Por Silvina Szperling
La puesta en marcha de la temporada de Julio Bocca y Eleonora Cassano al frente del Ballet Argentino hizo sobrevolar sobre el Luna Park el mito de la caverna. Tal vez porque en la Argentina 2001 (la de los ajustes, los piquetes y los déficit mil) haya una necesidad de acercarse al universo platónico, el de las ideas, todos los integrantes del fenómeno del espectáculo (bailarines, creadores, público) quisieron creer que lo que allí ocurría era la sombra de un mundo ideal, armónico, elevado, en el cual las tensiones se resuelven sin mayores pérdidas.
Con la excepción de la obra Corrientes, en la que el coreógrafo venezolano William Alcalá logró teñir el escenario de una estética supuestamente dark para luego evolucionar hacia una graciosa danza de parejas al ritmo del 6/8 que la música celta de Kepa Junkera proporciona, el programa está constituido por obras neoclásicas, en las que el grupo comandado por Bocca se mueve con gran solvencia. Dando muestras de un crecimiento y afirmación importantes, los integrantes del Ballet Argentino se dan a sí mismos la oportunidad de disfrutar del lenguaje que mejor conocen, transmitiendo una inusual combinación de precisión y calidez.
Otras voces, de Mauricio Wainrot, sobre música contemporánea de autores africanos, abre el juego, enmarcada armónicamente por el vestuario en rojo, verde y violeta de Carlos Gallardo. Utilizando un recurrente tema de movimiento con cierta resonancia arábiga en los brazos, Wainrot conduce a los bailarines por un recorrido espacial en el que los frisos y los círculos generan una sensación de sinfín. La fluidez del diseño espacial le da a la obra un devenir ondulante en el que el grupo funciona como soporte y contrapunto de los solistas. Cecilia Figaredo, amén de desenvolver su admirable técnica, despliega su humor y simpatía. Darío Vaccaro regala al público su flexibilidad en sorprendentes evoluciones corporales. El dúo pisa fuerte y su mutua entrega funciona como base de una relación en la que el juego está presente.
Al abrirse el telón en Ecos, la dupla Cassano-Bocca avanza en contraluz desde proscenio hacia el fondo del escenario, logrando el milagro de no ser recibidos por la habitual ovación del público, quien debe concentrarse así en los movimientos propuestos por la coreografía de Wainrot. Ejemplo acabado del dúo neoclásico, Ecos hace pie en una historia de dos amantes quienes, gracias al lenguaje propio de la obra, transmiten más una sensación de amistad que de pasión. Maduros y ultra-relajados, Julio y Eleonora se entienden físicamente en tan alto grado, que transforman muchas de las secuencias en una única forma que abarca sus dos cuerpos.
Encuentros, de Robert Hill, estrella del American Ballet Theatre, se erige en un ejercicio coreográfico en la más pura tradición de Ballanchine. Siguiendo la ruta de Mr. B. (el ruso nacido Giorgi Melitonovich Balanchivadze que convirtió a Nueva York en sede del ballet clásico en los años �30, a fuerza de profundizar la técnica que había aprendido en el teatro Mariinski, de donde lo sacara Serge Diaghilev), Hill produce una obra luminosa, sin sombras, en la que la compañía de Bocca se mueve a la perfección. En la misma tradición, el vestuario realizado en impecable blanco por Osvaldo Pettinari, remarca mediante la austeridad de la ropa y la exposición de los cuerpos, la geometría espacial y la liviandad del movimiento cronométrico. Allí, Bocca y Cassano, sin privarse de los chispeantes momentos individuales, integran el grupo casi en igualdad de condiciones que el resto de la compañía: todos y cada uno de los bailarines son absolutamente necesarios para que este mecanismo de relojería funcione. Las variaciones (solos, dúos, tríos) están engarzadas de tal modo que el espíritu nunca decae. Los ojos siempre tienen algo para ver, los cuerpos siempre tienen algo para mostrar. Una pantalla viva que, por un rato, hace olvidar los avatares del tiempo, el riesgo país, la fuga de cerebros y otras yerbas del ser nacional de estos tiempos.
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