publicó la mayor
parte de su obra, lo que le volvió a llevar a la cárcel
final de Charenton, donde falleció. Durante la citada revolución,
los campesinos destruyeron las almenas y la parte superior del castillo,
que el marqués tuvo que malvender cuando ya estaba arruinado; nadie
lo restauró, se derrumbaron casi todos las techumbres y cubiertas
y se fue deteriorando hasta la ruina casi final.
Las ruinas pertenecían a un profesor de inglés, André
Bouer, quien intentó repararlo con la ayuda de jóvenes estudiantes
y voluntarios de todo el mundo. Ahora, su viuda lo vendió a Pierre
Cardin por un millón de francos (algo más de 132 mil dólares),
quien se dispone a restaurarlo y lo está convirtiendo en un centro
cultural. Para comenzar el proceso, organizó unas Fiestas Sadianas,
conciertos como Tristán e Isolda y un premio literario, mientras
el pueblo empieza a levantar cabeza: ya hay un comercio (Sade retro),
restaurantes, recetas (ensalada Sade, champaña y vino del Marqués
de Sade y otras lindezas por el estilo).
Mientras tanto, el último heredero de la dinastía, el conde
Xavier de Sade (79 años, 5 hijos, 25 nietos), reconoció
y explota una filiación que sus ancestros habían ocultado:
abrió sus archivos a historiadores e investigadores y registró
su nombre como marca propia. Ganó todos los juicios y hasta consiguió
que la célebre obra de Peter Weiss MaratSade se llame ahora
MaratX, porque dice ambos personajes nunca llegaron
a conocerse. Sade no se vende mucho, aunque 35 mil ejemplares de
cada uno de sus tres volúmenes en La Pléyade no poco, y
la familia cobra derechos de todo lo que utilice el nombre, como perfumes,
cosméticos y ropa, aunque no la ropa interior femenina: para eso,
al menos por ahora, todavía no dieron permiso.
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